Regreso a Sol en un patio vacío


Por Pablo Gamba 

Uno

Sol en un patio vacío puede ser vista ahora en Youtube. Es uno de los largometrajes que integran la Trilogía del lago helado (2017), junto con Lluvias y El estanque, de uno de los realizadores más importantes del cine argentino actual, Gustavo Fontán. 

Quizás el nombre de Fontán no les suene a sino a los que conocen bien el cine de este país y unos pocos cinéfilos de otros lugares. Esto se debe a que sus películas, aunque se han presentado retrospectivas en América Latina, como las de Frontera Sur, en Chile, en 2017, o el FICUNAM de México, en 2014, no se han insertado exitosamente en el circuito de festivales ni en plataformas. De allí que Sol en un patio vacío se haya “liberado” en una red social. 


Yo lo atribuiría a la singularidad de su obra, que la hace difícil de clasificar y, por ende, de entender con referencia a clasificaciones. Veamos un ejemplo. Isaac León Frías la incluye entre las expresiones más avanzadas de la “segunda modernidad” del cine (Del clasicismo a las modernidades, 2022). Caracteriza esta tendencia como un “cine de flujo”, lo que significa “una estética que rechaza la racionalización del mundo y la aprehensión intelectual de sus formas”. 

Esto parece describir con exactitud el cine de Fontán a muy grandes rasgos. Pero, cuando se consideran otros realizadores cuyas películas entran en la misma clasificación del crítico e historiador peruano, dice poco con relación a las diferencias, que parecen significativas con respecto a los también argentinos Lucrecia Martel o Lisandro Alonso, o Abbas Kiarostami, Apichatpong Weerasethakul, Albert Serra o Lois Patiño, por ejemplo. Hay que preguntarse, entonces, por lo que distingue la obra de Fontán de estos otros cineastas del “flujo”. 

Creo que es importante, en este sentido, apartarse de los marcos referenciales más familiares para los cinéfilos y considerar las fuentes de inspiración literaria argentinas de su cine. Hay tres que cobran relieve en particular. Dos son referencias explícitas en La orilla que se abisma (2008), que es una película sobre el poeta Juan L. Ortiz y que toma el título de uno de sus libros, y El limonero real (2016), que viene de la novela de Juan José Saer. La tercera es el Manual para sonámbulos, de Gloria Peirano. El estanque es una película sobre textos tomados de allí.

En la poesía de Ortiz es clave la contemplación, el encuentro de la mirada con el paisaje. Allí la mirada se abisma, en el sentido que tiene esta palabra de una entrega total, pero también de “hundirse en un abismo”. Se abisma en el lenguaje la voz poética para poder comunicar esta experiencia de encuentro con el mundo, y encuentra en el mundo un llamado a esta experiencia que el poeta expresa como una constante interrogación. 

Más allá de lo literario, el contexto es el existencialismo, en particular Martin Heidegger. “Abismamiento” es una expresión que en el filósofo se refiere a la confrontación con las cosas del mundo cuando nos causan una angustia que tiene que ver con lo que llama “olvido del Ser”. 

La experiencia de la alienación, que puede ser análoga en sus aspectos angustiosos, ha sido tratada en el cine por realizadores de la “primera modernidad” como Michelangelo Antonioni, en sus películas terroríficas sobre la modernización capitalista de su país por el “milagro económico italiano”. Heidegger, en cambio, se enfrenta principalmente con el dominio que en la modernidad ejerce la técnica sobre la experiencia, defendiendo la recuperación de la capacidad de mirar el mundo de otro modo, con asombro.

Para Fontán, el abismamiento es esencialmente una experiencia sensorial. El cine se presta de manera única para ella por su capacidad de concentrar la atención del espectador en la imagen y el sonido. Pero también se interesa por los problemas de la técnica y la alienación. Su interés se dirige, en este sentido, hacia los automatismos que se imponen en la vida cotidiana, en particular en tanto afectan nuestra capacidad de percibir el mundo. La adormecen, la entumecen, la atrofian. El abismamiento, en su cine, es una búsqueda de reanimar la sensibilidad del espectador.

