Eureka

 

Por Pablo Gamba 

El contexto de un Festival de Mar del Plata que galardonó el cine en lenguas originarias con el premio a la mejor película de la Competencia Internacional a Kinra (Perú, 2023), de Marco Panatonic, es estimulante para el acercamiento a otra pelícua, que estuvo fuera de competencia: Eureka (Argentina, 2023). No solo porque es el sexto largometraje, nueve años después del anterior, de Lisandro Alonso, quien se convirtió en una de las figuras más importantes del nuevo cine argentino con el primero, La libertad (Argentina, 2001), sino por su mirada profunda a los personajes de los pueblos nativos que son protagónicos en ella.

Una novedad con relación a la filmografía del director es que, si bien continúa el desplazamiento del interés por el presente hacia el pasado y la apertura del realismo a lo fantástico de Jauja (Argentina, 2014) ‒y Viggo Mortensen vuelve a actuar‒, el cine de Alonso se expande aquí hacia una producción de más envergadura. Eureka inscribe entre las películas que parece que gustan tanto, y que se desarrollan en diversos lugares y épocas. Quizás sería mejor llamarlos “mundos”. 

Esto incluye el tratamiento paródico de tres géneros cinematográficos: en la primera parte el western, en la segunda el policial y en la tercera el drama social. También la recuperación del blanco y negro, y la relación de aspecto del cine clásico y la vieja televisión, en la primera parte; el formato 1,66:1 y colores de los setenta en la tercera, si el ojo y la memoria no me fallan. 

La parte inicial de Eureka es de un revisionismo irónico del género de la conquista del Oeste, inspirado en la violencia del spaghetti western y los westerns de terror. Comienza con una suerte de bienvenida del Sol por un indígena, pero pronto hay una desviación de la mirada hacia el desplazamiento de un pistolero por el desierto, en una carreta que conduce una monja siniestra. Lo que sigue profundiza en la caricatura por lo que respecta a la decadencia del pueblo sin ley, y la manera como el personaje de Mortensen se abre paso disparando más rápida y certeramente. 


La segunda parte se desarrolla como una representación del presente en una “reservación” del pueblo Siux, como llaman en los Estados Unidos a los territorios a los que relegaron a las naciones originarias con la colonización, y en los que se les reconoce cierta autonomía y derecho al autogobierno. Las atribuciones de la autoridad indígena incluyen las funciones de policía, lo que establece un contrapunto irónico con el fuera de la ley blanco del Oeste en la primera parte. 

Una de las dos protagonistas es aquí una oficial de policía que recorre la reservación en funciones al volante de un patrullero. Esto parece hacer de ella un personaje característico de Alonso, porque tiene un itinerario solitario por una zona del borde de la “civilización” durante una noche de invierno y con una nevada que hace que afronte las fuerzas de la naturaleza. El juego con cómo las figuras se disuelven en la iluminación nocturna hace que la travesía resulte incluso una lucha para no borrarse visualmente del mundo de la ficción cinematográfica realista.

Pero la mujer policía tiene también algo de autoparódico por las situaciones absurdas que atraviesa. Del misterio que rodea a los personajes de Alonso se pasa así a algo diferente, que me hace pensar en las películas de los hermanos Coen inclusive, Fargo (2014) en particular. El absurdo se debe a las dificultades que va encontrando en el cumplimiento de su tarea, y con las que tiene que lidiar sin compañía y sin que la autoridad policial de la reservación pueda darle el apoyo que ella pide por radio. 

 
La parte final imagina un mundo indígena de la selva, al margen del orden social dominante. Lo que distingue en particular a los personajes allí es la falta de solución de continuidad entre la experiencia de lo real en la vigilia y los sueños. Es un lugar común en la representación de las culturas originarias que encuentra una expresión cinematográfica mediante lentas disolvencias. 

La cuestión de la explotación capitalista se introduce irónicamente por medio del protagonista de esta parte, que huye sin explicación y con violencia de ese mundo idílico. Esta fuga insensata lleva al indígena a las minas ilegales de diamantes, a que lo exploten los llamados garimpeiros. Se va después de ese lugar ya no por obra de otro impulso interior misterioso sino de fuerzas externas. Es un giro que corresponde a su paso del mundo indígena al capitalismo.

