Cortos de Luis Arnías


Por Pablo Gamba 

Hay dos datos que deberían llamar la atención sobre la obra del cineasta de la diáspora venezolana Luis Arnías, radicado en Boston. Uno es la codirección con Jessica Sarah Rinland del cortometraje Puerta a puerta (2022), que se estrenó en el FICUNAM, en México, y estuvo en Wavelenghts, en el Festival de Toronto. El segundo es la exhibición de otro de sus cortos, Malembe (2020), junto con películas de Ana Vaz, Laura Huertas Millán y Elena Duque en Punto de Vista en 2020. 

Sin embargo, no pude encontrar ningún ensayo crítico sobre su obra ni otra cosa que breves comentarios de sus películas. Esto me hace pensar que es un realizador que no está recibiendo la atención que merece y me mueve, por tanto, a escribir esta nota. 

La inclusión de Malembe en un programa del que también formaron parte Apiyemiyeki? (2020), de Vaz, y Jiíbie (2019), de Millán, aclara la ubicación de la obra de Arnías en el contexto latinoamericano con relación al cine etnográfico experimental. Aunque la referencia es más difusa en el caso de la película de Duque, llama la atención, a su vez, acerca del lugar del venezolano entre los realizadores que han trabajado las heridas de la migración, como es también el caso de Valentina Alvarado Matos y Andrés Duque. 

Pero hay una característica que distingue a Arnías en este conjunto y que resulta significativa, en particular por comparación con las apropiaciones del cinema novo brasileño en las películas de Ana Vaz. Se trata de la recuperación de otra vanguardia, el surrealismo, para desfamiliarizar lo que se naturaliza en una cultura. James Clifford da una definición que puede aplicarse al trabajo de Arnías en su artículo “Surrealismo etnográfico”: … “una estética que valora fragmentos, curiosas colecciones, yuxtaposiciones inesperadas, que actúa para provocar la manifestación de realidades extraordinarias extraídas de los dominios de lo erótico, lo exótico y lo inconsciente”. 

En Ojo malcriado (2018), que compitió en el Festival de Mar del Plata, el cineasta venezolano crea una tensión surrealista con respecto al tópico de la narración didáctica del documental expositivo, ironizada por la presentación de los segmentos que componen la película como una clase que se dicta con la ayuda de un pizarrón, aunque sin voz narradora. 

El título introduce otra cuestión clave en su cine, y es su trabajo con la mirada. El ojo que no sigue las normas es como el de un alumno de mala conducta. La mirada es subjetiva y burlona, lo que se hace manifiesto, por ejemplo, en el desorden de la exposición ordenada alfabéticamente, pero que comienza con el apéndice. Transmite la impresión de que no es la clase como fue dada sino como se la recibió. La mirada malcriada subvierte la autoridad y da su versión del discurso del profesor. 

Lo etnográfico se hace manifiesto en Ojo malcriado, en primer lugar, por el juego con el bilingüismo de los latinoamericanos en los Estados Unidos. Pero quizás no se perciba plenamente sin conocimiento de lugares comunes del español de Venezuela como el adjetivo “pelúo” (de “peludo”), que significa complicado, difícil de resolver. La mala traducción literal al inglés crea una expresión surrealista a partir de un encuentro insólito de ambas lenguas que desfamiliariza el espanglish: “hairy crossword”. 

También puede requerir conocimiento de la salsa la identificación de “Calle luna calle sol”, la canción de Willie Colón cantada por Héctor Lavoe, con solo escuchar la introducción musical, y de la literatura para reconocer en la lectura grabada el poema “Para leer en forma interrogativa”, de Julio Cortázar. La cita es significativa por lo que respecta a la mirada. No es solo la de un punky eye, como se maltraduce mejor al inglés, sino que interroga los lugares comunes que se consideran definidores de lo “étnico”. 