Lo dicho con relación a Ortiz y Heidegger me llevan a una cita que encontré de Juan José Saer, de su novela póstuma La grande: “La nitidez sensorial provo­ca, provisoria, el olvido del abismo, permitiendo que se instale, casi en­seguida, la alegría, la agudeza, la fuerza”. Lo que da impresión de realidad por la claridad de la imagen, por tanto, se sostiene en lo contrario: el olvido del abismo que, siguiendo a Fontán, se abre en ella para una percepción no automatizada. 

Por lo que respecta a cómo ir de Ortiz a Saer, un posible camino es la tensión entre la apertura al mundo de la poesía del primero y la palabra que se cierra sobre sí misma en “la narración-objeto”, título de un ensayo del novelista. Esto es, para Saer, que la narración conforma una “construcción sensible”, opaca como las cosas, autónoma como “un cosmos dentro del otro”. Cuando parece que da una visión nítida del mundo es, como se dijo, por olvido del abismo.  

No hay citas explícitas en Sol en un patio vacío del Manual para sonámbulos. Pero el epígrafe me hace pensar en algo dicho en sueños por el personaje de la escritora en la película, aunque no la hayamos visto todavía ni sepamos, siquiera, que aparecerá: “Ella habla de un perro y una pata gastada de una mesa y una luz que se esfuma cuando la mirás”. 

Si la poesía de Ortiz es contemplativa, la experiencia del sonámbulo, o la sonámbula, pareciera ser lo opuesto. Se los ve andar en sueños con los ojos abiertos, pero ¿a qué? “Están dentro del mundo, pero están fuera del mundo”, escribió Peirano sobre los sonámbulos en su Manual... Contemplar a uno de ellos, o quizás a cualquier persona que duerme profundamente sin caminar dormida, es ver una imagen que pregunta por otra imagen, invisible, de ese otro mundo en el que está sumergida. Eso aporta otra clave, entonces, con respecto a las imágenes nítidas: aunque parezcan fragmentos de un mundo autónomo, cerrado sobre sí mismo, como sostiene Saer, puede percibirse en ellas un llamado de preguntas acerca de otro mundo invisible, fuera de este mundo. Esta sería la paradójica apertura de lo que cierra sobre sí mismo la nitidez.

Volviendo al cine, agregaría a estas referencias literarias la de las películas de las vanguardias por lo que respecta al interés de este cine por su materialidad, que en el caso de Sol en un patio vacío no es fílmica sino electrónica, la del cine que puede hacerse hoy con cámaras digitales pequeñas y de baja resolución. En esto Fontán se confronta aquí con los K que siguen sumando a su nitidez las imágenes del cine hegemónico. Van por cuatro, hasta donde sé, y la cuenta no para de subir.

Pero también percibo en esta película una respuesta crítica a la fascinación vanguardista por las máquinas, en particular en la experiencia con los medios de transporte y con la cámara misma. A Fontán también le interesa lo que es para los sentidos captar el mundo como si no se estuviera en él, porque se lo atraviesa a gran velocidad en un vehículo, o porque se lo contempla con una mirada artificial, que además guarda el recuerdo de lo visto en una “memoria” electrónica.


Dos

Hay una secuencia de Sol en un patio vacío que es ejemplo de cómo lo dicho con respecto al abismamiento y los viajes a gran velocidad se traduce en cine. Es la de un auto que corre por una autopista bajo una fuerte lluvia, en planos registrados desde el punto de vista del copiloto. 

No hay nada previo que permita identificar el tránsito como un viaje a alguna parte. La mirada y la escucha desacompañan la hipótesis del entendimiento acerca del avance hacia un destino. Se abisman, así, en la pura experiencia de percibir la vía, los autos, el paisaje, con la distorsión que produce el agua en el parabrisas y el registro que puede hacer la cámara, y el ruido de las gotas contra el vidrio y los limpiaparabrisas, las ruedas deslizándose sobre el pavimento mojado, el motor y el viento confundidos en una misma vibración. Ni siquiera se asoma con sentido claro el peligro cierto de un accidente de tránsito. 

Pero este abismamiento conlleva un progresivo extrañamiento de las cosas con respecto al que las mira. Lo dominante en esto es lo visual, pero el sonido contribuye a crear esta sensación cuando se va desacoplando sutilmente de la imagen. El parabrisas también es clave por analogía con la experiencia de lo que se presenta en una pantalla, cuya materialidad es puesta en evidencia por las gotas que distorsionan la visión. Las imágenes y sonidos, aún reconocibles como del recorrido por la autopista bajo la lluvia en el que los sentidos se abisman, se van transmutando así en un objeto cambiante de pura materia sensorial percibido a distancia. Lo fascinante de estas imágenes que transmiten una impresión de realidad es justamente lo que en ellas va pareciendo menos real.

