El nuevo cine venezolano y la legitimación de la cinematografía nacional

 

Por Pablo Gamba 

El estreno de Cuando quiero llorar no lloro en 1973 significó el comienzo de un cine nacional por primera vez capaz de atraer espectadores en cantidades significativas con regularidad en Venezuela. Alfonso Molina (1997) sostiene que la película dirigida por el mexicano Mauricio Walerstein, basada en la novela homónima de Miguel Otero Silva (1970), fue “el primer gran encuentro entre el cine venezolano y su público natural” (p. 76). Llegó al segundo lugar de las que más ingresos obtuvieron por taquilla ese año (González, Pino y Vilda, 1976). 

Después se estrenó La quema de Judas, dirigida por Román Chalbaud, que quedó de cuarta entre las más taquilleras en 1974, mientras que Crónica de un subversivo latinoamericano, de Walerstein, que se radicó en el país, llegó al séptimo lugar en el primer semestre de 1975. En 1976 y 1977 hubo tres películas nacionales entre las diez de mayor recaudación en Caracas y su área metropolitana (Estadísticas de la industria cinematográfica, s. f.). 

A estos éxitos de taquilla siguió el otorgamiento de los primeros créditos del Estado para financiar la producción de largometrajes de exhibición comercial en 1975 y 1976. Fue una decisión que se tomó en el marco del alza sin precedentes de los precios del petróleo, principal fuente de ingresos del país, que se produjo en 1973 por el conflicto en el Medio Oriente. 

Los datos, sin embargo, no aclaran por sí mismos por qué Molina llamó al estreno de Cuando quiero llorar no lloro “punto inicial” del cine nacional (p. 76). Las cifras de taquilla tampoco bastan para explicar por qué el Gobierno tomó la decisión de fomentar este cine con créditos. 

Son estas las preguntas que trataré de responder en este ensayo, donde defenderé la tesis de que lo que ocurrió en el período que comenzó en 1973 fue la legitimación del cine nacional. Siguiendo a Pierre Bourdieu, esto significa que por primera vez recibió el reconocimiento de una o varias instancias con la autoridad necesaria para legitimarlo, aunque esto tampoco por sí mismo aclara cuál o cuáles instancias fueron. Plantearse estas preguntas es importante para aclarar lo venezolano de este cine nacional. Cada sociedad puede legitimar su cinematografía de maneras diferente, acordes con su singularidad y los momentos en que da este reconocimiento. 


La estrategia de los cineastas 

La estrategia con la que los cineastas alcanzaron la legitimación del nuevo cine venezolano tuvo un aspecto comercial y otro político-cultural. Aclaro que también uso “estrategia” con el sentido que tiene en la teoría de los campos sociales de Bourdieu. Debo subrayar, por tanto, que puede desbordar las intenciones conscientes o explícitas de los agentes. Las estrategias se conforman según “disposiciones socialmente constituidas” (Bourdieu, 1971 [2002], p. 107) o habitus, y las relaciones objetivas que se dan en un campo en particular y uno que los comprende a todos, a pesar de su autonomía relativa: el campo de poder. Para alcanzar la legitimación o la consagración, hay que entregarse al juego propio de estos espacios y seguir sus reglas. 

Volviendo al nuevo cine venezolano, sus realizadores eran directores de películas en cuya producción independiente también participaban. Esto los diferenciaba de los coproductores nacionales de películas extranjeras y de las producciones de las empresas de servicios o distribuidoras de cine venezolanas. También de los que hacían películas en las universidades.

Para describir su estrategia en su aspecto comercial, tomo como referencia Cuando quiero llorar no lloro porque se convirtió en modelo que siguieron otras películas venezolanas de la época para aspirar al éxito de público. La fórmula consistió en la adaptación de temas políticos y sociales del país al tratamiento que se les daba a cuestiones análogas en un cine extranjero que era taquillero en Venezuela, por una parte. Con el mismo fin fue también una búsqueda de homologarse, en la medida de lo posible, con las películas que se tomaron como modelos internacionales en cuanto al estilo y los valores de producción. Son las “características industriales” que Alfonso Molina (1997) atribuye a los filmes del nuevo cine venezolano (p. 76). 

