Anhell69 y Travesía travesti


Por Pablo Gamba 

Anhell69 (Colombia, 2022), de Theo Montoya, y Travesía travesti (Chile, 2021), de Nicolás Videla, son lo más interesante que he visto en el FIDBA, la primera en la competencia internacional de largometrajes y la segunda como película de apertura. Ambas coinciden en la temática travesti, y en el enfoque que evita los lugares comunes de las historias de descubrimiento y desarrollo de una identidad en conflicto con la familia, la escuela, el medio profesional, etc. 

También son “tansgenéricas” en el sentido que le da a esta palabra Camila José Donoso, correalizadora con Videla de Naomi Campbel (Chile, 2013). No solo se refiere al borramiento de las distinciones entre los géneros cinematográficos, como la hibridación documental-ficción que es ya un lugar común del cine. La amistad del realizador o realizadora –o realizadore– con los personajes es, además, el motivo del acercamiento a ellos y el eje de la metodología de trabajo. Esto borra la distancia entre sujeto y objeto, y problematiza la noción de verdad. 

Pero hay algo que lleva a poner frente a frente y comparar estas películas: la diferente posición de cada una de ellas con relación a las luchas sociales y políticas recientes en los dos países. 

Un mito mórbido 

Parte del juego transgenérico de Anhell69 es la narración en primera persona de uno de los personajes, a la manera de Sunset Boulevard (1950). Representa, además, al autor implícito y la película se desarrolla como un documental del director sobre un film de ficción que no terminó, para el cual hace un casting de posibles actores entre sus amigos. Sin embargo, esta película debe su fuerza –y también su debilidad–, sobre todo, a la construcción de un mito de Medellín. 

Al comienzo, el narrador identifica la ciudad con el narcotraficante Pablo Escobar, lo que la presenta como un lugar de terror por la violencia desbordada de las mafias, parte de la cruenta guerra sin fin en Colombia. Espacialmente se describe a Medellín como una ciudad sin horizonte porque está rodeada de montañas. Hacia lo mismo apunta, en un sentido temporal, el “no futuro” del subtítulo de Rodrigo D (1990), obra de un realizador faro para Montoya, Víctor Gaviria. El cineasta emblemático de la temática de la marginalidad social y una de las figuras más importantes del cine colombiano tiene un cameo en Anhell69. Asimismo, se presenta a Medellín como una capital de la homosexualidad en ese país, lo que trae a colación una referencia literaria que queda fuera de campo: la narrativa nihilista de Fernando Vallejo. 

Esta ciudad mítica es el contexto de la historia de la película inconclusa, que sería un relato del género fantástico, mezcla de vampiros y muertos vivientes. Pero es también el contexto del documental. 

Montoya sigue en esto último otra referencia fundamental para él en el cine colombiano: Luis Ospina. La trae a colación explícitamente un fragmento de Pura sangre (1982), cuyo estilo fue descrito por el cineasta del grupo de Cali como “gótico tropical”. 

Esto aporta una clave por lo que respecta a la identidad de los personajes, porque la estética y la sensibilidad góticas tienen más peso que el cuestionamiento del binarismo de género. En Anhell69 lo no binario es, sobre todo, un estado entre la vida y la muerte como el de los picados por vampiros. Hay un divertido correlato de esto en la coproducción con Rumania, donde se cree que estaba el castillo del conde Drácula. 

Como muerto viviente en un coche funerario que conduce Gaviria se identifica el personaje narrador que interpreta el director. La historia de la película de vampiros inconclusa dentro de la película gira en torno a la “espectrofilia” o el deseo de copular con fantasmas y por su Medellín deambula un espectro que es cita de un realizador que ha trabajado en Colombia, aunque no es de ese país: Apichatpong Weerasethakul. La película es Tío Boonmee, el que recuerda sus vidas pasadas (Tailandia, 2010). 

Puesto que los personajes de Anhell69 son también de documental, el tópico de los muertos vivientes parece ser, entonces, una metáfora de la fragilidad real de los jóvenes homosexuales en la ciudad. Podría relacionarse, asimismo, con la ausencia de perspectivas de futuro la disipación en un intenso disfrute del presente con interminables fiestas y consumo de droga. La película está dedicada a una lista de amigos muertos por la adicción, el narcotráfico, la policía o los paramilitares en Medellín, incluidos algunos de los personajes. 

La problemática también tiene una dimensión socal explícita, al parecer. Se percibe en uno de los jóvenes, cuya identidad travesti gótica tiene como correlato su trabajo sin futuro como obrero textil. La falta de solución de continuidad entre una faceta y la otra de su vida se construye una entrevista en la que un movimiento de cámara revela inesperadamente el lugar donde se grabó, que es es la fábrica.

Hay una sensación de desnudez, y por ende de desamparo, que transmiten algunas entrevistas que hizo Montoya a sus amigos como parte del proceso de casting de la película dentro de la película. Se hicieron sin maquillaje ni vestuario travesti, ni recursos que indiquen que se intentó una puesta en escena, y bajo una luz neutra, lo que añade un tópico que sugiere objetividad a esta mirada.

Pero nada de esto es verdadero indicio de que haya un trasfondo, una verdad oculta de la ciudad visible y sus personajes góticos. La representación de Medellín sobre la base del mito urbano impide que la pregunta por lo real sea reveladora o se convierta en un problema inquietante. Cuando el joven obrero cuenta que vio a un homosexual empalado en la ciudad, dice que se sintió como si viviera en tiempos de Drácula. Esto cierra sobre sí mismo el mundo de la ficción genérica. 

