Cine experimental y de vanguardia en Venezuela (1968-2015)

 

Por Pablo Gamba 

Nadie ha escrito una historia del cine experimental y de vanguardia de Venezuela. No parece posible hacerlo en la actualidad, dada la situación del país. Por esta razón, el acercamiento al tema no puede ser sino tentativo, preliminar. Diversos autores se han ocupado especialmente del cine Super 8 venezolano de los años setenta y ochenta, y del más destacado de los cineastas que surgieron de ese movimiento, Diego Rísquez. Sobresalen los aportes de Isabel Arredondo (2017 y 2011), dos de ellos en colaboración con dos coautoras (Arredondo, Arreaza-Camero y García, 2009 y 2010), y el número de los Cuadernos Cineastas Venezolanos de la Cinemateca Nacional dedicado a Rísquez (Valera, 2005). 

Otra obra del cine experimental y de vanguardia venezolano que ha despertado interés ha sido investigada también por Arredondo: el dispositivo Imagen de Caracas (1968) (Arredondo, 2016; Arredondo y Azuaga, 2017). Pero es Marisol Sanz la que ha escrito el que sigue siendo el artículo más relevante sobe el tema (1996), basado en la tesis de grado que hizo junto con Ramón Lafée Santana y Gerardo Yanowski (1991). 

No se ha publicado todavía un ensayo importante sobre el cine de animación de José Castillo. Es otro realizador experimental venezolano cuyas películas han vuelto a llamar la atención por ser una de ellas, Kimono (1992), parte de la muestra itinerante latinoamericana Ismo, ismo, ismo. También figuran allí filmes de Rísquez y de Rolando Peña, artista y cineasta del movimiento del Super 8.

Otra obra destacada del cine experimental y de vanguardia realizada en el país es el cortometraje ¡Basta! (1969) de Ugo Ulive. Ambretta Marrosu escribió sobre él en Cine documental en América Latina, editado por Paulo Antonio Paranaguá (Marrosu, 2003). 

Este trabajo es un intento de poner Imagen de Caracas¡Basta!, el movimiento del cine Super 8 y la obra de José Castillo en relación con su contexto histórico nacional. Se busca así formular una hipótesis para precisar el significado de “cine experimental” y “cine de vanguardia” cuando se les añade “venezolano”. 

La escogencia de las obras, autores y movimientos fue hecha sobre la base del reconocimiento de su valor por críticos, historiadores, curadores y jurados. La selección para Ismo, ismo, ismo fue considerada determinante por su actualidad y por la inclusión de las obras en una suerte de canon latinoamericano. Forman parte de esa muestra, además de Kimono, las películas venezolanas Bolívar, sinfonía tropikal (1981), Orinoko, nuevo mundo (1984) y Amérika, terra incógnita (1988) de Rísquez; La cotorra II (1979) de Peña, y La guerra sin fin (I’m Very Happy) (2006) de Zigmunt Cedinsky.  

En el intento de poner las obras en relación con su contorno se seguirá a Pierre Bourdieu y su teoría de los campos sociales. Para este autor hay una diversidad de espacios sociales de relaciones conflictivas y de autonomía relativa de cada uno con respecto a los otros. Son los campos. Puede haber un campo de las artes, con sus reglas, autoridades y criterios de valor propios. Individuos y grupos cuya posición depende del capital que tienen luchan en ese campo para obtener, conservar o aumentar su capital económico, simbólico y social. También puede haber un campo cinematográfico distinto del artístico, con otras exigencias de capital cultural de formación para ingresar y otros requisitos de capital económico para poder realizar las obras.
 

¡Basta!

Quienes intervienen en los conflictos de los campos cinematográfico o artístico, como en cualquier otro campo social, lo hacen siguiendo estrategias de conservación o subversivas para mantener o cambiar la distribución del capital, respectivamente. En el primer caso, se trata de defender las posiciones conquistadas. 

Las estrategias subversivas son características de quienes tienen poco o ningún capital. Generalmente son jóvenes u outsiders que pierden poco con la apuesta de cuestionar lo establecido y a los que dominan el campo, y tienen mucho que ganar si conquistan el capital simbólico del reconocimiento, y su arte pasa a conformar un nuevo patrón de lo válido y lo valioso. 

El cine experimental y de vanguardia es inherentemente subversivo. Pero hay que aclarar que las dos cosas no significan lo mismo. La vanguardia se propone lograr un cambio en el campo cinematográfico o artístico, tomar el poder allí con un arte nuevo y contribuir así a una transformación social (Albera, 2009). Su subversión tiene el carácter confrontacional del que se deriva su nombre, que es un término político y militar. 

El significado de “cine experimental” se ciñe a la ruptura con los lenguajes establecidos y el planteamiento de alternativas, por lo que respecta a la búsqueda formal (Mitry, 1974). Es una estrategia subversiva, como toda ruptura con lo dominante, y el vanguardismo presupone la experimentalidad. Pero no necesariamente ha de estar acompañada de la actitud confrontacional de la vanguardia, ni ha de aspirar al poder. 

A esto hay que añadir otro criterio de definición de lo experimental, que es la ruptura con el modo establecido de producción (Sánchez-Biosca, 2004). La estrategia subversiva se dirigiría en este caso contra la manera de producir y hacer circular las películas del cine hegemónico. Pero solo sería subversión si el cine experimental se desarrolla en el campo cinematográfico. No necesariamente ocurriría en el campo del arte, donde Siegfried Kracauer (1989) ubica este cine. 

Hechas estas aclaraciones con respecto al enfoque y los conceptos fundamentales, podemos entrar en el tema: Imagen de Caracas¡Basta!, el cine experimental en Super 8 de los años setenta y la obra de José Castillo, en relación con su contexto histórico. El período 1968-2015 se debe a que la primera fecha fue la de realización de Imagen de Caracas y la última el año que José Castillo fue consagrado con el Premio Nacional de Cultura, mención Cine. Pero también a que Venezuela ha cambiado profundamente a partir de 2015, y ha dejado de ser una democracia con un Estado de abundante riqueza petrolera. 

