Cielo abierto

Por Irina Raffo

La primera imagen que vemos, durante varios segundos, es un primer plano de una cuña abriendo golpe tras golpe, un gran bloque de piedra blanca. Una imagen que imprime desde el inicio el ritmo y el tono de la película. Segundos antes la pantalla en negro y el sonido penetrante del martillo, prologaba el plano inicial. Minutos más tarde, un trabajador atraviesa junto a su perro, un paisaje monumental de una gran cantera, para hacer su tarea diaria; intervenir la naturaleza, abrir y esculpir la piedra.

Por otro lado, ya en el centro de la ciudad de Arequipa, vemos un gran portal. Se trata de la Iglesia de la Compañía, un espacio arquitectónico sagrado de estilo barroco andino, cargado de esculturas, piedras labradas, decoraciones en oro y extensas superficies de mármol. Una cámara sobre un dron registra sistemáticamente el volumen arquitectónico. El registro es minucioso, exhaustivo; la tecnología se hace de cada centímetro.

A partir de estas acciones, Cielo abierto (Perú-Francia, 2023), el primer largometraje de Felipe Esparza (Lima, 1985), estrenado en 2023 en la sección Bright Future del Festival Internacional de Cine de Rotterdam, propone una forma de comprender la relación entre el territorio y el individuo que rompe cualquier vínculo de condicionamiento unilateral. Expresa en cambio una relación porosa, caracterizada por la reciprocidad y la influencia mutua. De esta colaboración nace un tiempo cinematográfico orgánico, hecho a medida de las circunstancias de la realidad que se filma.

En principio los dos universos presentados parecen distantes: un padre, Johnny, interpretado por Dionicio Huaraccallo Idme, trabaja la piedra volcánica utilizando técnicas ancestrales, mientras que su hijo, encarnado por Moisés Jiménez Carbajal, digitaliza imágenes a través de la fotogrametría. Ambos ejecutan sus tareas con precisión. La comunicación entre ellos es escasa y distante. Padre e hijo hacen sus labores utilizando diferentes tecnologías y herramientas, en contextos diversos.

Sin embargo, más allá de esta aparente distancia, el espectador intuye conexiones entre esos dos mundos: ¿cuál es el destino de la piedra que extrae de forma artesanal el padre?, ¿de donde provienen los mármoles, granitos y otros materiales de la iglesia que registra el hijo? Los puentes se establecen de inmediato y dan lugar a una mirada crítica sobre algunos de los temas que atraviesan la película: el imaginario colonial y la Iglesia Católica, el barroco mestizo y su simbología, las canteras como territorio de disputa política, la explotación de la tierra y el territorio como espacio de construcción de la identidad.

Sobre este último punto, el filme reduce cualquier distancia entre el espacio en sí y quienes lo habitan, dejando claro que las cartografías nunca están separadas de los procesos identitarios que las definen. Los planos cuidadosamente construidos en colaboración con el director de fotografía, Fernando Criollo, conducen a la vivencia sensorial de un territorio árido, rocoso e impenetrable. 

La película da cuenta así de la relación afectiva y de supervivencia que establecen los personajes con su entorno. La inmensidad de las canteras desborda el encuadre, mientras que Johnny se convierte en un punto pequeño en movimiento. Atraviesa de punta a punta la pantalla. El paisaje lo envuelve. Mientras que el padre se expone a un sol extenuante durante horas, su hijo es iluminado por la luz azulada del ordenador en un dormitorio oscuro.

Con calma y rigurosidad, la película se detiene en cada plano el tiempo suficiente para entrar en la imagen y registrar cada detalle. El montaje respeta la duración del trabajo que documenta y se alinea con ella. Seguimos los pasos de Johnny y su perro. Cae el sol, la jornada termina. Al día siguiente amanece, volvemos a las canteras para seguir de cerca el ritual de un oficio ancestral y solitario que conlleva el seguimiento de un conjunto de procedimientos sistematizados. Pasan las horas, los diálogos entre los canteros son escasos, breves y sucintos. Retumban los ecos de la maza y el martillo.

Más allá de la conexión directa entre las labores de cada uno, el punto de encuentro de los dos personajes es un pequeño altar entre las rocas blancas, donde padre e hijo, por separado, se acercan a dejar flores sobre el retrato de una mujer. La fotografía apenas se ve. Ha sido borrada casi enteramente por la acción de la luz del sol. Nunca la memoria es ajena al territorio y a sus condiciones. El hijo duela a su madre, el padre a su esposa, en una muerte en la cantera que “podría haberse evitado”. La piedra se impone con su silencio.  

Los últimos planos de la película forman una coreografía protagonizada por las manos de Johnny. Con la misma calma con la que toma un cincel o traza una línea de corte sobre la piedra, ya dentro de la iglesia, saca su rosario del bolsillo y lo deja sobre un altar vacío. Una vez fuera bajo el sol brillante se lava las manos rigurosamente. Con las manos limpias y el rostro húmedo, se enfrenta directamente al sol.

Esparza encuentra en estos gestos, no sólo una forma de retratar el valor de un trabajo ancestral ligado íntimamente a la tierra, o las contradicciones y correspondencias de un vínculo filial, sino que desarrolla la manera perfecta de invocar, de forma sutil, una realidad histórica marcada por un proceso colonizador que se enfrentó a estrategias indígenas de resistencia.

La película se inscribe así en lo que se denomina etnografía experimental, un modo de acercarse al cine que también reúne a cineastas como Lauras Huertas Millán, realizadora franco-colombiana, o Ana Vaz, directora y artista brasileña. Ubicándose entre el cine, el arte contemporáneo y la investigación, y trabajando mayormente temáticas que tienen que ver con la antropología y los procesos de descolonización, este campo de acción propone nuevos caminos estéticos en relación con la representación cultural de procesos históricos y culturales de América Latina.

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