El resultado, entonces, es una deriva del “no futuro” punk de Gaviria, que conduce al protagonista de Rodrigo D al suicidio por el choque sin solución con su entorno social, a la disolución de la contradicción de la ciudad con la vida en una imaginación de melancolía mórbida. Es algo que se diferencia también Anhell69 de la provocadora irreverencia de Ospina y Vallejo. 

Hay una parte en la que Montoya incluyó planos que grabó de las protestas masivas contra el gobierno de Gustavo Duque en Medellín y toda Colombia. Pero la manera como el cineasta se representa allí, fuera de campo, es análoga a un espectro de su inacabada película. Está y no está en las calles donde hay gente que se enfrenta con la policía. Sale a grabar manteniendo una distancia con lo que no puede tener lugar en su ficción nihilista. 

La ciudad que lucha, los que han decidido jugarse la vida para tratar de cambiar su mundo, son personajes de un planeta del que el autor implícito y personaje narrador ha huido junto con sus demás personajes. Su representación alucinante de Medellín se revela, así, como un límite artificioso que impone a lo realmente posible para dejar fuera el riesgo de la esperanza.


Una utopía emplumada 

Travesía travesti es un documental que construye una memoria del espectáculo de cabaret del título e incluye el rescate de material del archivo de Monique Fungelbert, pionera de este arte en Chile. Su desarrollo sigue una línea de acción de ficción genérica, un melodrama tras bambalinas: el relato de la tormentosa relación de las actrices Anastasia María Benavente y Maracx Bastardx. 

Pero lo transgenérico, en el sentido fílmico de la cita de Camila José Donoso, no está dado principalmente por la hibridación documental-ficción sino por la amistad de Nicolás Videla con las dos protagonistas. Siendo él también performer, lo lleva a incorporarse como actriz al espectáculo –y, por tanto, también a Travesía travesti, su película–, con el nombre de Amnesia Letal. 

Esto le permite al autor implícito y personaje ubicarse en una posición diferente de la autoridad que asumiría en un documental que pretendiera relatar la historia del grupo. En este marco, la anécdota de la amistad de Benavente con Fungelbert también da un pretexto para que se usen sus videos sin que conlleve el compromiso de ilustrar su vida y su carrera, ni precisar sus aportes al cabaret travesti en Chile. El melodrama, a su vez, permite darle giros sorpresivos a la historia y llevarla hacia falsos finales y recomienzos, lo que se presta para mantener la atención del espectador en el otro relato, fragmentario, que compone la memoria.

Lo transgenérico es aquí también confluencia del cine y el teatro. Es en este marco que se inscribe lo “trans” que parece ser la película por lo que respecta a su cuerpo fílmico, en tanto combina registros hechos en diversos soportes de video y película. Pero hay un estilo cinematográfico dominante, y se evidencia en la importancia que tiene la superposición de imágenes, y en el contraste significativo entre los colores del film y los soportes electrónicos. 

Por lo que respecta al desafío del binarismo sexual, Travesía travesti da testimonio de la estrategia del cabaret, que es asustar a los burgueses, el escándalo. La escena más ilustrativa, en este sentido, es una en la que a una actriz le introducen un crucifijo por el ano. 

La película, sin embargo, es más sutil y aguda, en particular por lo que respecta a la observación cercana que el cine pude hacer de los rostros. Estos no atraviesan a lo largo de la historia un proceso de transformación que los lleve de lo reconocible como masculino a lo femenino. Como se trata de la identidad fluctuante de los travestis, los cambios se dan con relación al maquillaje y su ausencia. La misma cara de hombre con varios días sin afeitar puede convertirse en rostro esplendoroso de mujer en cuerpo femenino sobre el escenario. Al amanecer, después de una noche intensa, puede comenzar a mostrar una incipiente barba. 

Si el teatro es una puesta en espectáculo de la sexualidad disidente, la película testimonia también su puesta en combate en las calles, con el puño alzado y al grito de “revolución”, inclusive. Fue un giro del contexto social que para el cabatet Travesía Travesti conllevó la suspensión de sus presentaciones el 18 de octubre de 2019, cuando las protestas contra el alza del pasaje en Santiago se convirtieron en estallido social. Salieron entonces a la calle, como tantos otros, a pedir cambios que hagan de la sociedad un lugar habitable para la mayoría y para las minorías sexuales también.

Esta resolución de hacerse partícipes marca la principal diferencia con la observación distante que mantiene el autor implícito y narrador protagonista de Anhell69. Demuestra en la práctica que la resignación paralizante se sostiene sobre la base de un temor fantasmagórico. ¿Cómo saber si es posible o no hacer cambios revolucionarios en la sociedad si no se lo intenta?

La pregunta es también, entonces, qué es lo que puede el cine cuando se abre una brecha como esta para la esperanza, ¿Acaso solo dar testimonio? Es mayor el poder del cine, y para ello apela aquí a la poesía y al mito que atribuye verdad al registro fílmico por su tecnología fotoquímica, no para hacer fotografía del presente sino una débil luz titilante que, sin embargo, ilumina el futuro.

Ocurre en los planos de pájaros. Son pocos y podrían pasar inadvertidos si no fuera por su colorido. Parecen de otro mundo, no el que se registra como real en la película, lo que también se debe a la resistencia de un soporte disidente del digital hegemónico. 

No son metáfora sino horizonte utópico. La lucha de las travestis es por cambiar sus vestuarios de plumas por un bello plumaje natural, algo tan delirante como necesario para que puedan ser lo que son con total libertad en una sociedad nueva, en un mundo hermoso, además.

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