El desorden tras el orden alfabético tiene como correlato un montaje surrealista por su discontinuidad. Vuelve incluso a las fuentes de esta vanguardia artística en la cultura popular por lo que respecta a la atracción por lo sensacional. Un ejemplo es un cocodrilo que devora una rata. 

Se manifiesta igualmente lo surrealista en las transformaciones insólitas de lo filmado. El plano que más me gusta por esto es del fragmento identificado con el título “poético” de “Ofrenda silenciosa”, irreverentemente traducido al inglés como “Shhhhh”. En un arroyo cristalino, comienzan a arrojarse desde fuera de campo los que dan la impresión de ser anillos del cereal Fruit Loops y se derrama leche hasta que toda el agua visible se vuelve blanca. 

Una sorpresa no surrealista de Ojo malcriado es la identificación, al final, de a quién corresponde la mirada del que, con la entrada en campo del personaje con cámara, se revela también como un relato de ficción. En un cambio inesperado del punto de vista –otro tópico del estilo de Arnías–, el espectador descubre al punky eye, que apunta hacia otras cosas fuera de campo con la mirada interrogadora de su cine. 

Pero después el personaje mira a la cámara que lo filma y hay otro giro, hacia la interpelación. Si hasta ese momento el espectador se hizo cómplice del ojo malcriado, ahora el interrogado por la mirada punky es él. ¿Acaso no había construido una representación estereotipada del cineasta? ¿No había tenido que hacerlo para entender lo que la mirada de Ojo malcriado tiene de autoetnografía? De este modo la película responde al peligro que Hal Foster advierte en el surrealismo etnográfico: la creación de una “fantasía primivitista” autoindulgente sobre el otro. 


Si en Ojo malcriado Arnías parodia el documental expositivo, hace algo parecido con la ficción genérica en Terror Has No Shape (2021). Lo etnográfico, sin embargo, sigue estando presente en la manera como el cine puede ser expresión de los miedos colectivos en una sociedad. 

La aproximación que hay aquí a la cultura estadounidense es desde una perspectiva que se acerca a las mitologías pop de Kenneth Anger. Hay un primer personaje en moto y de traje de cuero que apunta claramente en esa dirección. También aparece en el corto Supermán, hay una representación del espacio urbano, siempre de noche, que sigue tópicos del cine, como los semáforos, las tiendas de paso y los avisos luminosos, y un meteorito en llamas trae a colación los enemigos míticos de la ciencia ficción paranoica. El segundo personaje es un monstruo.

Otro motivo del terror en la cultura está presente en el sonido, pero no en la imagen. Es un canto africano que conlleva el miedo a la rebelión violenta de los colonizados y esclavizados del que no pueden desprenderse el colonizador ni sus descendientes. Lo “primitivo” no es, por tanto, una fantasía autocomplaciente aquí sino un fantasma de los orígenes históricos del terror en los Estados Unidos. Pero también hay una inversión irónica de esto por lo que respecta a la confrontación del personaje de la moto, que está vestido de negro, y el monstruo, que es blanco como el papel. 

Pero esto no es lo verdaderamente inquietante en Terror Has No Shape sino lo que está en tensión con lo reconocible por referencia a los tópicos del cine y la cultura. Es hacia allí que realmente apunta lo informe del título y no hacia lo que se ve en los planos donde resulta difícil reconocer las figuras. 

La desestabilización es aquí también surrealista. El ejemplo más claro es el chorro de leche que hace brotar del pasto, cuando pisa, un personaje fuera de campo salvo por la pierna. Otro, más sutil, el encuentro de diversos anuncios luminosos pequeños, incongruentes con las ruedas de automóvil que también se exhiben en la vitrina de una tienda de autopartes. ¿Una versión Kenneth Anger de la frase de Lautréamont que se suele citar como ejemplo de lo surrealista? 

