El rostro de la medusa

Por Pablo Gamba 

El rostro de la medusa (2022) fue seleccionada para la sección Forum del Festival de Berlín. La película argentina se estrenó en el Festival de Mar del Plata, donde Melisa Liebenthal compartió por ella el premio a la mejor dirección de la competencia internacional con Ana García Blaya por La uruguaya (Argentina, 2022). Es el segundo largometraje de la cineasta que, por su ópera prima, Las lindas (2016), fue galardonada como mejor directora en la sección Bright Future del Festival de Rotterdam y en la competencia nacional del BAFICI, en Buenos Aires. 

Liebenthal trata aquí al tema de la identidad, al igual que en Las lindas y en su cortometraje Aquí y allá. También trabaja de nuevo con su archivo personal y familiar, en particular fotografías. La relación conflictiva entre la autopercepción y la imagen que los demás se hacen de una persona, que en Las lindas incluye una voz frecuentemente identificada como no femenina y una aparente incapacidad de sonreír protocolarmente en las fotos, es una cuestión con la que lidia con un humor sutil. 

La singularidad de El rostro de la medusa está en la manera como el ensayo se hace un híbrido con la ficción, una vertiente del cine actual de la que un ejemplo es Sexo desafortunado o porno loco (Rumania, 2021), de Radu Jude. Como esta otra película, El rostro de la medusa es una comedia. Liebenthal recurre a la actualización del body-swap, el intercambio de cuerpos, un tópico de ese género cinematográfico, pero también de la ciencia ficción y el terror. Aquí se trata del face-swap, el intercambio de caras que hoy es posible hacer con gran facilidad en fotos, o incluso en video en vivo, usando aplicaciones. 

En el Rostro de la medusa este no es un problema de redes sociales sino físico. Marina (Rocío Stellato) está en consulta médica por esta razón al comienzo del relato. No es que la cara le haya cambiado sino que es otra cara, lo que le demuestra a personaje de la doctora –y al espectador– con una foto de cómo era antes, cuando tenía el rostro de Melisa Liebenthal. Hecho así el nudo en la primera escena, prescindiendo de explicaciones, el desarrollo de esta comedia incluye una sucesión de equívocos con la familia, y también el novio y otros, tanto por la dificultad para aceptarla con su nuevo aspecto como por lo contrario, actuar como si el cambio no los afectara. 

Pero después se pasa de este problema de la pérdida de la identidad, que inicialmente tiene el aspecto de una desconexión entre la apariencia exterior y un yo interior, invisible para los demás –y, por tanto, una sustancia mental distinta del cuerpo–, a la exploración lúdica de las posibilidades que abre para la aventura el poner en juego un rostro que es de esa “otra” y el propio cuerpo que de esta manera se “disfraza”. 

La realizadora se apropia así del tópico posmoderno del yo fragmentario, fluctuante y unido al cuerpo. Sutilmente lo problematiza, sin embrago, porque la identidad legal, que es un supuesto acerca de un yo indivisible y que normalmente puede controlar el cuerpo, por lo que se atribuye a uno la responsabilidad de sus actos, es otro motivo en la historia aunque desvinculado de las aventuras, lejos de un rancio sentido moral. 

El tema se despliega también en otras dos direcciones por lo que respecta a la inserción de las partes correspondientes al ensayo en un montaje paralelo al relato. Otro de los méritos de la película es que esto no es un comentario de la historia de Marina sino una expansión, porque explora aspectos del problema que son diferentes de los que se tocan en la narración. 

Una de estas cuestiones es la identidad que asignamos a los animales en nuestro trato con ellos, y se desarrolla con registros hechos en zoológicos y acuarios de varios países. Otra es más interesante por la abstracción: el uso de puntos unidos por líneas como una manera de plantear la interrogante acerca de aquellos detalles de los rostros humanos, y también animales, en los que se basa la identificación como únicos y, por tanto, la asignación de una identidad individual. 

Ambas parecen converger en la manera como se trata el motivo del título, la medusa. Otro aspecto lúcido de la película es que no se refiere directamente al personaje que tenía víboras en lugar de cabellos y cuyo rostro petrificaba al que lo veía. La comparación es con el aspecto abstracto, como de esquema de líneas, que en algunos planos tienen los cuerpos transparentes de estos animales, que parecen tan fluidos como el agua en la que están sumergidos. Esto me plantea otra interpretación: lo petrificador y venenoso del rostro está en la abstracción que se hace de su naturaleza cambiante para identificarlo. La cuestión del mito griego está dada vuelta, además, porque los efectos no recaen en los que miran sino en la que es mirada o se mira a sí misma. 

Esto es encontrarle un giro revelador a una cuestión de actualidad, lo que no es poca cosa. Pero también se vuelve problemático por lo que respecta a la relevancia que cobra aquí lo animal. Con esto se roza incómodamente, sin desarrollarlo, el problema de la negación de la humanidad de personas o poblaciones por las características de sus rostros y cuerpos. En cuanto a la abstracción, es la base de los sistemas de identificación automática con las cámaras que hoy graban constantemente en todas partes, lo que es una violación del derecho a la privacidad y permite generar información que les asigna una identidad a las personas para usarla contra ellas. 

En cuestiones como estas, el motivo de la medusa tiene un horror actual que escapa de las consideraciones de esta comedia de la identidad.

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