Aunque Cuando quiero llorar no lloro trataba de parecerse al cine extranjero por el uso de película en color, equipo Panavision, cámara lenta y efectos especiales, mejorar los aspectos técnicos fue importante después para este intento de homologación. La contratación de personal con trayectoria internacional para la fotografía, montaje y sonido de algunas películas, a partir de cuando comenzaron a otorgarse los créditos del Estado, es reveladora de esta búsqueda. 

Las películas independientes también recurrieron a un grupo de actores nacionales a los que los productores atribuían capacidad de atraer espectadores, como lo indica su participación en los papeles principales de varias películas. Entre los más destacados estuvieron Miguel Ángel Landa, Orlando Urdaneta y Asdrúbal Meléndez, y entre las actrices Hilda Vera. Parte de la fórmula de su éxito fue también hacer de ellos actores reconocibles como de cine, en lo que los productores seguían la tendencia de la época a confrontar las películas con la televisión. 


Orlando Urdaneta e Hilda Vera en El pez que fuma

En cuanto a los modelos extranjeros del nuevo cine venezolano, el primero fue el que Ambretta Marrosu (1979) llama “cine político espectacular europeo” (p. 29), cuya figura emblemática es Costa-Gavras. La narración de la historia del guerrillero que muere a manos de los torturadores después de una acción que fracasa, una de las tres que se relatan en Cuando quiero llorar no lloro, apunta en esta dirección aunque su fuente está en la literatura nacional. Se percibe tanto en el tema político como en el juego formal del montaje, característico del estilo del cineasta franco-griego, en el que domina la claridad narrativa clásica con toques de un modernismo sutil. 

Esto será más evidente en Crónica de un subversivo latinoamericano, que relata el secuestro de un agregado militar estadounidense por la guerrilla en 1964 y se estrenó tres años después de Estado de sitio (Francia-Chile, 1972), de Costa-Gavras, basada en un caso similar en Uruguay. También se juega con sutileza con el orden cronológico de los hechos de la ficción en el montaje de este film venezolano, a cuyas falsas entrevistas se les puede encontrar referencias en otra figura del cine político espectacular europeo, el italiano Francesco Rosi. 

La quema de Judas (1974), primera película del nuevo cine venezolano de Chalbaud, es otra que parece seguir a Costa-Gavras, en la adaptación al cine del personaje investigador de la obra de teatro homónima de su autoría. La empresa perdona un momento de locura (1978), la tercera película de Walerstein en Venezuela, está basada en la obra de teatro venezolana del mismo título de Rodolfo Santana a la que también se le puede encontrar una referencia en el cine político espectacular: La clase obrera va al paraíso (Italia, 1971), de Elio Petri. 

Los filmes sobre la guerrilla conforman el que podría identificarse como primer ciclo del nuevo cine venezolano, y la dinámica de la fórmula se evidencia por las significativas variantes que hubo en otras películas dentro de la unidad que les da el tema político. Una consistió en poner en relación el pasado del protagonista en la guerrilla rural con su situación en la ciudad, en el presente histórico de la Venezuela de los setenta, como ocurre en Sagrado y obsceno (Román Chalbaud, 1975) y Compañero Augusto (Enver Cordido, 1976). Otra, en remontarse a la Guerra Federal del siglo XIX para darle un contexto histórico familiar, nacional y local a la formación del guerrillero, en País portátil (Iván Feo y Antonio Llerandi, 1979). La quema de Judas le dio un giro temprano al tema al cambiar el foco de la guerrilla a la policía, cuya corrupción es sinécdoque de la podredumbre del régimen contra el que algunos tomaron las armas. 

Pero el ciclo de los guerrilleros se agotó en tres años. El regreso del personaje en País portátil se enmarcó en un ciclo diferente, de películas históricas, que se inició con Fiebre (Juan Santana, 1976) y continuó a razón de un estreno por año con Se llamaba SN (Luis Correa, 1977) y El Cabito (Daniel Oropeza, 1978). Esto demuestra también la capacidad que tuvo el nuevo cine venezolano de renovarse para mantener el éxito. 


