Tiza negra y La tara


Por Pablo Gamba 

El largometraje documental La tara (Argentina, 2022), de Amparo Aguilar, y el corto Tiza negra (Argentina, 2022), de Julieta Tetelbaum, son parte de La Mujer y el Cine. Es un festival que se presenta en Buenos Aires, en un país donde 20 % de las películas nacionales estrenadas en 2021 fueron dirigidas por mujeres. Es el nivel de subrepresentación que aún existe en Argentina. 

Tiza negra se destaca por su mirada, que calificaré de punk feminista a pesar del lugar común que es “punk”. Es una película en blanco y negro, lo que es un modo de transmitir una sensación de insipidez correlativa a una estética del desencanto y la rabia. La protagonista es una niña con síndrome de Down que vive sola. Desde esta posición triplemente disidente ‒por su género, su cuerpo y el nivel de desarrollo infantil que se atribuye a quienes son como ella‒, organiza su vida de un modo que le da un margen de libertad personal en el marco de la rutina que sigue para sobrevivir. En esta historia no realista, es como una persona cualquiera y tiene que trabajar. 

La estética punk se hace explícita en el aspecto ruinoso de la casa, que tiene un aire de hogar de okupa y en que la niña dibuja en la pared con tiza negra porque puede hacer lo que le da la gana. También se expresa lo punk en detalles del sonido, como el ruido que hace al tomar mate. 

Pero no es por esto que se destaca Tiza negra sino por tres aspectos que trascienden los lugares comunes. El primero es que la realizadora no se decanta por los rasgos físicos con los que el prejuicio identifica a las personas con síndrome de Down. Centra su mirada no en el rostro sino en el cuerpo ‒incluida su necesidad de desahogarse sexualmente‒ y en particular en las piernas, una de las partes del cuerpo de la mujer que más atrae a la mirada heterosexual masculina. Aquí, lo que revelan las piernas es la manera de ser diferente del personaje. 

Más importante es la secuencia de la ferretería en la que la chica trabaja. El contraste entre los planos más largos de la casa y la rápida sucesión de planos cortos de las cajas en las que se guardan las piezas metálicas en venta, transmite una súbita y cruda sensación de frialdad y fragmentación de la actividad comercial, a la cual el personaje es como ajeno porque no figura en ninguna de esas imágenes. Sí se la ve a la protagonista en el único plano general del interior, donde está también abstraída porque dormita rodeada de todas las pequeñas cajas. 

Es raro encontrar hoy representaciones de la alienación como problema, y esta es una que lo plantea. El recurso expresivo principal, además, es un montaje que recuerda una época de búsqueda de cambio social y en el arte, la de las primeras vanguardias del siglo pasado. 

El tercer aspecto destacado de Tiza negra es el cine dentro del cine. Ver películas es una de las cosas que le gusta hacer a la chica, además de dibujar y tocar música, pero también lo disfruta de un modo disidente. Una comedia de Chaplin sustituye la televisión que, en el mundo en que vivimos, vela el sueño de tantos en la intimidad de sus habitaciones, hasta los más pobres. 

El cine dentro del cine parece una imagen de resistencia en el contexto de esta ficción. Sin embargo, tiene el efecto de que desliza la historia del espacio de la lúcida reflexión crítica, mediante la transfiguración de lo real, hacia ese otro modo diferente de experimental el cine que es como soñar despiertos. La reivindicación de lo “infantil” es también aquí una paradójica utopía que mira hacia atrás, hacia la idealización de una parte de la vida. Es el paraíso en ruinas de una buena salvaje punk


En La tara también el cine es tema del cine y lo lúdico pareciera plantear igualmente una vuelta la infancia, aunque con personajes adultos. El documental tiene como eje la búsqueda de Tararira (1936), dirigida por el poeta franco-rumano Benjamin Fondane, que es considerada la única película surrealista argentina y que está perdida. Se debe a que en ella participaron los tíos bisabuelos de la realizadora, integrantes del Cuarteto Aguilar de laúdes españoles. 

La búsqueda es también, por tanto, un recorrido por la historia de la familia y del grupo musical, cuyos integrantes se fueron de España al exilio. Esto lleva la historia a los tiempos de la Guerra Civil y la posguerra, y también a la Revolución Cubana, por la amistad de un familiar de otra generación con el Che Guevara. Una de las integrantes del cuarteto era mujer, por lo que también se roza el tema de los comienzos del feminismo y la sexualidad disidente, inclusive. 

Son muchas cosas juntas para una sola película, y Amparo Aguilar plantea como forma de organizarlas un estilo que se apoya en la actuación y en la animación, junto con el uso habitual de material de archivo, entrevistas y narración en voice over. Es, sobre todo, un estilo cómico. 

Ahora bien, esto plantea un problema, porque los recursos de la comedia, junto con la representación en la película de su proceso de realización, conforman una retórica característica del falso documental y La tara no es un mockumentaryTararira no es una invención, como lo confirma el hallazgo de la banda sonora que se relata, ni tampoco es ficticio el Cuarteto Aguilar. 

Parece haber una posibilidad de resolver la cuestión con una cita de Glauber Rocha en la película: “La revolución es una estética”. En el estilo, que se supone inspirado por el surrealismo, habría la aspiración a darle un sentido revolucionario al relato histórico con el humor y la imaginación. 

Pero la frase se maneja en la práctica de un modo contrario al pensamiento del cineasta brasileño. No se trata de una estética revolucionaria sino de una historia en la que la revolución se estetiza de un modo posmoderno. Los hechos trascendentales del siglo XX caen bajo el dominio de un relato que busca por encima de todo ser entretenido. El gesto subversivo, “revolucionario”, no consiste en otra cosa que en despojar a la historia de su sentido histórico serio con ese fin.

Si el estilo cómico aporta un sentido en La tara es, por tanto, involuntariamente, como revelador por lo que respecta a la incredulidad que se atribuye a la “condición posmoderna”. Muestra que, si no se puede creer, es en parte porque reírse a toda costa es necesario para mantener el interés del público. Hay que hacer de cualquier cosa un chiste para eso, incluida la revolución. El miedo al aburrimiento, sin embrago, advierte que lo serio es siempre un peligro latente que amenaza el orden posmoderno, por más que se intente conjurarlo de una manera cómica.

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