La Laguna del Soldado


Por Pablo Gamba 

La Laguna del soldado (Colombia-Canadá, 2024), es parte este año de la sección de películas nacionales del Festival de Cartagena. El tercer largometraje del cineasta colombiano radicado en Canadá Pablo Álvarez Mesa ‒el segundo como único director‒ se estrenó en Cinéma du Réel, donde la Sociedad de Autores, Editores y Compositores de Francia (Sacem) lo galardonó por la música creada por Stefan Schneider y Alex Lane. 

Se trata, además, de la segunda parte de una trilogía sobre el bicentenario de la campaña militar de Simón Bolívar que en 1819 independizó el Virreinato de la Nueva Granada de España y estableció la República de Colombia, o Gran Colombia, que abarcaba lo que hoy es Colombia, Ecuador y Venezuela. Las películas se han estrenado en orden inverso, comenzando por la tercera parte, el mediometraje Bicentenario (Colombia-Canadá, 2020). 

La trilogía podría calificarse de cartográfica por la manera como sigue el recorrido de las tropas libertadoras, que cruzaron hacia la Nueva Granada desde los llanos venezolanos y llegaron a Bogotá atravesando los Andes. Un dossier de la revista La Fuga dedicado al tema incluyó en el cine cartográfico una amplia diversidad de películas que va desde The Lobster (Yorgos Lanthimos, 2015) hasta El botón de nácar (Patricio Guzmán, 2015). 

La Laguna del Soldado del título está en el páramo de Pisba, en el tramo del recorrido de la campaña libertadora que cubre la segunda parte de la teología. El nombre no viene de ningún héroe anónimo sino del uso de ese lugar como fosa común. Allí arrojaron los cadáveres de las muchas bajas no causadas por el enemigo realista sino por el ascenso a la montaña. Después vendrían las gloriosas batallas del Pantano de Vargas (25 de julio) y Boyacá (7 de agosto). 

Hay fantasmas, por tanto, en esta película de Álvarez Mesa, como hay un Bolívar del más allá con el que trata de comunicarse una espiritista en Bicentenario. La voz del Libertador se escucha al comienzo de La Laguna del Soldado recitando Mi delirio sobre el Chimborazo (1822), un poema cuyo título hace explícita su experiencia la gloria como ebriedad. 

Vemos el espectacular monumento a los Lanceros de Vargas, artífices de la victoria conquistada por los patriotas cuando la batalla parecía perdida. Pero escuchamos también, muy sutilmente, ruidos como si estuviéramos bajo el agua, la perspectiva auditiva imaginaria de los fantasmas de la laguna, que se conjugan con el registro de los sonidos de la naturaleza y la música. 


El cine de Pablo Álvarez Mesa trata de ahondar de esta manera en la multidimensionalidad compleja de lo real. Comprende el tiempo, además del espacio, pero no para añadir una cronología histórica al recorrido sino para hacer que se perciba en el presente lo que nos comunican otras épocas, incluidas las manifestaciones espectrales a las que el sentido común, y las limitaciones de nuestra naturaleza humanada, nos hacen ciegos y sordos. 

Hay una voz con la que la naturaleza se expresa de una manera inaudible para nosotros y que la película hace escuchar. Lo consiguen investigadoras mediante un procedimiento que consiste en reducir una frecuencia ultrasónica a niveles que nos resultan perceptibles. Es posible mediante la tecnología, como se muestra en La Laguna del Soldado, a modo también de prueba científica de los sonidos secretos que puede haber en el paisaje. 

Pero también hay un estruendo que comienza como un helicóptero que se acerca de un modo que podría evocar el conflicto armado interno en Colombia. Pierde pronto, sin embargo, esa referencia para desarrollarse como el puro gesto violento de una percusión que la saturación distorsiona, parte de la música que fue premiada en el festival de París. 

No es esa guerra, entonces, la que escuchamos, sino el fantasma de todas las guerras y conflictos que recorren el páramo como la tormenta del fragmento del Angelus Novus en Walter Benjamin, dejando aquí a su paso no pilas de ruinas sino una laguna que se llenó de cadáveres, y no datos históricos que puedan seguirse con la coherencia de un recorrido, ni aun el de la gloriosa campaña por el páramo del Ejército de Bolívar que independizó la Nación. 


También se aparta de la retórica coherente del documental expositivo La Laguna del Soldado por la confrontación de los testimonios que reproduce de una manera habitual, en voces en over, pero en tensión unos con otros por lo que dicen, por ejemplo, acerca de la Independencia como liberación. De este modo la película se va deslizando, además, del documental indigenista al científico sobre la naturaleza, y también al cine etnográfico, aparte de inscribirse, como dije, en un cine cartográfico o del paisaje. 

A falta de una coherencia expositiva que desempeñe una función articuladora dominante, el ir y venir del estruendo en la música se hace parte del ritmo con el que se desarrolla formalmente la película. Es una vibración que transmite visualmente La Laguna del Soldado de una manera análoga por un uso del soporte fílmico de 16 mm y alteraciones en el deslizamiento de la cinta. 

En un paisaje normalmente cubierto por una neblina que obstaculiza la visión, el ojo de la cámara no solo capta así la belleza natural sino que crea una experiencia del paisaje más allá de lo visible para el ojo humano. Las manipulaciones del color en el revelado desempeñan, en este sentido, una función análoga a la búsqueda del ruido inaudible de los murciélagos en la banda sonora. 

Pablo Álvarez Mesa se apropia así de una tradición del cine experimental como lo hace hoy en Latinoamérica el Colectivo Los Ingrávidos o Pablo Mazzolo, por ejemplo. Pero el valor de La Laguna del Soldado no está solo en eso sino en que, a pesar de los cuestionamientos a lo testimonial, que se remontan a los años sesenta, se vale también del poder de las voces que dicen sus verdades, en especial cuando son las que hallan en el cine un espacio para hacerse escuchar.

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