Llama la atención cómo se conectan estos tres mundos en Eureka. Al comienzo de la segunda parte, el western que vemos en la primera se convierte en una película que se ve por televisión en la reservación indígena. De la segunda parte pasamos a la tercera siguiendo el vuelo mágico de un pájaro. Su factura como efecto visual digital es relativamente rudimentaria, lo que dudaría en atribuir a razones de presupuesto. Me recuerda la animación en stop motion de Ray Harryhausen, aunque admito que esto puede deberse a que el creador de los efectos visuales de La tierra contra los platillos voladores (1956) y Jasón y los argonautas (1963) es uno de mis cineastas favoritos. En todo caso, era una época en la que los trucos del cine se parecían a la magia. No eran realistas.

Los recursos de puesta en escena y narración de las transiciones disuelven la discontinuidad de las historias en la continuidad de tres mundos que son uno solo, que va cambiando. Se les añade la amalgama de colores, texturas visuales y relaciones de aspecto diferentes, lo que hace que la película también sea un viaje a través de una materia fílmica en mutación. Todo esto me lleva a pensar en una profundización en Eureka de la influencia que pudo haber tenido en Jauja Raúl Ruiz. Las transformaciones apuntan hacia lo chamánico del cine del realizador chileno.


Pero Eureka es también una película que me plantea problemas. El más importante es el peso que tiene aquí la concepción de los personajes como individuos enfrentados con su mundo, lo que homologa la caricatura del pistolero blanco de la primera parte con los indígenas de las otras dos. Esto me lleva de vuelta a la parte segunda, a su otro personaje principal: una joven profesora de básquet indígena que decide quitarse la vida del modo tradicional, con la ayuda de un chamán. 

El suicidio parece consecuencia de que no encuentra lugar en su mundo indígena moderno. Es un hecho que la tasa de los que se quitan la vida es elevada entre los pueblos originarios, y hay que vincularla con la experiencia semejante a una muerte en vida que puede ser consecuencia de la destrucción de su manera de vivir y de su mundo ancestrales por la conquista. El orden social dominante puede devolverles su territorio y darles cierta capacidad de autogobierno, pero esto se inscribe en la imposición de la forma de vida capitalista moderna sobre la originaria. Otros síntomas de esto son alcoholismo y la decadencia moral que se aprecian entre los personajes de la reservación, y el extraño comportamiento y la enfermedad del protagonista de la tercera.   
 
La cuestión es que la única resistencia indígena representada como forma de vida de una comunidad en la película es la de la tercera parte. Esto pone de relieve el carácter autodestructivo del individualismo del personaje que se separa violentamente de los suyos como un rebelde sin causa, además. Sin embargo, su muerte mágica lo homologa con la chica suicida, cuya decisión de quitarse la vida, en el contexto de la historia de la segunda parte puede parecer también una respuesta individual ante el absurdo de su mundo que afronta con claridad la oficial de policía. 

A contracorriente de la simpatía por los discursos en torno a la resistencia de los pueblos originarios, Lisandro Alonso apunta así hacia una identificación en torno al suicidio como decisión última sobre la propia vida y que conlleva afrontar a solas la muerte, como le dice el chamán a la chica. Si para nosotros, en la cultura occidental, el suicidio, como problema filosófico, se plantea por la convicción de que la vida carece de sentido, para los indígenas podría estar vinculado con la experiencia de vivir en un mundo sin sentido para ellos. Pero aquí el mundo cambia; hay una diversidad de mundos, como se dijo. La suicida también cambia. 

Esto es lo que trata de deslindar esta mirada del nihilismo. El problema es que Alonso incurre en una apropiación del pensamiento mágico que no puede convencer a nuesta razón, aunque lo despliega con el recurso retórico que es su compañía elegante en nuestra cultura, y que es la ironía. No tiene tampoco la rebeldía delirante, salvaje, con la que Ruiz combatía contra todo.   

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