Esta forma de procurar el extrañamiento podría recordar el cine de Antonioni. Sin embargo, es notable que la experiencia no sea terrorífica en Fontán. Yo interpretaría esto como una intención deliberada de apartarse de la angustia que acarrea la experiencia del abismamiento como una cuestión psicológica para devolverla al lugar en el que la ubica Heidegger. No es el de una problemática mental sino existencial, en el filósofo, y de la percepción, en el cineasta.

En la secuencia de la autopista, el parabrisas introduce un motivo central de Sol en un patio vacío, que es el cristal que separa al que mira de lo mirado. Abre la película a la exploración y abismamiento en las sensaciones que producen los reflejos. Se conjugan con los efectos del desplazamiento a gran velocidad, la distorsión que crea la poca luz y la función de extrañamiento del sonido en un largo plano filmado en el Subte (subterráneo), con un resultado más profundo por lo que respecta a la abstracción. Lo que conservaba, aun siendo borroso, algo de la impresión de realidad de la nitidez, se disuelve por completo en la materia de luz y sonido del cine.

Aquí se añade algo que también se convertirá en motivo: el reflejo de la cámara y el camarógrafo. El espacio de las cosas vistas y su contracampo, el de la mirada, se encuentran así en la orilla que es el cristal. Pero esto ocurre en planos en que los reflejos y la distorsión disuelven el espacio en una imagen bidimensional. La figura del observador se incluye, pero también se distancia porque el personaje no puede tener lugar en el no espacio. Lo mismo ocurre con el espectador. Es más clara la homologación del plano con la materialidad de la luz en la pantalla distante, como si fuera el lienzo de una pintura expresionista abstracta, cuando lo que se ve es también plano. 

Esto lleva a señalar una tensión formal en Sol en un patio vacío. Es la que hay entre estos planos, que van hacia lo abstracto y bidimensional, y aquellos en los que domina la nitidez y, por tanto, el espacio con volumen; no el abismamiento sino el adentramiento en las imágenes que transmiten la impresión de ser reales. El mejor ejemplo es un largo plano en el que la cámara, y se entiende que también el personaje, ya visto, que la manipula, camina entre árboles. El sonido del ambiente, que da la impresión de ser natural, refuerza la impresión de realidad. En planos como ese, con impresión de volumen, sin embargo, la eventual distorsión causada por la incidencia de la luz en la cámara –bien sea directamente o reflejada en superficies como la del agua– trae de vuelta, inesperadamente, el abismamiento sensorial, y crea el consecuente efecto de distanciamiento y aplanamiento de este espacio aparentemente “real”.

Otra tensión más importante entra en juego en los planos de aspecto tridimensional es la que crea lo que es visible con respecto a lo que no, pero parece que podría aparecer en cualquier momento, como llegado de fuera de ese mundo. Pongamos un ejemplo. En un plano podemos reconocer la figura de Peirano sentada en una silla en un patio. Pero es uno de los que tienen dos dimensiones, por lo que no causa la misma impresión de realidad. La tensión se plantea después, cuando vemos la silla vacía en cuatro planos de aspecto tridimensional que se suceden separados por cortes, lo que crea una expectativa de que ella reaparezca en la “realidad” de uno de ellos. Lo que cuenta es la capacidad que tienen estas imágenes de llevarnos más allá de lo que se percibe en ellas, como por efecto de una suerte de “fuerza de la necesidad” de que algo invisible se haga visible en ellas.

La película misma, en su desarrollo, desaparece y reaparece en inesperados fundidos en negro acompañados de un sonido como de que algo se apaga y silencio, salvo en el final, cuando el plano sonoro se mantiene. Esto me transmite una sensación de desconcierto e inquietud, pero a la vez me hace sentir de nuevo esa fuerza que reclama la reaparición de la imagen y el sonido. 

El desarrollo formal de Sol en un patio vacío se da sobre la base del “movimiento” que esta fuerza produce, que es como un parpadeo o palpitación, y que se conjuga con otro “movimiento”, quizás análogo al de una respiración, que es el ir y venir de la disolución del espacio en la bidimensionalidad a la recuperación de la impresión de volumen espacial en los planos. 
 