Crónica de un subversivo latinoamericano

En 1976 hubo un cambio más importante en la fórmula con Soy un delincuente. La película de Clemente de la Cerda tenía un antecedente en otra de las historias en montaje paralelo de Cuando quiero llorar no lloro, la del delincuente que se fuga de la cárcel. Sin embargo, no solo no sigue el modelo del cine político espectacular europeo por lo que respecta al estilo sino que incluso choca con las normas que definen lo considerado profesional en el cine. Expresa la que el cineasta y Alfonso Molina convinieron en llamar “estética del balurdo” (Molina, 1997, p. 77), lo que significa “de mala calidad” o “que desagrada”, según el Diccionario de americanismos

Sin embargo, Soy un delincuente también replica las “aspiraciones industriales” del nuevo cine venezolano. A pesar de la disidencia de su estilo, hace del protagonista un antihéroe espectacular como los de Hollywood aunque sin destino trágico, de un modo en el que cristalizó un mito del “malandro” que ha perdurado en el cine venezolano. Igualmente se percibe la búsqueda de lo espectacular en el desenfreno del personaje en los placeres del sexo, el alcohol y la droga. Esto, conjugado con su condición de delincuente portavoz de un discurso que le daba justificación a su conflicto con la represión policial, tenía el atractivo de lo nunca visto en el cine nacional comercial por su desafío de la censura moral, pero también política. 

Con más 450 000 espectadores, Soy un delincuente fue la película más taquillera del nuevo cine venezolano (Obras cinematográficas estrenadas, s. f.), que el año de su estreno se consolidó en el mercado con cinco películas, tres de las cuales llegaron a la lista de las diez de mayor recaudación (Estadísticas de la industria cinematográfica, s. f.). 

Otro giro trascendental en la fórmula con la que al comienzo buscó atraer público el nuevo cine venezolano fue en sus fuentes extranjeras. Es el que se dio hacia el melodrama clásico mexicano en las películas de Chalbaud. La referencia es reconocible en Sagrado y obsceno, pero cobra más relevancia en El pez que fuma (1977), que es una autoparodia con trasfondo de crítica política, como los filmes de cabareteras que proliferaron en México durante el corrupto gobierno de Miguel Alemán. Esto la vincula con el ascenso del otro ciclo mayor del nuevo cine venezolano, junto con los de la guerrilla y la historia: el de las comedias. Comenzó en 1976 con Los muertos sí salen, de Alfredo Lugo, y mismo año de El pez que fuma se estrenaron Los tracaleros, de Lugo, y Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia, de Alfredo Anzola. 

Con el ascenso de la comedia empezó un desdibujamiento de las inquietudes políticas y sociales originarias del nuevo cine venezolano. El ejemplo más ilustrativo es Chalbaud, cuando en Carmen la que contaba 16 años (1978) recurrió a la pareja protagónica de una telenovela del momento para hacer una parodia venezolana del melodrama de Prosper Merimée. Algo parecido puede decirse de Enver Cordido en su segundo largometraje, la desestimada comedia Solón (1979). Soy un delincuente tuvo una secuela, Reincidente (1977), que se diferenció de la primera porque era un film no independiente, coproducido por empresas líderes de la distribución y los servicios al cine en el país, con otro actor en el papel principal y el cine de acción estadounidense como modelo. En 1978 se estrenó una película nacional paradigmática por su confrontación con el nuevo cine venezolano: Simplicio, del fotógrafo de modas de fama internacional Franco Rubartelli, historia de un niño y un abuelo dirigida al público familiar.


Orlando Zarramera en Soy un delincuente

Una diversidad de públicos 

Dicho esto acerca de la fórmula con la que buscó el éxito de taquilla el nuevo cine venezolano, su dinámica, y la diversidad a la que condujo, es necesario pasar a la problemática tarea de hacer conjeturas acerca de por qué el público nacional hizo taquilleras estas películas. 

Lo primero que debe hacerse, en este sentido, es cuestionar la hipótesis de la identificación de Molina (1997), según la cual, Cuando quiero llorar no lloro “estableció una relación de identidad entre el espectador y 1o que sucedía en la pantalla. Una forma de hablar, de actuar y, en definitiva, una forma de ser venezolana. Por primera vez los ojos nacionales veían una historia, un proceso dramático y unos personajes que les pertenecían” (p. 76). La identificación pudo haberse dado también sobre la base de la adaptación del cine extranjero que se tomó como modelo y la “forma de hablar, de actuar y […] de ser venezolana” pudo tener como referencia otras representaciones audiovisuales populares: las de la radio y la televisión nacionales. 