Una ilusión de expansión democrática

En el contexto del cine experimental venezolano hay un factor determinante: el papel del Estado como mecenas de las artes en el régimen democrático establecido luego del derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, en 1958. El país era entonces uno de los mayores exportadores de petróleo del mundo y fue fundador de la OPEP en 1960. Los ingresos por este concepto permitieron la creación del Instituto de Cultura y Bellas Artes (Inciba) en 1965. 

Eran tiempos de hegemonía del arte geométrico, y en particular del cinetismo. Su novedad, su relación con el progreso tecnológico y su aspecto apolítico lo asimilaban a un ideal de país en desarrollo. Por ello dominaba el espacio público e institucional, mientras que había resistencia a otras formas de arte (Carvajal, 1996). 

Con el Inciba comenzó una política gubernamental para integrar a las instituciones de la democracia a los artistas e intelectuales de izquierda que habían simpatizado o simpatizaban con la lucha armada contra el sistema, que se libraba desde 1961. Esos artistas disidentes formaron dos importantes grupos culturales vanguardistas cuando se produjo la ruptura que derivó en la guerrilla: El Techo de la Ballena y Tabla Redonda. 

Estos dos grupos atacaban a la democracia y a su cultura desde posiciones en los márgenes del campo artístico, y el primero se destacó por confrontar la racionalidad geométrica hegemónica con el magma del informalismo y el subconsciente del surrealismo, y el “progreso” urbanístico con una representación de la ciudad moderna que resaltaba sus contradicciones y su violencia. Otra disidencia importante era la de la intelectualidad de las universidades. Por su autonomía, se constituyeron en centros de pensamiento y activismo de la izquierda. 


Orinoko, nuevo mundo, de Diego Rísquez

Uno de los ensayos de integración de los artistas de izquierda al sistema fue Imagen de Caracas, realizada cuando se debatía continuar o poner fin a la lucha armada, que había continuado durante el gobierno de Raúl Leoni (1964-1969). El colectivo que la creó fue liderado por Jacobo Borges, quien hacía una pintura neofigurativa social y políticamente crítica, y estaba vinculado a El Techo de la Ballena. Había recibido el Premio Nacional, entre otros galardones en el país y en el extranjero, a pesar de su posición disidente con respecto al Gobierno y el arte hegemónico, pero se encontraba alejado de la pintura para dedicarse a las artes escénicas, experimentando con los nuevos medios, incluido el cine. 

Imagen de Caracas fue financiada por la Municipalidad de la ciudad con motivo de su cuatricentenario, que se había cumplido en 1967. Fue un monumental dispositivo multipantallas y de integración de las artes al cine. Funcionaba en un galpón de 27 metros de altura, construido a tal efecto sobre una superficie equivalente a una hectárea. En su interior fueron instalados 8 proyectores de cine de 35 mm y 48 proyectores de diapositivas. Colgando del techo había cubos que se desplazaban vertical y horizontalmente, y que podían unirse y formar pantallas de hasta 10 metros de alto por 22 de ancho. También podían sobresalir de la superficie para crear efectos de tridimensionalidad y distorsión en las imágenes proyectadas. 

La experimentación incluía la narrativa que comenzaba a desarrollarse para los dispositivos multipantallas, los cuales se habían convertido en una atracción a partir de la Exposición Universal de 1967 en Montreal. Se proyectaban segmentos cortos de película, con una jerarquización de las imágenes presentadas en las diversas pantallas para evitar la confusión. 

Las proyecciones estaban acompañadas de una narración poética de Adriano González León, escritor de El Techo de la Ballena que ese año ganó el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral por la novela País portátil. También se escuchaban fragmentos de documentos históricos. La voz era la de Salvador Garmendia, otro novelista que fue parte del Techo. Además, había una música grabada, compuesta para Imagen de Caracas, y tocaban grupos de rock. 

Imagen de Caracas incluía la participación de actores que interpretaban personajes de los filmes. Se desplazaban por entre la gente incluso en motos y a caballo, interpelando al público y haciéndolo participar. Eran parte de la ambientación fotografías y obras de artistas plásticos. No había butacas. Los asistentes permanecían de pie y podían recorrer libremente el dispositivo, a lo largo de una serie de rampas. 

El propósito declarado de los cineastas y artistas que hicieron Imagen de Caracas fue experimentar con las posibilidades del espacio y de la relación de espectador con él (Borges y otros, 1968). La obra fue llamada “dispositivo ciudad”, debido a la intención de que el público la recorriera de manera análoga a como un ciudadano anda por la urbe moderna. Los cubos, las imágenes proyectadas en ellos y otros diversos recursos “callejeros” eran utilizados para crear esa ambientación, especialmente en los intermedios, cuando no se llevaban a cabo las proyecciones. 

Pero la obra también fue una respuesta crítica a los espectáculos multipantallas de propaganda del Gobierno, como Conozca a Venezuela, presentado en la Exposición de Montreal, o Imagen de Venezuela (1968). Lo que se sabe del material exhibido y expuesto en Imagen de Caracas, así como de las intervenciones de los actores, apunta hacia la confrontación del discurso oficial desarrollista de la democracia con una representación contradictoria y violenta de la ciudad, puesta en relación con un pasado y presente de explotación y represión, pero también de luchas populares. Se trataba, además, de derribar la concepción del multipantallas como costosa inversión del Gobierno en un dispositivo de comunicación institucional, para hacer de él parte de una nueva forma de arte. 


