Punku

Por Pablo Gamba 

En la sección Forum del Festival de Berlín se estrena Punku (Perú-España, 2025). Es el tercer largometraje de Juan Daniel Fernández Molero, diez años después del segundo, Videofilia (y otros síndromes virales) (Perú, 2015), que ganó uno de los tres premios Tigre que otorgaba entonces el Festival de Rotterdam. 

Videofilia fue una película notable en su momento por el trabajo con la imagen electrónica, con el glitch y una contaminación a la que hacen alusión los “síndromes virales” del título. Formalmente se desarrolla como una propagación hacia la diégesis ‒la historia y su mundo de ficción‒ de un virus de las computadoras con las que navegan por internet, juegan y tienen encuentros en chats los personajes, y hace cine porno el protagonista, grabando como si viera con sus propios ojos con unos anteojos tipo Google Glass. 

Hay un giro en Punku de la imagen de Videofilia a una deriva entre soportes de diversas materialidades: digital de alta resolución estable; Super 8 y 16 mm en color y blanco y negro revelados artesanalmente; animación en stop motion, y fragmentos de videos hechos presumiblemente con cámaras de celulares. La alternancia entre el digital que hoy se ha establecido como estándar en el cine y todos los demás formatos es la dominante formal aquí. 

El “punku” del título es una palabra en quechua que significa “portal”. Refiere a la coexistencia de lo real con lo fantástico, lo que tiene como correlato la diversidad de soportes señalada. También se conjuga lo real con la memoria, los sueños y la mitología, recurriendo a apropiaciones del cine experimental como las superposiciones de imágenes, el filmar cuadro a cuadro o la vibración producida por el deslizamiento de la película, así como el agua en la puesta en escena, para darle tono de subjetividad lírica a las imágenes, o una danza de los astros en el cielo que recuerda al Colectivo Los Ingrávidos. 

Pero el significado de “punku” me hace pensar también en otro cambio significativo con respecto a Videofilia, porque pasamos de Lima a la selva alta o “ceja de selva” de la provincia de La Convención. Allí encontramos un umbral paisajístico y cultural entre dos perús, el de la sierra y el selvático. Esto quizás parezca indicio de exotismo. Junto con la persistencia de los jóvenes como personajes principales, podría llevarnos a sospechar que responde a la imagen de América Latina que se atribuye a los programadores de los festivales europeos. 

Podría percibirse, incluso, cierta homologación de la historia de Punku con el “cine asiático”, en particular con las películas de terror, e influencia de Apichatpong Weerasethakul en la puesta en escena. Pero la referencia principal es el cine de terror mitológico que se ha venido haciendo desde cerca del año 2000 en Perú, en regiones como las de Ayacucho y Puno, y que se basa en leyendas de la sierra y la selva. Hay menciones explícitas en Punku a criatura mítica, el tunche, así como al film Pishtaco (José Antonio Martínez, 2003), y un personaje con algo de vampiro. 


El aspecto más notable de Punku es cómo se hace cargo de la heterogeneidad de la cultura local, que conforma un entramado tenso y en mutación entre sierra y selva, lo originario y lo foráneo, lo tradicional y lo moderno. Incluye apropiaciones de los personajes de La sirenita (1989), de Disney, y de La guerra de las galaxias (1977), pero también el hallazgo de una pieza enterrada que un personaje identifica como proveniente de una cultura ancestral peruana que no es propia del lugar donde se encontró, por solo dar algunos ejemplos. 

La oscuridad de Iván, uno de los dos personajes principales, se relaciona explícitamente con un impulso que lo hace escapar del pueblo en que vive y desaparecer largo tiempo en la selva, de donde lo rescatan los indígenas con un ojo infectado, cuya pérdida se relaciona con los planos que representan otra mirada suya. Pero más que la mitología y la psicología, tal como suele apropiarse de ellas el cine terror, el trasfondo de su historia es cultural y es la base del contraste con el otro personaje principal, la joven Meshía, una indígena “de adentro”, como le dicen a la selva. Ella hace del rescate y el cuidado del frágil Iván una manera de salir de su comunidad tradicional, aunque se la muestra casi como un paraíso en las partes filmadas en color que representan sus recuerdos y que incluyen la cándida fantasía del hallazgo del muchacho perdido por un grupo de niños que juegan disfrazados. 

Meshía va a tomar un rumbo que la llevará hacia otro destino, incorporándose al certamen de belleza local, el Miss Sirena, y siendo acogida por una familia criolla acomodada como en un cuento de hadas moderno, en una telenovela. El contraste con Iván es una tensión de opuestos en la historia, de líneas narrativas en sentidos contrarios ‒de afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera, respectivamente‒, lo que también sugiere que en la atracción que ejerce la selva sobre el chico hay algo más que posesión y que el deseo de Meshía de salir de su comunidad podría replicar el mito de La sirenita.

Pero otra singularidad de Punku es que esta tensión de opuestos no se intensifica dramáticamente sino que se distiende. Lo extraordinario avanza hacia su disolución en la cotidianidad sin alterar el orden ‒lo que tiene como correlato una división del relato en capítulos que, irónicamente, tampoco lo ordenan‒, mientras que lo luminoso sigue coexistiendo paralelamente con lo oscuro en las historias de los personajes principales y en la cultura, así como sierra y selva en el paisaje, y el paisaje con la subjetividad de la memoria y el sueño. Es lo contrario de Videofilia, tanto por lo que respecta a la intensificación creciente de la distorsión visual como a la expansión destructora del virus por el cuerpo digital de la película, que absorbe tanto la ancestralidad de las huacas como el uso de la web, la curandera autóctona como el cosplay, entre otros aspectos diversos de la subcultura juvenil, junto con los personajes y su mundo. 

Pero no hay idealización de la cultura local en Punku, como lo evidencian las muertes que también encuentran lugar en el contexto cultural. Lo que hay de armonía no es sino el resultado de equilibrios de fuerzas que la tensan en sentidos opuestos, de una suma incompleta de partes incongruentes. Quizás sea un modo de tratar de dar una imagen justa y plena de una realidad que nunca podrá ser una, lo que siempre ha sido y será un desafío para el cine latinoamericano.

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