Cortos de Diego Murillo

Por Pablo Gamba 

El cine venezolano ha sido incapaz hasta ahora de producir un corpus significativo de obras críticas ‒ni tampoco apologéticas‒ de lo que ha sido para el país del régimen del “socialismo del siglo XXI” instaurado por Hugo Chávez y continuado por Nicolás Maduro. Para demostrarlo basta compararlo, por ejemplo, con el cine independiente cubano, por no hablar de otras cinematografías latinoamericanas con abundante producción duramente cuestionadora de los gobiernos de los partidos de derecha. 

Sin embargo, realizadores de la diáspora venezolana han desarrollado una obra importante por lo que respecta al tratamiento del tema de la migración. Llaman la atención estas películas porque han explorado opciones diferentes de los relatos espectaculares del cruce clandestino de fronteras, el tráfico de personas y la persecución contra los “sin papeles”. Han profundizado, en cambio, en aspectos psicológicos como la soledad, la tristeza y el miedo; la necesidad de reconfigurar la identidad o falsificarla, incluso; los inevitables fracasos, pero también la rabia y la rebeldía. 

También han tratado estas películas la fragmentación de la memoria, cuestionadora, junto con todo lo anterior, de los relatos épicos de los migrantes de los siglos XIX y XX. Igualmente las heridas abiertas por el alejamiento de la familia, los amigos y el país destruido que se dejó atrás, y una circunstancia novedosa contraria: la facilidad para mantener el “contacto permanente” con ellos que hoy da la tecnología, lo que crea una singular experiencia del espacio y del tiempo. Un antecedente que cabe traer a colación con relación a esto último es News from Home (1976), de Chantal Akerman, por lo que respecta a las cartas de su madre que recibe en Nueva York. 

Entre las obras que conozco de esta filmografía in progress están el largometraje precursor Desde afuera (2013), en el que Johan Pérez y Pedro Camacho recurrieron al autorregistro de sus experiencias por parte de un grupo de migrantes venezolanos; la “Trilogía de Venezuela”, como la ha llamado su realizador, Andrés Duque (Color perro que huye, 2001; Ensayo final para utopía, 2012, y Primeros síntomas, 2015); los cortometrajes Malembe (2020) y Puerta a puerta (2022), de Luis Arnías, codirigido el segundo por Jessica Sarah Rinland, y el corto Colección privada (2020), de Elena Duque. Sobre estas tres últimas he escrito en Los Experimentos

Están, además, los cortos Trópico desvaído (2016) y Levantamiento de una isla (2017), de Valentina Alvarado Matos; Aforismos del lago (2021), de Humberto González Bustillo, e incluso el thriller Upon Entry (2022), de Alejandro Rojas y Juan Sebastián Vásquez, que estuvo en el BAFICI y que también comentamos en este sitio web. 

A estos quisiera añadir aquí tres cortometrajes de Diego Murillo, un venezolano que emigró a los Estados Unidos, como Arnías: Antílope (2019), que fue seleccionado para la sección Noves Visions del Festival de Sitges; Tal vez el infierno sea blanco (2022), que recibió una mención en Lima Alterna, y Este no se mi reino (2021). 


Antílope es una pieza de terror breve y cuidadosamente trabajada que introduce el motivo psicológico principal de estas tres películas, el miedo. Allí se desarrolla mediante la evidente adaptación de tópicos del género, como el personaje de la mujer que experimenta el acoso, el ruido en la casa y el perro que la sigue. La fotografía en blanco y negro es clave para transmitir, también, una sensación de desazón. 

Pero más interesante es cómo comienza a cobrar forma otro motivo clave, el infierno, en particular en un plano en el que la protagonista abre las rejas de un sótano que están en el piso, en la vereda (acera en Venezuela). Desciende por unas escaleras de aspecto gótico, probablemente hacia el “inframundo” que es su lugar de trabajo. 

Son igualmente llamativos la construcción espacio-temporal, y otro motivo: la muerte. Lo del tiempo se centra aquí en la adaptación del cuerpo cansado y somnoliento a ritmos como el del transporte, por la angustia de llegar tarde, o la jornada de trabajo, con sus exigencias, esperas y pausas, y lo del espacio en los mensajes de Venezuela grabados en el buzón del celular. 

Es muy aguda la mirada de Murillo para dar a entender por qué no se los responde: son llamadas de un país y una familia en agonía. Llegan de un lugar de muerte inminente de la que la migrante ha huido para intentar seguir su vida, irónicamente, en un infierno.