Safari, de José Castillo

Cabe preguntarse por qué Borges y los de su grupo asumieron este proyecto con una estrategia subversiva. No se trata simplemente de una cuestión “política”. Plegarse a un objetivo de propaganda del Gobierno hubiera significado un daño para su prestigio, mientras que lo contrario lo hizo aumentar considerablemente. El hecho de que la Municipalidad aportara el capital económico era un estímulo para arriesgarse experimentando con tecnologías novedosas, y adicionalmente estaba el poder que pondría un monumental proyecto como ese, que solo el Estado o una gran empresa privada podían financiar, en manos de vanguardistas con aspiraciones de instaurar un arte nuevo y de contribuir así a un cambio social. 

Sanz considera que había una coincidencia entre los objetivos de los creadores del dispositivo Imagen de Caracas y lo que propondrían Fernando Solanas y Octavio Getino en el manifiesto Hacia un Tercer Cine (1969 [1988]). Se trataría en ambos casos de experimentar en función de una propaganda política subversiva eficaz y de convertir al público en participante, transformando el cine en “cine acto”. Los dos cineastas argentinos venían de realizar La hora de los hornos (1968), que se convirtió en la obra paradigmática del compromiso de la vanguardia estética con la vanguardia política revolucionaria en América Latina. El documental, realizado clandestinamente, había sido premiado en Mérida, en Venezuela, y fue exhibido –y censurado– en la Cinemateca Nacional, en la capital mismo el año de Imagen de Caracas

Pero lo escrito por Borges y su grupo aclara que la experimentación con el espacio era la voluntad dominante y no la que le atribuye Sanz. Un cine radicalizado de agitación es lo que Borges haría al convertirse en uno de los impulsores del “cine urgente” (1969-1977). Se trató de un Tercer Cine adaptado a la realidad de la Venezuela democrática, vinculado al Partido Comunista, para entonces vuelto a la legalidad, y al recientemente fundado Movimiento al Socialismo (MAS) (Cisneros, 1997). 

¿Qué esperaban, entonces, los creadores de Imagen de Caracas del poder del arte nuevo que ponía en sus manos el dispositivo para contribuir a un cambio social? Una hipótesis, sobre la base de los testimonios que se tienen de la obra, es que la libertad dada al público podía expresar un anhelo de expansión del alcance del régimen democrático desde la perspectiva de izquierda de los artistas. 

Quizás podría atribuirse también ese sentido a la búsqueda de un “nuevo espacio”: una metáfora de la apertura a la verdadera democracia a la que aspiraban. Estaba contextualizada con referencia a un pasado de represión y de luchas por la liberación. Al invitar al público a ser parte de la obra, Imagen de Caracas lo haría sentirse partícipe de esa historia y de la consecuente aspiración a una transformación del espacio político y social. Era una meta que se perseguiría por algún tipo de acción política, aunque ya no por la guerrilla. 

Pero el dispositivo fue clausurado el 31 de agosto, poco más de dos meses después de que fuera presentado, el 22 de junio. Gabriela Rangel (2016) lo atribuye al rechazo a su versión de la historia de Venezuela, que como se dijo era confrontacional. Si la Municipalidad había sido tolerante al abrirles esa puerta a los disidentes políticos, hay que recordar que lo hegemónico era entonces el cinetismo y que los multipantallas institucionales eran muy diferentes. Por tanto, lo que crearon Jacobo Borges y su grupo les habría parecido algo insólito, que no podía ser considerado sino propaganda subversiva de militantes de los partidos ilegales de izquierda y no de artistas que la ciudad pudiera contratar para realizar una obra pública. 

El capital cultural, en términos de capacidad profesional de sus creadores, también fue puesto en entredicho por la continua solicitud de recursos adicionales, debido a problemas para calcular el presupuesto y por una serie de fallas en la proyección (Sanz, 1996). El intento de integración culminó así en desencuentro, por incomprensión de unos e indisposición de los otros a hacer propaganda oficialista.

Al amparo de la autonomía universitaria 

¡Basta! fue realizada al amparo de la autonomía universitaria. Figura entre las primeras ocho películas del Centro de Cine Documental de la Universidad de los Andes (ULA). Esa dependencia, luego llamada Departamento de Cine, fue fundada como consecuencia del encuentro de cineastas latinoamericanos que se llevó a cabo en Mérida en 1968, organizado también por la ULA. Paralelamente se realizó en la ciudad la muestra de documentales en la que fue premiada La hora de los hornos.


Intento de vuelo fallido, de Carlos Castillo

El director de ¡Basta!, Ugo Ulive, era un uruguayo que había filmado películas experimentales en su país y que se destacó como figura del teatro. Llegó a procedente de Cuba, donde se había radicado y había hecho cine en el Instituto Cubano de Arte y Cultura Cinematográficos (ICAIC). Decidió quedarse en Venezuela por descontento con las nuevas políticas culturales del gobierno revolucionario (INAC, 2012). También, seguramente, porque le ofrecieron trabajo en la ULA y le dieron libertad de creación. 

El Centro de Cine Documental adoptó una línea institucional acorde con su condición universitaria: el uso del cine como herramienta de investigación con el fin de contribuir a la superación de la dependencia y del subdesarrollo. El rector, Pedro Rincón Gutiérrez, la definió así: “Realizar una amplia indagación en la compleja realidad venezolana desde sus más variados aspectos (…), tarea encaminada a proporcionar una visión más clara de lo que es Venezuela, que contribuya a rescatar a nuestro país del subconocimiento, clara expresión de una situación de dependencia” (citado en Aray, 1997, p. 230). 

La búsqueda de “una visión más clara” coincide con la misión testimonial atribuida al documental por Fernando Birri al crear en 1956 el Instituto de Cinematografía de otra universidad latinoamericana, la del Litoral, en Santa Fe, Argentina. Se debía al poder que consideraba que tenía el cine de combatir las representaciones falsificadoras y escamoteadoras, y de ayudar a cambiar la realidad mostrándola tal como es (Birri, 1988).