Más profunda es la desestabilización que causa la misteriosa conexión de unos planos con otros que se percibe en el montaje. Genera tensión con respecto a los lugares comunes de la construcción del espacio urbano, y también con las rígidas oposiciones blanco-negro, agua-fuego, ciudad-bosque, y con la lógica narrativa que lleva a la confrontación de los dos personajes, presentados en montaje paralelo, al final de la que vendría a ser, así, la historia. 

Llama igualmente la atención, por inquietante, la iluminación. La luz hace el espacio confuso, y no claro, al iluminar lo informe. También se presenta por sí misma como una cosa más sin forma –una mancha de luz roja, como derramada en el reflejo del agua sobre el pavimento– o como los disparos luminosos de la que podría ser una pistola de rayos del monstruo. Pasa así de lo que permite ver a ser parte significativa de lo visible en el plano. 

También vuelve la mirada que interpela al espectador. La cuestión es que está representada en el único plano que se presenta como un collage de imágenes, de modo que hace demasiado evidente la intervención del autor implícito para expresarse en esa composición.


Tajos de un país

Los mejores cortos de Luis Arnías son para mí los que tienen que ver con Venezuela: Malembe y el de la dirección compartida, Puerta a pueta. El primero de los dos es, al comienzo, lo que más podría parecerse a una autoetnografía documental explícita en su cine. Una mirada de este tipo se dirige a la festividad de San Juan, emblemática de la cultura afrovenezolana. También a la familia del realizador en Venezuela, y a observar detalles de la vida cotidiana como comer –y lo que se come– o reposar en un chinchorro (hamaca) y ver las mundialmente conocidas telenovelas. 

Nuevamente llegamos así al campo de los estereotipos, lo emblemático de una cultura. Pero el aparente documental se enrarece cuando en la relación imagen-sonido se va percibiendo un contrapunto cada vez más evidente por el asincronismo. El resultado es una subjetivización de la mirada que no nace de sentimientos como los que pueden despertar la distancia temporal y espacial que separa de las personas queridas, o los olores y sabores de la tierra propia, ahora lejana. Por el contrario, hay que relacionarla con el dolor de las cuchilladas surrealistas que son los planos más impactantes de esta película. Allí la imagen está acompañada de una distorsión que también abre la herida de esa memoria en el cuerpo del film.

El título de Malembe hace referencia a una música en la que una voz dialoga con el coro. Entendiendo que lo segundo es la familia en Venezuela, la parte en la que responde el cineasta viene después, cuando está con su otra familia, en los Estados Unidos. El contraste se hace sentir contundentemente también por la nieve de Norteamérica y el calcinante sol del Caribe. 

Hay en esta parte imágenes que podrían parecer demasiado obvias, como las frutas tropicales cubiertas de nieve que se abren con el cuchillo. Pero este otro aspecto de la memoria se hace más interesante en un plano frontal de Arnías. Pareciera interpelar al espectador, pero que se revela como dominante es la observación del personaje, en tanto hace patente la imposibilidad de ver el malestar que lleva por dentro. Esta tensión del interior y el exterior estalla de un modo visceralmente surrealista que también es ácidamente irónico con respecto al comienzo etnográfico. Confronta la curiosidad “científica” por los pueblos de lugares lejanos con lo que son estas mismas personas cuando franquean la distancia que hacía de ellas personajes exóticos. 

Lo más inquietante viene al final. El cineasta, su mujer y su hija parecen compartir un momento de feliz intimidad. Pero en el ámbito de la paz doméstica se abre inesperadamente una ventana hacia otro espacio. Venezuela se adueña violentamente del plano con el registro de uno de los enfrentamientos de los jóvenes de la resistencia con las tanquetas de la Guardia Nacional durante la rebelión popular de 2017 contra la “constituyente” convocada por Nicolás Maduro. 

La imagen entra con un mensaje de WhatsApp que recibe el personaje de Arnías en su celular, por lo que el contraste violento incluye el del registro digital de baja resolución con la imagen fílmica del resto del cortometraje. También la huella electrónica de los vertiginosos movimientos de esa otra cámara y la distorsión del sonido por el estruendo de la lucha. Es cierto que este es un lugar común de los videos que se difunden por redes sociales, pero lo que cuenta aquí es que hace sentir cómo nos “persiguen” y perturban hasta en la intimidad a las personas que tratamos de poner distancia con países como Venezuela para rehacer nuestra vida en otros lugares del mundo. 