En Jesús María Aguirre (1980) hay otra explicación que se basa en la segmentación del público. Sostiene que el apoyo al nuevo cine nacional no fue de espectadores que lo reconocieron como propio por venezolano sino por la experiencia común de un grupo en particular, los que habían participado “real o empáticamente de las convulsiones juveniles de esta última década [los setenta]: aventura guerrillera declinante, hippismo, poder joven, etc.” (p. 10). 

Un problema es que Aguirre no trata de demostrar esto como puede hacerse, por ejemplo, identificando elementos textuales que indiquen que las historias que se relatan no se entienden correctamente sin referencia al contexto de esta experiencia generacional. Pero se acerca a la verdad cuando identifica a estos espectadores como rebeldes en un sentido contracultural. 

En el nuevo cine venezolano había una toma de posición que era disidente en la cultura. Llegó a ser abiertamente confrontacional en Soy un delincuente, por lo que respecta a la estética, la moral y la política, pero más significativamente se expresó en la selección de las obras literarias nacionales que adaptaron las películas con referencia al contexto cultural de la época. No fueron los clásicos venezolanos que la televisión consagraba como cultura audiovisual oficial masiva al llevarlas a telenovelas o miniseries. Fueron obras de autores como Adriano González León, que había sido parte de uno de los grupos de la “izquierda cultural” (Chacón, 1970) en la época de la guerrilla, o de Miguel Otero Silva, que había renunciado a la militancia comunista de su juventud, pero mantenía una “posición independiente de izquierda” (Pacheco, 1994, p. 186). 

También Chalbaud podría ser considerado parte de la “izquierda cultural”, y le censuraron en 1961 la obra de teatro Sagrado y obsceno por razones políticas. Canción mansa para un pueblo bravo (1976), de Giancarlo Carrer, cita en el título y la banda sonora a un cantautor emblemático de esa tendencia política en el país, Alí Primera. En cuanto a las novelas testimoniales adaptadas en Soy un delincuente y Crónica de un subversivo latinoamericano –la homónima, de Gustavo Santander (1974), y FALN, Brigada Uno (1973), de Luis Correa, respectivamente– el protagonista de una manifiesta simpatías por Fidel Castro y el Che Guevara mientras que el autor de la otra fue el guerrillero que comandaba la unidad autora del secuestro que relata. 

Esta ubicación del cine en un espacio culturalmente disidente y de izquierda lleva a reparar en aspectos de la experiencia que Aguirre no considera y que no se refieren a la pasada juventud sino a la temprana madurez de esa misma generación en el presente, en la llamada “Venezuela saudita”. En el país de la bonanza petrolera se abrían oportunidades para que muchos adultos jóvenes, incluidos los rebeldes que habían querido cambiar la sociedad, emprendieran, como el protagonista de Compañero Augusto, la búsqueda de una riqueza fácil y rápida. Pero esto chocaba con otra violencia, social, de la democracia contra la que habían luchado los guerrilleros: la miseria de Soy un delincuente, a la que acompaña una violencia policial política. 

Este era un dilema moral y político que el nuevo cine venezolano planteaba, en particular a su público de adultos jóvenes. Con referencia a este contexto, hay que considerar también las películas que terminan con los personajes combatiendo aun después de que se saben derrotados (Crónica de un subversivo latinoamericano y País portátil) o tratan de llegar hasta el final con el compromiso con los compañeros muertos aunque sea por una revancha inútil en la que se confunden justicia y venganza (Sagrado y obsceno). 


 País portátil

Otros filmes, en cambio, ponían el foco en problemas diferentes y nuevos campos de lucha que se abrían en la democracia, como Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia, La empresa perdona un momento de locura o Manuel (Alfredo Anzola, 1980). De todas estas maneras, los filmes del nuevo cine venezolano interpelaban a una generación, aunque lo hicieran sin interrogarse acerca de su contradictoria espectacularidad ni sobre su aspiración a homologarse con los productos extranjeros con los que competían en el mercado. 

