Picado fino

 

Por Salvador Savarese 

Ninguna producción artística nace libre: es siempre presa de su época y sus grilletes pueden extenderse más en el tiempo de lo que se puede desear. El cine, hijo del teatro y la novela del siglo XIX, aún hoy tiene dificultades para desprenderse de la pulsión icónica de las imágenes y los sonidos, así como de la causalidad narrativa. Imaginemos que Cary Grant abra la boca y se escuche un rugido en vez de su voz o imaginemos que en Nueve reinas (Argentina, 2000), Ricardo Darín no se hubiera interesado por hacer un negocio a partir de un extraño grupo de estampillas de la República de Weimar. 

Además, cada cinematografía es hija de un país, y el cine argentino fue hijo de la radio (sin ir más lejos, los creadores del estudio Lumiton fueron algunos de sus pioneros) y de la tendencia literaria de moda a principios del Siglo XX: el costumbrismo1. Las películas argentinas, de manera más documentada a partir del cine sonoro, se proponían como un espejo, preferentemente hablado, de la vida cotidiana de sus espectadores. 

A la concepción general del cine se le pueden anteponer algunos cuestionamientos: ¿es necesario plantear una relación causa-efecto como motor de la acción?; yendo más a lo profundo, ¿es necesario hacerlo mediante la concatenación de planos en mayor o menor continuidad?; finalmente, llegando al núcleo, ¿es necesario que la misma noción de plano sea tan dependiente de la figura humana que, por ejemplo, un primer plano implique que la totalidad del rostro humano esté en pantalla? A la concepción más particular, a la concepción del cine argentino, se le pueden oponer las posibilidades de escapar de un realismo que muchas veces aplana el horizonte de las películas o de poner en duda que esa realidad que se muestra sea, efectivamente, la Realidad. 

Hay películas que muestran que ni los sistemas narrativos ni los expresivos convencionales son los únicos que pueden transmitir no solo una narración inteligible sino emociones que conmuevan al espectador. Son pocas, no hay muchas que lo hagan en el cine mundial y menos aún en el argentino, por lo que resaltarlas es una tarea necesaria. Picado fino, película argentina de Esteban Sapir realizada a principios de la década de 1990, estrenada en 1996 y vuelta a proyectar hace poco en el Festival de Mar del Plata, reconfirma que es una de ellas.


El asunto de la película es contemporáneo a la época en que se filmó, por lo que es interesante detenerse en esa Argentina que solo existe actualmente por las huellas, por sus heridas. El cinturón urbano que rodea a la Ciudad de Buenos Aires comenzaba a sentir las consecuencias económicas y sociales de la desindustrialización provocada por las políticas de entonces: fábricas abandonadas empezaron a formar parte del paisaje cotidiano. El desempleo era alto, especialmente en los jóvenes. La droga de moda era la cocaína. La digitalización era incipiente y primitiva: la mayoría de los hogares aún no tenían PC, los teléfonos eran de disco y el principal contacto con una computadora eran los videojuegos de las tiendas de arcade, los inolvidables “fichines”. 

En esa época, el cine argentino estaba pasando uno de sus momentos más complicados. La crisis económica de fines de la década de 1980 había pulverizado cualquier intento de seguir una política de fomento cinematográfico que creara una renovación generacional necesaria, y directores como Martín Rejtman o Fernando Spiner, que podrían haber podido comenzar a realizar, quizás, largometrajes años antes, recién estaban haciéndolo. Otras voces interesantes o renovadoras se hallaban o en el exterior (Alejandro Agresti) o en los márgenes (Raúl Perrone) o aún eran estudiantes2. Recién en 1994 se regularon y actualizaron los mecanismos de financiamiento cinematográficos, rearmando muy de a poco el circuito de producción que permitiese esa ansiada renovación; pero en 1993, el panorama era el de un terreno baldío. En ese momento, Picado fino surgido como un OVNI cinematográfico solamente de la pulsión creativa. 

La historia es, como suele suceder, engañosamente simple. Tomás Caminos y Ana Sideral son una parejita de novios que vive en ese conurbano que comienza a deshilacharse. Tomás tiene una existencia apática, con cierto hastío que trata de paliar yendo a “la ciudad” que está prácticamente fuera de campo toda la película. Ana queda embarazada. Tomás trata de buscar el dinero para que puedan estar juntos. Ana lo espera. Aparece una femme fatale de los suburbios que lo importuna a Tomás y lo lleva por una vida mas excitante y, quizás, mas arriesgada. La posibilidad de salvación surge siendo correo de un envío de droga durante un eclipse que enceguece la ciudad. ¿Podrá Tomás salvar a su familia? ¿Podrá Tomás salvarse? 