En Puerta a puerta pasamos de las anteriores tres películas de Arnías a una codirección con Jessica Sarah Rinland sobre la base de una idea de los dos. El estilo de la cineasta británico-argentina se hace notar muy claramente en los planos cerrados, que ponen de relieve lo táctil, y en el trabajo con el sonido en off. Es una fórmula bressoniana: la actividad de las manos y los diálogos fuera de campo como indicios suficientes para imaginar todo lo que ocurre. 

La primera parte transcurre en un país no identificado del extranjero. Los personajes llenan una caja para enviar a Venezuela con productos que no se consiguen allí y que familiares piden con urgencia en largas listas. Alrededor del proceso de manipulación surgen relatos que se construyen a partir del tener estos objetos entre manos, de una relación con ellos en la que domina el tacto y con la que vuelven lejanos recuerdos de la que fue una vida cómoda en ese país. En esto podría identificarse otro interés característico de Rinland: la memoria vinculada con la arqueología.

Pero todo lo visto al comienzo desaparece en un fundido que se prolonga como un inquietante con canto de aves. El segmento final aclara la conexión con lo que antes se escuchaba en un limbo negro, pero no con el comienzo. Otra familia desempaca, no la caja de suministros enviada a Venezuela sino la del juego de mesa Wingspan. 

El encuadre es similar por lo que al fuera de campo respecta, pero el celular vuelve a abrir una ventana visual y sonora en el espacio. Es distinta de la de Malembe en este caso; es la app del juego, que permite escuchar el canto de los pájaros y verlos en dibujos que recuerdan las ilustraciones científicas. Estamos así ante una problematización de la relación entre las cosas que podemos tener entre manos y su relación con lo ausente, como ocurre con las reproducciones, con las cosas que traen recuerdos y también con esa otra inquietante ventana que se abre en el celular. ¿Cuál es el vínculo entre los objetos de la segunda parte y los que se vieron en la primera? ¿Cuál es el nexo entre las dos familias?

El surrealismo del cine autoetnográfico de Arnías atraviesa este cortometraje en el contraste desconcertante entre las partes. Es como una cuchillada lo que las separa. El puente que pudo tenderse entre remitentes y destinatarios se corta aunque se mantiene la comunicación táctil, por intermedio de los objetos, con las personas cercanas, que son otras. 

También el giro remueve la comodidad del espectador que pudo sentirse identificado con los personajes del comienzo, como ocurre en las otras películas de Arnías, pero con la participación aquí de la imaginación que es necesaria para representárselos a partir de los planos cerrados y las voces en off, característicos del estilo de Rinland. Se produce un desplazamiento radical de los problemas de Venezuela del marco autocomplaciente “humanitario” en que se los suele enfocar. 

El juego de mesa es ácidamente interpelador en este sentido. Wingspan consiste en “descubrir y atraer las mejores aves a la red propia de reservas naturales”, según la página del fabricante, Stonemaier Games. Esto se consigue disponiendo de alimentos, entre otros recursos, para influir sobre las especies migratorias, lo que en el contexto de Puerta a puerta abre la posibilidad de inquietantes interpretaciones referidas al país de acogida y a las nuevas familias que se forman allí.

Con esto termino de vuelta al eje de esta nota. Desfamiliarizar, ironizar, darle una puñalada buñuelesca en el ojo al espectador; tratar de abrir así otra mirada malcriada, punky, que se haga preguntas sobre lo que se presenta como real, incluida la versión del cine que investiga la cultura. Este es el camino que sigue el surrealismo etnográfico de Luis Arnías y una razón para estar pendientes de los próximos filmes que haga como director o en codirección.

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