Sin embargo, es dudoso que los adultos jóvenes que Aguirre identifica hayan sido el núcleo del público de todas las películas. El pez que fuma, por ejemplo, no se dirige a espectadores de Costa-Gavras o Soy un delincuente, sino de gustos formados por el melodrama mexicano. Similarmente apela a la complicidad de los conocedores del repertorio de clásicos de la música popular latinoamericana de la banda sonora (Paranaguá, 1993, p. 59). Pero esta película es también emblemática por lo que respecta a la crítica a la “Venezuela saudita” que puede verse en su reflejo en el prostíbulo, “donde todo se compra y todo se vende, especialmente el poder” (Molina, 2001, p. 75). A la apropiación paródica de sus fuentes fílmicas hay que considerarla, además, como expresión de resistencia cultural de una izquierda latinoamericanista. 

Tampoco parece que se ajustan al perfil señalado por Aguirre los espectadores de Los muertos sí salen o El cine soy yo, de Luis Armando Roche. La primera se vale de cómicos conocidos de la televisión, pero con el estilo que quizás más se aproxima en el nuevo cine venezolano al cine de poesía propuesto por Pier Paolo Pasolini. La película de Roche tenía como actriz principal a Juliet Berto, lo que la referenciaba, por ejemplo, en Jean-Luc Godard y en Claro (Italia, 1975), de Glauber Rocha. Lugo y Roche se apropiaron también de los géneros de un modo que exige la complicidad de un público cinéfilo: la comedia de terror en Los muertos sí salen, la caper movie, en Los tracaleros (1977), y la versión europea de la road movie, en El cine soy yo. Por tanto, hay que pensar que estas películas estaban dirigidas a espectadores nacionales del llamado “cine de arte”. 

Sin embargo, los muertos a los que menciona el título del primer film de Lugo se refieren al régimen de Marcos Pérez Jiménez y las dictaduras militares con apoyo estadounidense, mientras que el trío protagonista se ve obligado a tomar las armas, lo que los pone en una posición análoga a los guerrilleros. Roche hace un homenaje en El cine soy yo a los cinemóviles de la Revolución Cubana y también al cineclubismo que se identificaba políticamente con la izquierda (Anzola, Fernández y Messina, 1995), y era perseguido por el Gobierno y las patotas oficialistas. 

Otros públicos que buscó el nuevo cine venezolano son los trabajadores jóvenes de extracción popular, como se evidencia en el elenco de personajes de Se busca muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia. Chalbaud hizo de los estudiantes rebeldes del secundario en el presente los protagonistas de El rebaño de los ángeles (1979), que podía dirigirse tanto a adolescentes iguales a ellos como a espectadores en edad de ser sus padres. También a mujeres: es una película que se distingue en el nuevo cine venezolano por su protagonista femenina, y en torno a ella hay otras mujeres entre los personajes de las profesoras y estudiantes de un liceo. No son las prostitutas del cine mexicano de El pez que fuma


Juliet Berto y Asdrúbal Meléndez en El cine soy yo

En Manuel, la mujer es coprotagonista y se involucra en la lucha de una comunidad para defender su sitio de pesca del negocio inmobiliario. Desafía, además, la moral religiosa porque tiene una relación de amor carnal con un sacerdote, y también las convenciones del melodrama y de la moral burguesa por el triángulo de amor y amistad que forman los personajes principales. 

En síntesis, cada ciclo y algunas películas pudieron formar públicos diferentes. La suma de todos estos espectadores habría sido el público del nuevo cine venezolano. Su característica más abarcante sería la identificación cultural y política con la izquierda, entendida con toda la amplitud que han tenido y tienen sus expresiones en Venezuela, al igual que en otros países. 

El público, sin embargo, no podía legitimar por sí mismo el nuevo cine venezolano, ni aun en 1976, en pleno apogeo de su éxito. Vender muchas entradas no es condición suficiente, y ni siquiera necesaria, para la consagración de un cineasta, como lo demuestra el prestigio de realizadores de películas poco taquilleras. Son los festivales, los premios, la crítica y los cineclubes o instituciones análogas los que son capaces de dotarlos de un prestigio similar al de los escritores o pintores cuyo éxito reconocen y que es el que persiguen los artistas (Rivas Morente, 2012). Esto pude dar a ciertas películas una legitimidad parecida a la de las obras de arte, en tanto se distinguen, como “cine de autor” o “cine de arte”, del “entretenimiento”. 

Hay que pasar, entonces, al aspecto político-cultural de la estrategia del nuevo cine venezolano para ver si allí está la respuesta a la pregunta de cómo pudo legitimarse este cine, ante qué instancias ocurrió y cómo incidió el éxito que tuvo en sus públicos, si es que tuvo repercusión. 