¡Basta! es una película que pareciera responder a los fines del Centro de Cine Documental. Se trata de la investigación de un problema de la Venezuela petrolera: la alienación, en sus múltiples aspectos. Pero el film trasciende la misión testimonial del documental para intentar también explicar las causas de los problemas, denunciar al imperialismo como culpable y plantear un compromiso político con la solución. Estaba en línea con lo debatido en el encuentro de Mérida en torno a la necesidad de superar lo que había propuesto Birri (Ortega, 2016), y que había encontrado en La hora de los hornos su alternativa más contundente. 

De allí la importancia del montaje de inspiración soviética en ¡Basta! El sonido se une al dispositivo de contrastes visuales para plantear la lucha armada como la cura de la enfermedad de la alienación. La confrontación de la música ruidista con los sonidos de la naturaleza, que acompañan la aparición en pantalla de los insurgentes, avanzando por la selva y atacando al Ejército, metafóricamente los representa como una suerte de anticuerpos con los que el organismo social se defiende del germen invasor. 

El título viene de una frase de Fidel Castro que se escucha al comienzo: …“esta gran humanidad ha dicho ‘¡basta!’ y ha echado a andar”. El plano inicial del guerrillero encendiendo una hoguera apunta también en este sentido, al igual que las palabras que se escuchan al final: “Hay que seguir peleando”. 

Da la impresión de que la película se sitúa así en el campo de la agitación y propagada revolucionaria del que pronto iba a llamarse Tercer Cine, por sus recursos experimentales puestos al servicio de ese objetivo. El montaje, por ejemplo, también parece obedecer a la intención confrontacional vanguardista de sacudir violentamente al espectador, lo que es una manera de entender la palabra “agitación” en un sentido literal. Con ese fin, Ulive recurrió al registro de autopsias, que además son una metáfora de la indagación que la película hace en los problemas del país. La destrucción de los cuerpos puede causar un terror que funcionaría como estímulo para provocar una reacción en el espectador  ‒si es que no resulta de eso un miedo paralizante, habría que decir‒. Sería una respuesta del organismo que lo lleve a sentir y a entender la necesidad vital de la violencia de la lucha armada para cambiar la sociedad. 

Pero lo que plantea ¡Basta! es aún más complejo, y expresión de una autocrítica que apuntaba a la izquierda, el cine militante y la propia universidad. La posición del realizador se acerca en eso a la tesis que habría de formular en 1971 un rival de Solanas y Getino en los debates del nuevo cine latinoamericano: Glauber Rocha. Opuesto a poner las películas al servicio de la propaganda, Rocha defendería en Eztetyka do sonho (1971 [1981]) un cine “lanzado a la apertura de nuevas discusiones” (p. 217). 

Pero tampoco ¡Basta! es eso otro, sino que intenta ser las dos cosas a la vez: un nuevo tipo de cine que sea propaganda revolucionaria, en tanto crítica y superación del cine testimonial a través de la opción del compromiso militante, pero también crítica revolucionaria de la propaganda. Esto último está planteado por el agresivo acoso de la cámara a uno de los pacientes del hospital psiquiátrico, al cual persigue. Es algo que no parece tener justificación, ni como recurso para indagar en lo real ni para comunicar el mensaje revolucionario. 

La problematización señala su objetivo al final cuando la cámara adopta la perspectiva de los guerrilleros que disparan al Ejército, una analogía que se remonta a la prehistoria del cine con el fusil fotográfico de Marey. Llama a preguntarse si la violencia será realmente la respuesta del organismo social que busca curarse del germen imperialista, o un síntoma más de la misma enfermedad que se manifiesta en el sadismo del camarógrafo en el psiquiátrico. Igualmente interroga la película los llamados a la violencia de La hora de los hornos, como en el que hay en el intertítulo en que se lee: “Un pueblo sin odio no puede triunfar”.    

No sólo la guerrilla y el Tercer Cine son cuestionados de esa manera. Las preguntas que plantea el film se extienden a investigaciones como las promovidas a través del cine por la ULA. La violencia de la destrucción de los cuerpos en las autopsias y la persecución de los enfermos mentales se refieren a los métodos científicos del conocimiento que producen las universidades. Eso incluye las películas: los cortes a los cadáveres pueden ser una metáfora del montaje, y la tosca manera de coserlos de la sutura que se lleva a cabo, a través del texto, en un documental como La hora de los hornos, que no abre sino cierra las discusiones. 

¿Por qué Ulive hizo de este proyecto universitario una obra subversiva de tales características? Pues porque el capital económico arriesgado era de la institución y porque, si tenía éxito, representaba la oportunidad de aumentar su prestigio como cineasta. Era también la posibilidad de hacer el cine revolucionario que quería con libertad y fondos públicos.
 

La cotorra II, de Rolando Peña

¡Basta! es, por todo lo expuesto, la película más trascendente entre las que se hicieron en las universidades públicas venezolanas en aquella época. No sólo fue en la ULA que se aprovechó la autonomía para eso. Ocurrió en la Universidad Central (UCV), con Jesús Enrique Guédez como figura destacada, y La Universidad del Zulia había creado su Centro de Cinematografía un año antes que el de Mérida. Ulive filmó dos películas más en la ULA, entre las que se destaca Caracas dos o tres cosas (1969). Allí experimentó con el contrapunto de un collage de fragmentos de un noticiero radial popular e imágenes de la cotidianidad que recuerdan a ¡Basta! 

Pero la democracia no fue tolerante con la disidencia de las universidades, en las que se desarrollaba un movimiento estudiantil vinculado a los focos similares de agitación de 1968 en todo el mundo. Al año siguiente fue allanada militarmente la UCV, con la excusa de la subversión. Posteriormente fue intervenida y se reformó la Ley de Universidades. 