Los elementos que aborda la película son fácilmente reconocibles en otras ficciones nacionales: el embarazo joven, la falta de dinero, la familia disfuncional, las tradiciones religiosas, el tironeo entre las mujeres que aseguran un bienestar familiar o las que implican una estimulante sucesión de peligros, la clase media en decadencia, la disyuntiva entre madurar o ser un niño eterno. En principio, nada nuevo si uno no vio la película, pero la inclusión de un eclipse cuya fecha se va acercando nos previene de que hay algunos elementos que escapan a ese costumbrismo. 

La diferencia está en la forma, en una radicalidad que aún hoy, más de treinta años después, brilla en su modernidad. El contrastado blanco y negro de las imágenes es sólo el principio: la historia se despliega en planos fragmentados temporal y espacialmente, con los rostros de los personajes muchas veces cortados por el encuadre; la banda sonora es completamente ajena al verosímil, con un uso de los sonidos que remiten a los videojuegos de arcades y voces mecánicas, artificiosas, apagadas3. Enormes intertítulos, con símbolos y textos que remiten a videojuegos, comentan o pautan las escenas.


Todo este andamiaje visual permite desplegar una doble mirada: por un lado se reconocen esos temas y ambientes tan familiares, pero la forma de mostrarlos permite distanciarse, alejarlos de la impresión del día a día. Es que el costumbrismo entraña el peligro de que lo mostrado sea confundido con la realidad, y no tiene por qué ser así. Parafraseando a Robert Bresson, las imágenes y los sonidos de Picado fino nos alejan de un realismo que todo lo complica4. Es saliendo de ese sistema realista cuando se revela la mecanicidad de los actos cotidianos, las repeticiones de los comportamientos, el retorno perpetuo de unas situaciones que se cuestionan, pero no se pueden evitar. Pero también asistimos al maravilloso despliegue de esa vida: el despertar cotidiano, las reuniones familiares, las relaciones afectivas. En definitiva, somos espectadores de un día a día que traspasa la mecanicidad cotidiana para mostrarse como extraordinario. 

Es en ese antinaturalismo inflexible que el planteo estético y narrativo de Picado fino se revela, no como un capricho sino como una manera radical de objetivar los hechos de la vida diaria en los cuales estamos muy inmersos como para apreciarlos. En un cine tan permeado por el realismo como el argentino, es una lástima que el posible camino que siguió Esteban Sapir con esta película no haya sido continuado5. Quizás, con sus personajes como esa Mujer sin Cabeza o ese Don Diego de Zama, que de a poco van siendo conscientes de no estar en la realidad que los rodea, Lucrecia Martel sí. 

Notas

1. El costumbrismo, según la RAE, es “en las obras literarias y pictóricas, atención que se presta al retrato de las costumbres típicas de un país o región”. Añadimos las obras cinematográficas. 

2. Es interesante que en esos años tanto Perrone, en Labios de churrasco (1994), como Agresti, en El acto en cuestión (1993), también acudieron no solo al blanco y negro sino principalmente al imaginario costumbrista. Ambas, con mayor o menor presupuesto, recurren a una planificación narrativa completamente diferente (más pulida en Agresti, más deshilachada en Perrone) a la de Picado fino

3. “El sonido fue prefabricado, reinterpretado, aunque parezca a veces sacado de la realidad, está todo sampleado (…) A partir de un sonido que dura cinco segundos, se hace con el sampler una especie de loop y se transforma en algo rítmico y constante y ese ritmo late y habla de sí mismo, como algo que viene y va”. Wolf, Sergio (1996). “La otra mirada. Entrevista a Esteban Sapir”. Film, n.º 20, junio-julio. 

4. “Cámara y magnetófono, llevadme lejos de la inteligencia que todo lo complica” es uno de los aforismos que se leen en las Notas sobre el cinematógrafo (1975). El libro consiste en una colección de máximas y consejos con los cuales el director Robert Bresson guió su producción artística. Hay una edición castellana muy buena de 1997 (Ardora Ediciones, España). 

5. La antena (Argentina, 2007), el segundo y hasta ahora último largometraje de Sapir, mantiene el blanco y negro militante, y la potencia estética, pero aplicados a una historia de género. fantástico.

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