Cette maison
Por Pablo Gamba
A pesar del nombre, Cinemigrante es un festival en el que las películas sobre las migraciones son cada vez menos en la programación. Lo que sí abunda son producciones de prestigiosas instituciones europeas, como Le Fresnoy.
Una excepción ha sido este año Cette maison (Esta casa) (Canadá, 2022), ópera prima de la cineasta canadiense de nacimiento y haitiana por ascendencia Miryam Charles. Se estrenó el año pasado en el Forum del Festival de Berlín y fue premiada como mejor película en Indielisboa y el Festival de Trinidad y Tobago. Charles compitió también en el Festival de Locarno con el corto Au crépuscle (Canadá, 2022).
Cette maison es una película relevante por la construcción del espacio, el tiempo y la lógica narrativa. Se asocia con traumas como los que motivan las migraciones, uno de ellos familiar y el otro concerniente a la nación. El primero es la violación y muerte en 2008 de Tessa, prima de la cineasta, a los 14 años de edad. Como Charles, era hija de una inmigrante haitiana. El crimen ocurrió en Bridgeton, ciudad de Connecticut, en los Estados Unidos. Tessa nació en otra localidad del mismo estado. El segundo trauma no pasó de ser un temor de los inmigrantes: el referéndum en el que fue derrotada la independencia de Quebec, provincia natal de la cineasta en Canadá.
Lo singular es que Miryam Charles afronta estos traumas con un relato que se acerca a la concepción chamánica del cine de Raúl Ruiz: un arte “de los poderes mágicos y el vértigo”, capaz de hacernos “viajar a un más allá donde habitan los fantasmas”. Hay que aclarar que se trata de una versión de lo chamánico recuperada por el orden de la producción de cine subsidiado por instituciones públicas. Lo que cuenta, sin embargo, es que el modo de narrar se distingue de los lugares comunes del cine sobre migrantes, así como se deslinda del “realismo mágico” planteado sobre la base de estereotipos culturales como los asociados al vudú, la religión popular haitiana.
El personaje principal de Cette maison es la mujer joven que Tessa no pudo ser y la relación de su madre con este fantasma, que siempre la acompaña. Se hace explícito que una actriz interpreta a la adolescente que murió. La puesta en escena también pone al descubierto el artificio de varias maneras muy claras para el espectador o espectadora. Pero no se trata de lo que en otros tiempos se llamaba “distanciamiento brechtiano” sino de atenuar la representación incierta propia de la modernidad fílmica y crear la posibilidad verosímil de que cualquier cosa ocurra en el relato.
El cineasta argentino Gustavo Fontán dice que hay cuerpos que dejan como una cicatriz en la imagen. Quizás igualmente los fantasmas, y por eso Charles, que también es directora de fotografía, recurrió al 16 mm para rodar esta película. Es como si las imágenes que se producen por impresión de la luz reflejada por lo real en el soporte fílmico probaran la existencia de la Tessa con la que su madre conversa. A esto se añade que la lógica narrativa del relato de los traumas y desplazamientos de la familia es como la de las narraciones orales que alteran inconscientemente el orden de los hechos para contarlos no como fueron sino como se necesita que hubieran sido. Veo en esto una conexión con otra cineasta latinoamericana: Lucrecia Martel.
En la construcción de los espacios se juega con lo tránsitos sin solución de continuidad entre aquellos que responden a la verosimilitud del cine y los que se reconocen como escenificaciones de teatro. En el caso de los primeros, hay un contrapunto entre la manera de encuadrar que se considera natural, por hegemónica, y recursos que expresan la experiencia de estar en un sitio y otro a la vez, característica de los migrantes. Hemos escrito sobre eso en Los Experimentos.
En el interior de la casa de la madre hay un jardín, lo que me transmite la impresión de que es en un lugar así, rodeada de sus plantas, que el personaje se siente en casa. Me refiere a la vegetación de Haití. A los funcionarios que la visitan por la muerte de la hija los atiende como si estuvieran del otro lado de la ventana, fuera de su mundo, en el no jardín que es el jardín real. Más sutil e irónicamente evidencia la distancia la constatación del orden del hogar por los visitantes. Lo consideran signo de recuperación del trauma aunque no perciben lo que expresa la sanación.
También es hermosa y significativa la representación de Haití de la hija de una migrante haitiana. Los que llevamos otro país en la sangre sin que hayamos nacido en él podemos reconocernos en las historias que nos cuentan, en las fotos que nos muestran y en los mapas. El recurso para transmitir esto es hacer de Haití una pantalla de cine dentro de la pantalla y el deseo un apuntar hacia ella como queriendo atravesarla para ir al lugar mítico del origen de la familia. Hay allí una linda playa en un pequeño pueblo pesquero, mucha vegetación tropical y una madre que camina por un sendero junto con su pequeña hija, que parece descubrir a la que imagina mirarla. Es el gesto que responde y completa la conexión buscada al señalar esa imagen de Haití con el dedo.
También hay en esa Haití algunas casas ruinosas. La única razón parecera ser el abandono. Creo que nos dicen así que un personaje como pudiera haber llegado a ser Tessa adulta, si decidiera instalarse allí, tendría que reconstruirlas y reconstruirse a sí misma para hacer suyo ese lugar. Esto pone de relieve que los hijos de inmigrantes no son de un país donde no nacieron ni quizás tampoco han vivido, ni tienen por qué “regresar” si no es su voluntad, aunque en casa hablen en criollo, coman típico y se sientan también haitianos. Esto es clave para que se entiendan sus traumas por ser quienes son, que no son los de Haití ni los de la generación de sus padres inmigrantes sino vinculados con la xenofobia que los persegue aun estando en su propio país.
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