Esa casa amarilla


Por Pablo Gamba 

Esa casa amarilla (Argentina, 2021), de Valeria Ciceri y Marina Vota, es una singular película sobre el aborto. Aunque se hizo en el marco de la culminación del proceso que llevó a la aprobación de la ley que estableció el derecho a interrumpir el embarazo con asistencia médica y gratuitamente en hospitales públicos en Argentina, no es como Marea verde (Argentina, 2021), de Ángel Giovanni Hoyos, documental épico que siguió las manifestaciones que impulsaron esta conquista. Tampoco como el drama Vera Drake (Reino Unido, 2004), de Mike Leigh, ganador del León de Oro en Venecia y nominado a tres Oscar, con una heroína de la clase trabajadora como protagonista que ayuda a mujeres a abortar clandestinamente en los años cincuenta. 

Si las batallas por el reconocimiento de derechos pueden ganarse hasta por un voto en congresos o tribunales, más difícil es hacer frente a un tabú, y el aborto lo sigue siendo. Esto exige plantearse otras preguntas, y profundizar en la experiencia de la mujer que decide interrumpir su embarazo. Lo hacen las codirectoras aquí partiendo de su propia historia personal, puesto que las dos abortaron. Es significativo que parezca haber poca diferencia por lo que a esto respecta aunque Ciceri lo haya hecho en Italia, donde es legal desde 1978, mientras que Vota abortó en Argentina cuando aún era una práctica clandestina. 

Siendo coherente con lo anterior, el documental se inscribe en la modalidad reflexiva, que también se plantea como problema la representación de lo real. Se hace explícito en los comentarios que las realizadoras hacen como una metanarración sobre la manera como van construyendo la película, superponiéndola incluso como otra capa de voz en over. Pero, por obvio, esto es lo menos logrado de Esa casa amarilla y parece responder más a una exigencia de “modernidad” impuesta por el campo cinematográfico que a una necesidad orgánica. 

Más lúcida es la problematización implícita en la manera de filmar y sus transformaciones en el desarrollo del argumento. El mejor ejemplo son los planos dominantes, por su extensión y repetición, que son de recorridos en auto vistos desde el interior del vehículo. Presentan el relato como una constante búsqueda de aquello a donde quiere llegar. Las tomas son mayormente semisubjetivas hechas desde el asiento de atrás y con ambas realizadoras en cuadro. Establecen así la primera persona del plural, el punto de vista del “nosotras” en el relato. 



El proceso que hay con relación a la filmación de los personajes que dan testimonio también sigue inteligentemente una lógica de reflexión sobre las decisiones tomadas. De los cuestionamientos iniciales acerca de la distancia se llega así a la conversación en la intimidad de un grupo familiar. Pero esta “cercanía” se da en Italia, donde solo Ciceri puede participar plenamente porque es su familia y habla italiano. La exploración de las técnicas sigue con el que parece haber sido un intento de puesta en escena descartado, pero que dejó indicios reveladores en el vestuario de médicas que lucen las correalizadoras sin que se explique por qué. 

Todo lo que los personajes dicen queda implícitamente enmarcado de este modo en los tipos diferentes de “verdad” que se producen en las diversas situaciones en las que los personajes dan testimonio para la película. Hay una manera de contar las cosas en entrevistas y otra en las conversaciones. Es una advertencia con respecto a la aparente transparencia de sus palabras y gestos que reclama una lectura “entre líneas”, de lo implícito en los detalles. 

No es lo que se dice sino lo que cuesta decir lo verdaderamente revelador acerca de una experiencia que no deja de ser íntima y traumática en ningún caso. Lo reconocen las mismas codirectoras, que tardaron mucho tiempo en contarse eso aún cuando ya eran amigas. Los testimonios ponen en duda incluso el lugar común que enfoca el aborto como dilema moral. La discusión acerca de si el feto es un ser humano vivo o no parece no ser realmente relevante, al igual que el problema de tener hijos que no se pueden mantener. Lo difícil es otra cosa. 

En los testimonios se cuelan incluso fantasmas que desbordan terroríficamente lo expresado. El dibujo que una de las mujeres hace del lugar donde se hizo un aborto a mí me recuerda, por ejemplo, los de los que estuvieron en los campos de concentración de la dictadura cívico-militar de los setenta en Argentina. También el regreso al lugar del trauma del pasado en la entrevista que le hacen a una chica, muy joven aún, en el café al que fue después de haber abortado. 

Todos los relatos tienen, además, significativas lagunas, que son el aspecto clave que llama la atención sobre lo difícil de afrontar del asunto y el consecuente bloqueo. Ocurre incluso en el relato del aborto legal, lo que lleva a buscar otras explicaciones, más allá de lo que estaría claro por el rechazo social y la clandestinidad, en aquellos lugares donde aun es clandestino. 

Si el aborto está rodeado de esta atmósfera en todos los relatos, que siempre aflora a pesar de la diversidad de situaciones en las que se producen, debe venir de zonas oscuras de la psique y la cultura que la racionalidad científica, moral o política no ha podido iluminar. Esa casa amarilla da cuenta de eso y se ubica, en consecuencia, en una posición que es coherente y profundiza el abordaje de la interrupción voluntaria del embarazo como cuestión de salud. La protección del cuerpo y la vida de la mujer que decide abortar necesita estar acompañada por otra sanación más profunda, y para alcanzarla hay que buscar otras maneras de tratar el tabú que aún es el aborto, a pesar del progreso que significa su reconocimiento como derecho.

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