El aspecto político-cultural

Lo primero que hay que señalar con relación al aspecto político-cultural de la estrategia es la “extraordinaria resistencia” que Alfredo Roffé (1997a) considera que existe en los medios de comunicación del país hacia “cualquier actividad crítica que tenga que ver con las industrias culturales”. La crítica es, “tal vez, la más débil de las instituciones cinematográficas” (p. 60). 

A esto hay que añadir que en Venezuela no había festivales ni premios importantes cuando se inició el nuevo cine venezolano. El más importante que se organizó después, en los setenta, estuvo dedicado a otro cine, el experimental que se rodaba en el formato casero del Super 8. 

A falta de esta instancia, estaban los festivales internacionales a los que tuvieron acceso algunas películas. Cuando quiero llorar no lloro y La quema de Judas fueron seleccionadas para el Festival de Moscú, y El pez que fuma ganó el premio a la mejor película en el Festival de Cartagena, por ejemplo. Pero de esto no parece derivarse sino otra característica que homologaba estos filmes con el cine extranjero ante el público nacional, y que se añadía a la participación de actores de prestigio en el circuito internacional de festivales, como Juliet Berto o el mexicano Claudio Brook, que trabajó en Simón del desierto (1965) y otras películas de Luis Buñuel, y en La quema de Judas y Crónica de un subversivo latinoamericano

La película que mejor demuestra la irrelevancia de los premios internacionales en el país es Soy un delincuente, que recibió una mención del jurado en el Festival de Locarno. En Venezuela fue y aún es desvalorada, como lo demuestra en la citada calificación de “estética del balurdo”.


 Los muertos sí salen

La debilidad de la crítica y la inexistencia de premios relevantes ponen de relieve la pertinencia de investigar cómo esta sociedad en particular legitimó su cine, tal como se indicó al comienzo. Son hechos que hacen dudoso que haya podido ser de la manera análoga a las artes implícita en las nociones de “cine de autor” y “cine de arte”, que suelen manejarse como si tuvieran validez universal. La situación descrita pone en duda incluso la existencia de un campo cinematográfico autónomo en Venezuela, dada la ausencia de autoridades con poder legítimo reconocido para legitimar y dar valor artístico a las películas, y consagrar como autores a sus realizadores. 

Otra característica de la crítica venezolana es que desde los sesenta sus figuras de mayor peso estuvieron vinculadas a las universidades (Colmenares, 2014). Esto la ubicaba en un campo en el que el pensamiento disidente de la izquierda ejercía una influencia determinante. Después de la derrota de la lucha armada, continuaron en las universidades los conflictos con el régimen que solo en 1973 logró establecer la hegemonía del bipartidismo. Un ejemplo es la Renovación Universitaria de 1969, una de las “convulsiones juveniles” en las que participaron “real o empáticamente” los futuros espectadores del nuevo cine venezolano, según Aguirre. 

Fueron críticos relacionados con el campo académico y cineastas que también desarrollaban su actividad en las universidades los que formularon el aspecto político-cultural explícito de la estrategia del cine nacional. Su bandera fue la ley de cine, cuya aprobación se defendía apelando a valores como la importancia social y cultural del cine nacional frente a los poderes del Estado. Era, por tanto, una estrategia que no se desplegaba en el campo cinematográfico de dudosa existencia sino en el campo de poder. El proyecto de ley de 1966 hacía del Estado la instancia que podía dar legitimidad al cine nacional reconociéndolo como actividad de “marcado interés social” y “trascendente influencia pública” (Roffé, 1996b, p. 216). Esto otorgaría a los cineastas, a los críticos, los cineclubistas y todos los vinculados con el cine nacional el estatus de figuras dedicadas a una actividad valiosa de tales características.  

Un problema es que la “importancia social” del cine declarada en el proyecto no era socialmente reconocida de hecho. Las obras de cine que podían haber aspirado a este reconocimiento en los sesenta, antes del surgimiento del nuevo cine venezolano, no habían tenido “trascendente influencia pública” de no ser como motivo para censurarlas. Un ejemplo es lo que ocurrió con Imagen de Caracas en 1968, una instalación monumental multimedia creada para el Cuatricentenario de la ciudad de la que el cine era el componente más importante. Por otra parte, la trascendencia pública ni siquiera era razón para que una película nacional se exhibiera. El mejor ejemplo: Araya, que había compartido el Premio de la Crítica Nacional (Fipresci) en el Festival de Cannes de 1959 con Hiroshima mon amour de Alain Resnais (Francia, 1959), solo llegó a los cines de Venezuela en 1977 cuando, por el éxito del nuevo cine nacional, se consideró potencialmente rentable hacer la versión hablada en español. 