En 1970 Ulive renunció a la ULA por la reducción del presupuesto del Departamento de Cine, que solo pudo rodar ese año tres cortos, uno de ellos titulado La autonomía ha muerto, de Donald Myerston. En 1971 fue cerrado temporalmente y trasladado de Caracas a Mérida. 

Si tanto ¡Basta! como Imagen de Caracas se inscribieron en estrategias de subversión dirigidas hacia la institucionalidad, la confrontación vanguardista que planteaban en el campo del arte y con el poder del Estado fue reprimida indirectamente por el Gobierno nacional en el primer caso, como parte de las medidas tomadas contra las universidades, y directamente por la censura de la Municipalidad de Caracas, en el segundo. El camino para conquistar el poder con un nuevo arte y crear una sociedad nueva no podía recorrerse en las instituciones gubernamentales con una actitud semejante, identificable con una facción política en lucha armada contra el sistema democrático establecido.             

De la vanguardia a la transvanguardia

El cine experimental en Super 8 venezolano surgió en condiciones políticas, económicas y sociales diferentes de la década anterior, y en un clima cultural que también era otro. Las elecciones de 1973, que ganó Carlos Andrés Pérez, quien gobernó de 1974 a 1979, consolidaron el régimen de alternancia en el poder de socialdemócratas (AD) y socialcristianos (COPEI), sin que ningún candidato presidencial de otro partido pudiera superar el 5% de los votos hasta 1993. Esa nueva situación, unida a la reincorporación de la mayoría de la izquierda a la política legal y la reducción de la lucha armada a una dimensión incapaz de perturbar la estabilidad, amplió los márgenes de tolerancia cultural de la democracia. 

Fue también una década en la que se multiplicó rápida e inesperadamente el precio del petróleo como consecuencia del conflicto en el Medio Oriente, a lo que siguió la nacionalización de la industria. Si la prosperidad había permitido antes la difusión del cine Super 8 doméstico, con la formación de una asociación de aficionados, la publicación de una revista y concursos en la Cinemateca Nacional, en los años setenta la riqueza del Estado aumentó considerablemente y también los recursos públicos para las artes. 

En 1975 fue fundado el Consejo Nacional de la Cultura (Conac). La expansión del Estado en esta área comprendió también la apertura en 1973 del Museo de Arte Moderno Jesús Soto de Ciudad Bolívar –llamado así en homenaje al más importante artista venezolano del cinetismo–, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas en 1974 y la Galería de Arte Nacional en 1976, entre otras instituciones. 

La mayor tolerancia de la democracia y su interés en expandir la cultura, como muestra del progreso del país en todos los ámbitos, pusieron fin a la hegemonía del cinetismo, con lo que cristalizaba la apertura a la diversidad de las corrientes del arte internacional y se abrían las puertas para la búsqueda de lo nuevo en el arte venezolano. Se realizaron en el país de exposiciones que ampliaron el acceso al conocimiento del arte universal, desde Duchamp, Bracque y Picasso hasta artistas conceptuales como Christo, Victor Burgin y Hans Haacke, y se otorgaron becas para que venezolanos viajaran a hacer estudios de arte, principalmente a Estados Unidos y Europa. Todo eso estuvo acompañado de una revisión de los criterios de programación de las instituciones para dar cabida a artistas nacionales de varias generaciones (Carvajal, 1996). 

Una de las influencias que se recibieron del extranjero y que resultó determinante para el arte nacional en este contexto, fue la transvanguardia italiana. Se trata de un movimiento de pintores que se caracterizó por el rechazo del arte militante y por la crítica de la vanguardia, a la que confrontaron con la proclamación del fin de la coacción hegemónica de la búsqueda de lo nuevo y respondiendo a ella con el arte del pasado, traído de vuelta al presente por medio de la cita.

La transvanguardia aspiraba a una originalidad fundada en la especificidad nacional, en contraposición al internacionalismo vanguardista (Guasch, 2001). No obstante, hay en esa búsqueda de originalidad una manera de responder a la demanda de lo nuevo en el campo del arte, a pesar de la denuncia de esa “coacción”.    


Electofrenia, de Julio Neri

Los artistas del cine experimental en Super 8 venezolano formaron parte del movimiento de arte conceptual que siguió a la apertura iniciada en los setenta. Fueron los introductores en la producción nacional de un arte que al principio fue llamado “no convencional” (Valera, 2005, p. 14), lo que es expresión de que las autoridades del campo artístico lo percibían como rupturista. Eran artistas multidisciplinarios, cuyo trabajo abarcó la plástica, la fotografía, la danza, el teatro experimental y el performance, además del cine y posteriormente el video, y que realizaron instalaciones, eventos y acciones, además de películas. 

La presencia en las obras de los símbolos patrios y la iconografía patriótica, aunque tuviesen como inspiración la transvanguardia italiana, era un vínculo con el país fácil de percibir. La denominación “no convencional”, sin embargo, sugiere que este arte no lograba ser comprendido en Venezuela. 

Los antecedentes se remontan a la década de los sesenta, y entre ellos estaba Imagen de Caracas. Pero, a diferencia de los creadores del dispositivo censurado en 1968, la estrategia de subversión de los nuevos artistas triunfó. A pesar de la resistencia inicial que afrontaron, lograron vencer la incomprensión, cambiaron la idea que las autoridades artísticas tenían del arte nacional y conquistaron en consecuencia las galerías, los museos y las salas de cine culturales, además de calles y plazas, a las que también llevaron su arte. 

Ello se debió a que eran subversivos pero a la vez pragmáticos, actitud que Víctor Guédez (1999) atribuye a la transvanguardia. El pragmatismo fue el correlato exitoso de la progresiva apertura de las instituciones, y consistió en un cambio de actitud frente a las estructuras de poder que les hizo a aceptarlas y evitar enfrentamientos estériles que obstaculizaran su ascenso, cuando llegó el momento de la apertura. Llevó a los artistas a hacer lo posible en lugar de perseguir lo imposible. 