Este no es mi reino está construido sobre la base de un contrapunto sonido-imagen: mensajes de voz en la contestadora y planos de labores en la cocina de un restaurante, en el que por el ruido del ambiente se entiende que los que trabajan son todos o en su mayoría “latinos” en los Estados Unidos. Un mensaje revela, además, que no es el único trabajo en Nueva York de un personaje que llama: el otro es en una tienda. Vale la pena pensar en el contraste de este espacio interior con la ciudad de News from Home por referencia a la experiencia de dos clases de extranjeros. 

Las demás llamadas, nuevamente, son relativas a situaciones de enfermedad y fallecimientos en Venezuela. En la representación del espacio del restaurante se destaca el fuego y un plano de imagen reflejada en una superficie quizás metálica, que le da un aspecto espectral. 

El motivo del infierno cobra un cuerpo más definido así, y se reitera, con referencia al lugar de trabajo, en un intertítulo que, sobre limbo negro, crea una pausa en el relato: “Estamos atrapados en el vientre de una máquina terrible”. Pero se conjuga con otros dos: la muerte y los fantasmas. Por lo que respecta a lo primero se hace sensación visual en los planos del interior del depósito refrigerado. Hace pensar en una morgue por referencia a las noticias que se reciben. 


En Tal vez el infierno sea blanco también confluyen los motivos del fuego y el frío, pero en el marco de una confrontación del país de los muertos con el infierno estadounidense que es visual. El blanco y negro que en Antílope se usa para Nueva York, representa aquí a Venezuela. 

Esta película se destaca, sobre todo, por la imagen fija de aspecto espectral de la parte que se desarrolla en ese país por las superposiciones y los otros efectos que la hacen borrosa. Es una representación que relaciona explícitamente la muerte con la pandemia del Covid-19, pero me hace pensar también en los reflejos fantasmales que son parte de la atmósfera de terror de La noche (1961), de Michelangelo Antonioni. Irónicamente, aquí no sería modernidad la causa del miedo sino la desaparición de lo moderno. 

El cortometraje está construido en torno a un mensaje grabado por el narrador en voice over. Hace referencia a un viaje de visita a Venezuela que se convirtió en un largo encierro por la cuarentena. Los planos espectrales hacen que parezca una historia de fantasmas, entreverada con los tiempos muertos de una cotidianidad detenida y con el protagonismo de ancianos “al borde de la muerte”, como dice un abuelo que el narrador cita. También es significativo cómo el espacio se descompone en una discontinuidad que tiene como referente una disolución de Venezuela. 

Al comienzo se introduce un elemento de ciencia ficción, porque el narrador relata, en 2070, recuerdos que relaciona con un poema de Luis Lapiña dedicado a Caracas. La variante distópica del género no abre un posible futuro distinto sino lo contrario: el presente se cuenta como el viaje a un pasado lejano, que además es al país de los muertos, como se dijo. 

Otro aspecto clave por lo que respecta al tiempo es una casa ubicada en un espacio rural, en una montaña. La electricidad allí es tan precaria que se va la luz durante una conversación sin que nadie le dé importancia. La escena se ilumina, en consecuencia, de un modo que recuerda las reuniones primitivas en torno a un fuego. 

En la fragmentación de la memoria también se disuelve a Venezuela. Si la película es como un viaje al pasado, no la encuentra allí. Los recuerdos de los abuelos se fugan hacia la España de la Guerra Civil. En la conversación frente al fuego, otro personaje cuenta que llegó, siendo adolescente, a un país que lo rechazaba por colombiano. El narrador da una imagen de la Venezuela en la que creció como “burbujas dentro de burbujas”, lo que no se corresponde con la conformación de un espacio que pudiéramos llamar “sociedad”. Es un país que nunca fue.

Una objeción que se le podría hacer a estas películas es que no pueden llevar al espectador sino a la parálisis al poner el acento en el miedo y representar a Venezuela como un problema sin solución, igual que la muerte. Pero hay que ver esto en el contexto de relatos como el mejor que se ha hecho hasta ahora en el cine sobre la crisis de este país, que a mi manera de ver es el de Érase una vez en Venezuela (2020), de Anabel Rodríguez. 

La cita del spaghetti western conlleva en ese documental una comparación de las elecciones de 2015 con un duelo de pistoleros en el que el gobierno chavista fue el perdedor, pero cayó como muerto todo un pueblo. Sin embargo, los relatos acerca de un enfrentamiento en el país son evidentemente rebasados por el deterioro de Venezuela. No arrojan luz porque el conflicto no ha devenido en guerra, como en otros países, pero la destrucción es semejante. Es un desastre que desafía no solo las explicaciones racionales sino incluso la capacidad de imaginación del cine. 

En las películas de Murillo, en cambio, se desanda ese camino con una escalofriante lucidez intuitiva. Se parte de los géneros del terror y la ciencia ficción, incluso, pero para derivar hacia lo experimental en un acercamiento a lo doloroso, y aún incomprensible, del país y su diáspora.

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