Las discusiones en torno a la ley de cine se reanudaron al año siguiente del estreno de Cuando quiero llorar no lloro. Hay que relacionar esto con el impacto taquillero de la película de Walerstein, pero como condición necesaria, no suficiente. Lo determinante fue que el nuevo cine venezolano sí logró con este film “despertar el interés de los más diversos sectores de la comunidad nacional” (“Presentación”, 1976). El “marcado interés social”, que en el proyecto de ley de 1966 no era sino una declaración, se hacía realidad con la “trascendente influencia pública” que por primera vez también alcanzaba una película venezolana. 

Fue en este nuevo contexto que los realizadores del nuevo cine venezolano se adhirieron a la estrategia político-cultural cuando en 1974 se organizaron en la Asociación Nacional de Autores Cinematográficos para participar en las instancias extraparlamentarias en las que se debatía el proyecto de ley. El flamante gremio comenzó a jugar de esta manera el juego del campo de poder con independencia de las universidades, y eso tuvo consecuencias para la legitimación de los cineastas, aunque no por este motivo.


 Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia

El giro comenzó enfrentando una corriente de rechazo que surgió en la opinión pública. Alfonso Molina (1997) la llama el “gran prejuicio que se construyó alrededor del cine nacional: solo películas de putas, guerrilleros y ladrones” (p. 86). Atribuirle una vasta influencia es contrario a los éxitos de taquilla, pero son hechos que evidencian su poder la prohibición en la ciudad de Maracaibo de Manuel por presión de la Iglesia Católica y que los cineastas se movilizaron en 1977 para conjurar el intento de censura de otras tres películas nacionales. Hay que vincular esto también con la señalada disidencia cultural del nuevo cine venezolano: estaba expandiendo las estrechas fronteras de la libertad de expresión que se toleraba en la democracia.

Esto es indicativo de que los cineastas comenzaban a buscar en los hechos la legitimación del cine nacional no solo como el arte cuya práctica, a su vez, debía legitimarlos a ellos como autores, aspiración expresada en el nombre del gremio. Tampoco por motivos culturales, sino como ejercicio de las libertades democráticas. Era un argumento que se añadía a los que se esgrimían a favor de la ley de cine. En su presentación de los estatutos del Fondo de Fomento Cinematográfico, creado en 1981, Antonio Llerandi, presidente de la ANAC, mencionó la lucha por la libertad de expresión como una de las mayores de la asociación (Llerandi, 1983, p. 5). 

Pero el giro más trascendental por lo que respecta a la legitimación fue otro que se dio también en el campo de poder y que hay que vincular igualmente con la trascendencia pública que había adquirido el nuevo cine venezolano. Si el proyecto de ley de 1966 planteaba destinar los recursos fiscales necesarios para el fomento de una industria que entonces solo existía en el papel, el éxito de público del nuevo cine venezolano demostró en los hechos la validez de sus “aspiraciones industriales”. En consecuencia, así como la realidad reencauzó el aspecto político-cultural de la estrategia hacia la defensa de la libertad de expresión, la competitividad del nuevo cine en el mercado nacional hizo que el Estado encontrara el argumento para financiarlo siguiendo las políticas del gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974-1979) para la distribución de la desbordante riqueza petrolera. 

Lo importante es en calidad de qué reconoció el Estado la legitimidad los cineastas independientes que aún se presentaban como vinculados a la izquierda disidente del bipartidismo, e incluso algunos habían sido guerrilleros, como Luis Correa. En vez de abrirles espacio en las instituciones públicas de la cultura, como había hecho para reincorporar a los artistas e intelectuales perseguidos en el marco de la lucha contra la guerrilla en los sesenta, se propuso apoyar su asimilación al sistema capitalista como empresarios de una industria que debía fomentarse con una línea de créditos del Estado específicamente destinada al cine.