Estos movimientos tienen un correlato en el que se da entre la percepción y el regreso de lo percibido en la memoria. La cámara electrónica tiene un papel destacado allí. A diferencia del film, en el que la huella material de lo que el aparato “vio” permanece expuesto en los fotogramas fuera del tiempo de la proyección, aquí lo visto solo cobra forma cuando las máquinas lo “recuerdan”, como cuando la película se proyecta o corre en Youtube. Es una memoria de ese mundo, pero que no es visible entre las cosas del mundo, como la del cine fílmico. 

Un tiempo de esta película protagonizada por un camarógrafo es, por tanto, el tiempo de esta memoria de lo registrado. Pero hay que considerar también al otro personaje, a Peirano. Ella es protagonista del sueño en Sol en un patio vacío, por lo que dentro de este tiempo hay otro que puede proyectarse incluso hacia el futuro. La vemos dormida en un sofá como si hubiera olvidado su cuerpo al entregarse al sueño. La que duerme está en el mundo, pero es como si no estuviera en él, y en ella sentimos un arrastre hacia el tiempo de lo que no percibimos. Así como hay un abismarse en la experiencia del espacio en esta película, ocurre igual con el tiempo.

Si bien hay incluso un ritmo de la naturaleza –una “pulsación” más–, que es la alternancia de momentos de lluvia y de sol, no marca el transcurrir de un tiempo que domine. ¿Cuál es, entonces, el tiempo dominante en Sol en un patio vacío? Yo diría que el de una débil línea narrativa que, sin embargo, puede construirse con el trabajo de la imaginación del espectador: la de la relación entre el personaje que filma y la mujer filmada. 

El desenlace de esa historia es el gran plano general en el que se ve a lo lejos a los dos personajes juntos en un espacio “real” frente a la cámara y en comunión con el paisaje. Pero solo son siluetas a contraluz. La imagen, por tanto, posee la fuerza de las que llevan a otras imágenes por la necesidad de ver en ella lo que no se ve. Por lo que respecta a la historia, me da a entender también que la cámara ha sido abandonada al final por el personaje que la manipulaba, y con ella su mirada electrónica. Quizás fue puesta en manos de un desconocido en el plano anterior. Es lo que explicaría la presencia del tercero que graba allí a los dos personajes lejanos. 

Hay entonces un motivo que cobra relevancia por referencia a este final y también al título: el patio. En la cultura mediterránea, el patio es “un espacio vacío […] y abierto al cielo: a la lluvia al sol, a la luz”, escribió María Zambrano en un texto con el que di investigando para escribir esta nota. “De origen árabe [el patio] no puede por menos de simbolizar, creo, algo muy islámico, pero no extraño a la mente cristiana: la rememoración del paraíso terrenal”. 

En el mismo sentido simbólico pareciera apuntar lo visible en el plano final: Adán y Eva. Pero este plano visual desaparece y el sonido que sigue estando presente nos llama a lo que no vemos, a sumergirnos en la oscuridad de la imagen ausente en busca del mundo que no es su imagen.

Para entender este final hay que regresar, entonces, a la problemática existencialista del olvido, en particular por lo que respecta a la pérdida de la capacidad de percibir el mundo. Es difícil volver a un tema como este la actualidad, cuando se ha sofocado el terror que la alienación podía producir en los años sesenta, y el abismamiento parece estar entre aquello que automáticamente se dice que ya no podemos creer y que no tiene sentido volver a ello. Pero el cine cuenta con un débil poder redentor, y es el de producir experiencias que enfrenten este olvido y esta atrofia con imágenes y sonidos en los que se sienta un llamado a recuperar la capacidad de percibir. 

El problema con esto es que la debilidad de este poder es mayor cuando se trata de un cineasta de la periferia y que no filma con arreglo a las expectativas que hay con respecto a las películas latinoamericanas en los circuitos hegemónicos. Tampoco veo que su cine esté acompañado de una estrategia eficaz en el campo cinematográfico, lo que hay que atribuir a que la subversión se asume como una aspiración muy débil en el cine contemporáneo. La disidencia de Fontán de la hegemonía de la imagen nítida se expresa, por tanto, como una contradicción performativa que termina siendo trágica, a lo que también se debe su restringida inserción en el “cine de arte”.   

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