Nuestra película

Por Pablo Gamba 

El primer largometraje de la productora y programadora colombiana Diana Bustamante, Nuestra Película (Colombia, 2022), es otro trabajo de archivo que participa en el BAFICI, en este caso en la sección Políticas, fuera de competencia. Se estrenó en noviembre en el Zinebi, en Bilbao, donde ganó el premio a la mejor ópera prima. 

Nuestra película está basada en imágenes de la televisión nacional sobre un período de extrema violencia, con atentados y masacres, y las consecuentes protestas en Colombia. Corresponden a la llamada por algunos “década del terror”, entre 1984 y 1993, y que es conocida también como la “guerra” contra el cartel de narcotraficantes de Medellín, liderado por Pablo Escobar, que recurrió al terrorismo contra el Estado. 

Pero no se trata de una película sobre esos hechos sino sobre la manera como se los representó en la televisión. Usa las imágenes de ese medio de comunicación para confrontar su versión de lo que ocurría en el país con otra, la de quienes las veían, aterrorizados por ellas en sus casas, solos o en familia, a la hora del almuerzo o la cena, en los noticieros, como fue el caso de la realizadora cuando era niña. Esa es la razón del título. 

El mayor acierto de Bustamante es prescindir del discurso oficial ordenador de los hechos para poner de relieve lo contrario, el aspecto incomprensible y terrible que podía tener el desbordamiento de las imágenes de la violencia para quienes las recibían. En sus breves intervenciones como comentarista en voice over, la cineasta habla de lo que sentía al ver aquello que no podía entender. La respuesta al discurso oficial es un dominio de lo sensorial: la evocación de una atmósfera de desconcierto y espanto. 


En la conversación con el público, al final de la proyección, Bustamante definió correctamente el documental como una película de terror. Como es clave en ese género, aquello que causa el miedo debe tener un aspecto borroso al comienzo. Esto se traduce aquí en la extensión de la puesta en cuestión del discurso a las imágenes en las que se apoya mediante un rebasamiento de su función testimonial. 

Los procedimientos que Bustamante usa para ello son la ampliación y la repetición para indagar en las imágenes, cuyo resultado paradójico es poner de manifiesto su incapacidad de dar una visión clara de un atentado, por ejemplo, o del sicario detenido por haber cometido otro de esos crímenes o del pueblo que protesta en las calles. Aquello que podría explicar la violencia deviene así una presencia espectral que siempre está más allá de lo reconocible en lo que se ve y escucha. Son indicios de eso la borrosidad misma y la distorsión que procura poner de relieve la realizadora. 

En la parte final, en la que, según las convenciones de las películas de terror, el monstruo debería manifestarse claramente para que se pueda enfrentarlo y destruirlo, lo que ocurre es que las imágenes testimoniales confusas son reemplazadas por gráficos cuya claridad solo traduce visualmente los discursos. El monstruo queda más oculto que antes, escamoteado por una luminosa abstracción digital.

La película se presenta así como enfrentada con el discurso oficial de que la guerra terminó. Lo da a entender al final de una manera bastante clara aunque implícita, al confrontar al coro de niños que cantaba el himno nacional al comienzo y cierre de las transmisiones de un canal de televisión con su versión distorsionada, con las voces fuera de sincronización. Esto es: Colombia no puede reconocerse en sus representaciones oficiales y, por tanto, tampoco en un discurso de paz. Ocultos detrás de eso, los fantasmas de la violencia siguen siendo una realidad espantosa.


Esta indagación en las imágenes y las huellas sociales de la violencia no es una novedad en el cine colombiano. Entre los ejemplos muy diversos que me vienen a la mente están Pirotecnia (Federico Atehortúa, 2019), Impresión de una guerra (Camilo Restrepo, 215) y Cuerpos frágiles (Oscar Campo, 2010). Es también un campo en el que el cine documental cobra significación social y cultural como espacio para le revisión y la confrontación con las imágenes oficiales. 

En este contexto cinematográfico y político-cultural, un primer problema de Nuestra película es que su intención de apartarse de las versiones oficiales de la violencia no le impide caer, sintomáticamente, en un discurso como el de las ONG de derechos humanos. En la misma operación retórica que borra la lógica del enfrentamiento contra un enemigo poderosísimo de la sociedad, la película desenmascara la responsabilidad que siempre tiene el Estado, tanto por los crímenes de las fuerzas bajo su control como los que cometen los grupos que no logra someter a su autoridad. Aunque el terror parezca inexplicable, se entiende que el Estado existe para evitarlo. 

La dificultad que plantea esto es cómo se podría lograr que se cumpla por la vía de una lucha que se libra por los mismos canales institucionales del Estado para exigir la verdad y el castigo a las violaciones de derechos, y la resarción de la víctimas. En el único país de América Latina en el que eso parece haber funcionado de un modo significativo, que es Argentina, fue condición previa necesaria la derrota política de la dictadura cívico-militar genocida. 

Más allá de eso, la opción de la vía sensorial es también por sí misma problemática. Al igual que la indagación en las imágenes de archivo, no son sino lugares comunes del cine actual. Se han impuesto de una manera no necesariamente desinteresada, que descarta arbitrariamente su combinación con otros recursos. De diversos modos se podría intentar trascender la que aquí es una recuperación del terror que no lleva sino a traer de vuelta un oscuro miedo paralizante que no aporta otra cosa, salvo la fuga sintomática señalada hacia ese otro lugar común de los derechos humanos. El pasado que no ilumina de alguna manera el futuro no es más que un negro abismo. 

La propia película parece dar cuenta por sí misma del callejón sin salida de su estrategia. Si solo se trata de evocar la memoria del terror para confrontarla con el discurso de la paz, ¿qué podrían hacer colombianos ante el fantasma de la violencia si no es volver a temblar de miedo?

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