Este fue el sentido social legítimo que adquirió la expresión “autores-productores” con la que se habían identificado a sí mismos los cineastas de la ANAC, independientemente de cuál haya sido su voluntad como artistas y defensores de la libertad de expresión y la ley de cine, el pensamiento en torno a la cultura, la sociedad y la política expresado en sus películas, y su rechazo al consumismo y la corrupción de la “Venezuela saudita”. Acarreó la consagración en los hechos del que Roffé (1997b) llama críticamente “industrialismo”. No fue solo la corriente de opinión respecto al cine y las prácticas cinematográficas que este autor contrapone a los “culturalistas” (p. 261). Siguiendo una vez más a Bourdieu, hay que considerar el industrialismo como un habitus del cine nacional. Es lo que por sentido común práctico se entiende desde entonces como la manera válida de hacer películas, aunque era y siguió siendo diferente el modo de producción en las universidades y el cine experimental en Super 8, por ejemplo. 


Canción mansa para un pueblo bravo

Alcance y limitaciones de la legitimidad 

Hay que considerar, por último, que la legitimidad a la que se aspiraba el nuevo cine venezolano como ventana para la libertad de expresión y la que conquistó como industria solo eran posibles bajo el Estado venezolano realmente existente. La opinión pública es una instancia legitimadora difusa y la defensa de la libertad de expresión solo se garantiza por la intervención de otras, como los tribunales. En 1981, por ejemplo, como resultado de la campaña de movilización de los cineastas, liberaron de la cárcel a Luis Correa, acusado de “apología del delito” por el documental Ledezma, el caso Mamera, pero no lograron que se levantara la prohibición de su exhibición. 

El reconocimiento de la legitimidad que conllevó el financiamiento estaba sujeto, por otra parte, al “sistema populista de conciliación” (Rey, 1991), el modo real que tenía de relacionarse con la sociedad el Estado. Consistía en un entramado de instancias en las que el Gobierno y grupos de interés, privilegiados o no según el reconocimiento de sus cuotas de poder, negociaban para resolver conflictos que también se solucionaban con la distribución de los recursos públicos. 

La prioridad que podía adquirir la conciliación con sectores de mayor peso en el sistema que los cineastas se hizo evidente cuando del excedente inesperado de ingresos del boom petrolero se pasó a la crisis económica de 1977-1978. Cuando fue necesario recortar gastos, otros intereses prevalecieron sobre el “legítimo” de la industria del cine nacional, como se pasó por encima de la libertad de expresión de Correa porque su película afectaba el interés de la policía. 

En este nuevo marco, sin embargo, los exhibidores-distribuidores también reconocieron a los autores-productores como empresarios exitosos legitimados por los créditos del Estado. Los vieron capaces de proveerlos de productos nacionales subsidiados con los que les convenía sustituir los títulos que no producían beneficios, pero que se importaban para mantener la programación de los cines. Una vez otorgados los primeros créditos, además, la lucha de los cineastas por lograr el financiamiento cambió. Ya no se trataba de reclamar fondos para una industria que existía en papel sino de exigir algo cuya legitimidad había reconocido el Estado. 

Asimismo, como parte del interés que había despertado en todos los sectores del país, la industria televisiva privada, enemiga histórica de la izquierda, se presentó como legitimadora del nuevo cine venezolano en el campo de los medios. Lo hizo con la fundación de la Academia Nacional de Ciencias y Artes del Cine y la Televisión, en 1978, las primeras compras de películas por los canales y la creación de los premios El Dorado, una imitación de los Oscar de Hollywood. 

Estos galardones se entregaron por primera vez al cine en 1980, en un acto que fue transmitido en vivo por las dos redes privadas y la mayor del Estado. Hacía evidente el propósito de dotarlos de un valor análogo a los premios internacionales, con la Academia estadounidense como modelo. La intención de la televisión de disputarle el cine venezolano a la disidencia de izquierda y asimilarlo también se percibe si se considera que los premios se otorgaron el año del primer Festival del Cine Venezolano de Mérida, una iniciativa que había surgido del campo académico. 

Referencias 

Aguirre, J. M. (1980). “Tendencias actuales en el cine venezolano”, Comunicación, n.° 27, mayo, pp. 5-14. 

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Esta es una versión corregida de un ensayo que se publicó en Trópico Absoluto.

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