En el caso de los que utilizaron el cine Super 8 en sus obras y filmaron películas, el pragmatismo también significó recurrir a una tecnología casera que era accesible para su escaso capital económico y cultural, en términos de formación técnica profesional. La experimentalidad de este cine se deriva de la consecuente ruptura con el modo de producción hegemónico, a lo que se añade para su exhibición el uso de proyectores distintos de los del cine comercial. Las rupturas formales de cada cineasta estuvieron vinculadas, también, al uso del Super 8 y al no haber estudiado cine ni aprendido en una industria. 

La estrategia de subversión pragmática de los artistas del movimiento del cine Super 8 les dio acceso a los espacios consagratorios públicos y privados de Venezuela desde mediados de los setenta. Rolando Peña, por ejemplo, había sido parte underground neoyorquino. Fue organizador de un grupo llamado The Foundation for the Totality y participó en películas de Andy Warhol, el puertorriqueño José Rodríguez Soltero y el chileno Jaime Barrios. Pero su primera exposición individual en Venezuela, Santería (1975), fue en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, y en 1985 presentó El petróleo soy yo en el Museo de Bellas Artes. En 1977 la Sala Mendoza, perteneciente a una de las principales fundaciones del sector privado, le abrió las puertas a Diego Rísquez. 

Políticamente, la opción predominante entre los que integraron el movimiento del Super 8 fue distinta de la evasión característica de la transvanguardia: se decantaron por hacer obras críticas de la sociedad y del sistema democrático. Lograron triunfar también, por tanto, asumiendo una posición novedosa: la de artistas ciudadanos, creadores de un arte cívico (Arredondo, 2017, p. 93). Si fueron aceptados por el Gobierno es porque no parecían políticamente subversivos ni lo que hacían se percibía como propaganda. 

Entre las principales preocupaciones cívicas de este cine experimental estuvo la pérdida de la identidad nacional, en medio de la expansión vertiginosa del consumo por la riqueza petrolera (Arredondo, Arreaza-Camero y García, 2009). Un ejemplo es Bolívar, sinfonía tropikal (1981), largometraje rodado y exhibido en Super 8, en el que Diego Rísquez cristalizó una indagación en torno al patriotismo que marcará su cine posterior. 

Les preocuparon, además, los cambios urbanos brutalmente acelerados. La cotorra II (1979) de Rolando Peña, por ejemplo, trata de la destrucción de la ciudad por el “progreso” urbanístico. Electofrenia (1979), de Julio Neri, es una muestra del interés en un problema de la democracia: las mercantilización de las campañas electorales. 

El agotamiento que los superocheros veían en los radicalismos políticos les llevó a decantarse por vías como el humor, que es lo predominante en estas dos películas, o por la alegoría en los largometrajes de Rísquez. Pero también expresaron la desesperación visceral del que siente la necesidad de cambio, pero no encuentra respuestas para los problemas de la sociedad. Es actitud cercana al undigrundi brasileño, al que Robert Stam llamó “cine suicida” (Johnson y Stam, 1995, p. 315). Un caso es el cortometraje Hecho en Venezuela (1977) de Carlos Castillo, quien fue también fue un refinado humorista. 

La cristalización del Super 8 como movimiento se produjo con la celebración un festival internacional en Caracas entre 1976-1989, que por primera vez puso un evento del país en un lugar destacado de un circuito internacional del cine. Así como galerías y museos fueron conquistados por el arte “no convencional”, la Cinemateca Nacional fue “tomada” por este cine y por su festival (Arredondo, 2017, p. 99). 

Al mismo tiempo se iba formando en el campo cinematográfico un poder en el que se instalaron otros cineastas nacionales. A partir de 1973 habían comenzado a alcanzar éxitos de taquilla las películas del “nuevo cine venezolano”, como fue llamado en el título de un libro de José María Aguirre y Marcelino Bisbal (1980). El “boom” fue iniciado por Cuando quiero llorar no lloro, producida y dirigida por un joven mexicano, Mauricio Walerstein, hijo de uno de los más importantes productores del cine de México: Gregorio Walerstein. Llegó al segundo lugar entre los filmes más taquilleros ese año en Venezuela con la fórmula de un cine de autor independiente “de características industriales” (Molina, 1997, p. 76). 

Este nuevo poder de los cineastas cristalizó en 1981, como consecuencia de una larga lucha gremial y de la intervención de Estado. Los realizadores de las películas del nuevo cine venezolano no solo lograron que el gobierno de Luis Herrera Campins (1979-1984) dispusiera la creación del Fondo de Fomento Cinematográfico (Foncine), sino que además le confiriera autonomía, y les diera la potestad de ser parte de la toma de decisiones sobre los créditos y subsidios. Eso significaba el reconocimiento oficial de su capital cultural como profesionales y empresarios independientes de la industria del cine, dueños de una competencia que había quedado demostrada por el éxito de sus películas. 


Bolívar, sinfonía tropikal

Los que formaban parte del movimiento de cine experimental en Super 8 eran reconocidos, en cambio, como artistas-cineastas que recurrían una tecnología de uso doméstico o de aficionados. Pero trascendieron esa clasificación cuando en 1981 la Quincena de los Realizadores se abrió por primera vez a este formato. Ese año participaron en esa sección del Festival de Cannes Bolívar, sinfonía tropikal y dos cortometrajes de Carlos Castillo: TVO y Uno para todos, todos para todos

En 1982 volvió a presentarse en Cannes el largometraje de Rísquez, inflado a 35 mm. En 1984 estuvo Orinoko, nuevo mundo, del mismo realizador, rodado en Super 8 pero exhibido en el formato comercial, y en 1988 Amérika, terra incógnita, su tercer largo, filmado en 16 mm. El cortometraje Sopa de pollo de mamá, de Castillo, fue seleccionado para la Quincena en 1982 y participó también en Cannes el corto Faces de John Moore. 

Todo significaba un súbito incremento del capital simbólico de los realizadores experimentales venezolanos en términos de prestigio internacional. El panorama que se abría entonces al cine nacional hizo que las aspiraciones de inserción institucional de los cineastas del Super 8 se orientaran también en esa dirección. 

Pero, porque provenían del campo artístico, usaban ese formato, y estaban desprovistos del capital económico y cultural de formación que el campo cinematográfico exige a los cineastas, la apuesta de llevar a las salas comerciales sus películas era subversiva. Se trataba de un cine diferente del que había llegado al poder en Foncine y que parecía poder hacerlo cualquiera. 

Julio Neri fue el primero en conseguir acceso a los cines con Electofrenia, pero el hecho de que se tratara de un documental sobre un tema trascendental para el país, como las elecciones, pudo haber incidido en que no fuera percibido como un producto extraño y llegara a 10 605 espectadores cuando se estrenó comercialmente, en 1979 (CNAC, s. f.). 

Algo diferente ocurrió con Diego Rísquez, quien había hecho Bolívar, sinfonía tropikal con un propósito también didáctico. Aspiraba, en consecuencia, a que alcanzara una difusión como la del nuevo cine venezolano porque estaba basada en los cuadros oficiales de la Independencia, ampliamente conocidos en el país por figurar en los libros escolares, aunque la narración estuviera desprovista de diálogos, y las actuaciones se basaran en el performance y no en la teatralidad televisiva con la que la mayoría del público estaba familiarizado.     

El inflado de esta película a 35 mm, así como la decisión con respecto al formato de su siguiente largometraje, dan cuenta del pragmatismo de Rísquez. En lugar de plantearse un enfrentamiento inútil, inició un proceso de adaptación a los requerimientos técnicos de la exhibición comercial, procurando mantener la ventaja económica de rodar en Super 8 y sin desvirtuar tampoco un estilo que planteaba una confrontación estética con el nuevo cine venezolano. 

También negoció la propuesta inicial por lo que respecta a la incorporación a su equipo de profesionales como el cinematógrafo Andrés Agustí, el montajista Leonardo Henríquez y el sonidista Stefano Gramitto en Orinoko, nuevo mundo, y los dos primeros y Francisco Ramos en el sonido en Amérika, terra incógnita. En este último film recurrió a la modelo internacional venezolana María Luisa Mosquera para uno de los papeles principales, el de la Princesa Europea, en una estrategia de explotación del erotismo cercana a las del nuevo cine venezolano. Sin embargo, las otras dos películas de Trilogía americana tampoco tienen diálogos y están basadas igualmente en la imagen: citas de la iconografía de la Conquista, los mitos indígenas y exploraciones científicas, en Orinoko, nuevo mundo, y de la pintura barroca en Amérika, terra incógnita.   

Foncine se resistió a ese cine rupturista por lo tocante a la forma y el modo de producción, y tardó en reconocer al realizador como un profesional digno de confianza para otorgarle recursos, pese a los intentos de Rísquez de adaptarse. Aunque Bolívar, sinfonía tropikal recibió un premio en el Festival de Mérida, además de haber sido seleccionada para Cannes, y tuvo otra ayuda del Estado para su inflado a 35 mm, el fondo no le dio el dinero que pidió para Orinoko, nuevo mundo

El crítico Julio Miranda, que formó parte de la comisión que estudió las solicitudes, contó que fue considerada un capricho (citado en Valera, 2005, p. 27). Pero sí tuvo que ser tenido en cuenta para los estímulos a la calidad que otorgaba la institución por los premios recibidos. Los progresivos cambios introducidos por Rísquez en su cine también dieron finalmente fruto, y Foncine terminó por darle un crédito para que hiciera Amérika, terra incógnita

El movimiento venezolano de cine experimental en Super 8 se extinguió al año siguiente del estreno de esa película. La causa principal fue el progresivo desplazamiento del formato fílmico por el video como tecnología destinada al uso doméstico y amateur, lo cual a partir de entonces impidió que se siguiera teniendo el acceso que lo popularizó en el país. 

También fue 1989 el año en que la crisis económica, que se inició en 1983 y que se fue agravando durante toda la década, tuvo como respuesta el “ajuste” y la sustitución del intervencionismo estatal por políticas económicas liberales. Ambos cambios fueron hechos por la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez (1989-1993), que en febrero de su primer año afrontó disturbios cuya represión causó una de las peores masacres en la historia de América Latina, el Caracazo. Aún no se ha precisado el número de muertes, pero hay cálculos que ascienden a miles.

En 1992 el gobierno de Pérez fue desestabilizado por dos intentos de golpe de Estado y terminó siendo destituido por el Congreso. Las condiciones económicas y sociales del país se deterioraron, y el bipartidismo se acabó en las elecciones de 1993. Pero no es posible saber si estos pudieran haber bastado para poner fin al movimiento experimental si no hubiera sido tan determinante su relación con el formato fílmico. 

La fragilidad de José Castillo

Los comienzos de la obra de José Castillo fueron en los años setenta, como los del movimiento del Super 8. Pero a diferencia de ellos trabajó solitariamente en la periferia del campo artístico, desprovisto de capital económico y cultural, por lo que se refiere a la formación, a lo que se añadía una serie de características personales que limitaban su capital social e incluso afectaban su prestigio como artista. 

José Castillo fue uno los cineastas de América Latina que realizaron filmes experimentales de animación inspirados por Norman McLaren. Hacía cine sin cámara, dibujando directamente sobre película de 35 mm, raspándola con diversos instrumentos o interviniendo material encontrado. Sin embargo, hay algo que diferencia a los latinoamericanos: no contaron con el apoyo de una organización estatal como el Instituto Cinematográfico Canadiense. En el caso de José Castillo, eso se refleja en los resultados, que además de la artesanalidad de McLaren muestran su pobreza de medios materiales, la precariedad de su formación autodidacta y su aislamiento.

Es poco lo que se sabe de la vida de este cineasta y prácticamente ninguna crítica se ha escrito sobre su obra, que comprende alrededor de 30 cortometrajes (Pinent, 2017). Pero sobre esta base también puede atribuírsele una estrategia subversiva pragmática, cónsona con su posición en el campo, y una aspiración a ser artista ciudadano como las del movimiento del Super 8. 

Las películas experimentales de José Castillo fueron hechas siempre con la ilusión de llegar a los niños venezolanos con obras que se confrontaran con la hegemonía industrial, aunque su propio carácter artesanal lo hiciera imposible en la práctica. En su primer corto, Conejín (1975), creó un personaje que se repite en otros filmes, a la manera de la animación industrial, e hizo adaptaciones de cuentos venezolanos siguiendo el ejemplo de las historias adaptadas por Walt Disney, pero de un modo que planteaba una ruptura con ese cine. 


La guerra sin fin (I'm Very Happy)

Como artista cívico, José Castillo se ocupó de temas difíciles de cuestionar por las instituciones. El mejor ejemplo es su reiterada defensa de la paz en términos abstractos como los de Vecinos (Neighbours, McLaren, 1952). También por su preocupación por la cultura nacional fue un cineasta cercano a los del Super 8. Ejemplos son la adaptación de La cucarachita Martínez y el ratón Pérez de Antonio Arráiz en La cucarachita (1987), y el tema de la Cruz de Mayo en Fiesta (1987). 

Natura (2001) está dedicada a la naturaleza venezolana, lo que se conjuga con su mirada sutilmente irónica a la fauna importada en Safari (1995). También hizo filmes sobre figuras del arte nacional como Reverón (2005), sobre Armando Reverón, y Cinético I (2000) y Cinético II (2000), sobre Jesús Soto y Carlos Cruz Diez. 

El reconocimiento que José Castillo ha alcanzado en Venezuela podría considerarse análogo al de un artista ingenuo. Siguiendo a Bourdieu (1995), se presenta como “el contrario absoluto” del cineasta “que se las sabe todas” (p. 366), lugar que en el campo cinematográfico venezolano corresponde colectivamente a los reconocidos como profesionales. 

Su redescubrimiento en el país hay que atribuirlo a la Cinemateca Nacional, en cuyo programa de mano se publicó en 2012 el único texto sobre su obra que Antoni Pinent cita en el libro que acompaña a Ismo, ismo, ismo. También a la Villa del Cine, otra institución del Estado, que realizó el documental Los sueños de José Castillo (2018), dirigido por Luis y Andrés Rodríguez. Pero en el otorgamiento del Premio Nacional no puede dejar de percibirse la estrategia político-cultural del gobierno de Nicolás Maduro de confrontar su figura de artista que, por “ingenuo”, vendría a ser “del pueblo”, con el profesionalismo que da legitimidad al poder que aún ejercen los cineastas y que continúa dándoles participación en la asignación de recursos públicos. 

Sigue sin saberse con precisión cómo José Castillo llegó a hacerse conocido fuera del país, además de enviando sus películas por cuenta propia a festivales. Pero, por lo que respecta a la relación que se sabe que estableció con McLaren, la misma confusión y falta de información evidencia la irrelevancia nacional que tuvo ese reconocimiento por parte de una de las figuras más importantes del cine en la historia. 

A manera de conclusión 

Los cuatro ejemplos comentados en este ensayo conforman una aproximación limitada y parcial al tema. Fueron escogidos con un criterio discutible, y de ellos no es posible extraer conclusiones extensivas al cine experimental y de vanguardia venezolano en su conjunto, salvo en calidad de hipótesis. Faltaría agregar, sobre todo, el videoarte, que no ha recibido atención por parte de los críticos e historiadores del cine nacional por su inserción en el campo artístico. 

La literatura crítica y la historiografía, sin embargo, llaman la atención sobre el vacío que da la impresión de rodear a las obras aquí comentadas, al menos por lo que concierne estrictamente al cine. Es una oscuridad de la que eventualmente emergen películas aisladas, como La guerra sin fin (I’m Very Happy) (2006) de Zigmunt Cedinsky (seudónimo de Cedismundo Quintero). 

Que desde los ochenta no se conozca un movimiento de cine experimental semejante al Super 8, o algún conjunto de obras y realizadores destacados, identificados como experimentales por la crítica, salvo los del videoarte, parece ilustrativo de que en Venezuela el cine rupturista, cuando no logra conquistar un espacio en las instituciones estatales, se dispersa o se pierde en un underground que ya no constituye lugar de resistencia y ataque, como pudo serlo hasta el “cine urgente”, sino de pura intrascendencia y fracaso. Pero aún así puede ocurrir que el Estado lo redima, como ocurrió en el caso de José Castillo. 

Por tanto, si en estos ejemplos se ha encontrado algo en la relación con el contorno social que contribuya a precisar el significado de “cine experimental” cuando se le añade “venezolano”, la hipótesis a la que se llega aquí, a manera de conclusión, es que se trata de las estrategias subversivas dirigidas a la integración en las instituciones del Estado mecenas de la democracia petrolera. Las posibilidades de éxito o de fracaso de esas estrategias han estado vinculadas, en los casos vistos, a los diversos grados de apertura y de cierre del Estado frente las expresiones artísticas. 

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Esta es una versión corregida de un artículo que se publicó en La Fuga.

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