La odisea de Kamatsu

 

Por Pablo Gamba 

La odisea de Kamatsu (2024), que se estrena en el BAFICI, es uno de los dos largometrajes argentinos en la competencia internacional del festival. Sobre el otro ya escribimos: El placer es mío (2024), de Sacha Amaral. 

Se trata de la ópera prima de dos fotógrafos profesionales: Leo Liberman, nacido en Venezuela. y que se especializa en fotoperiodismo y fotografía documental, y Sofía López Mañán, que es exploradora de National Geographic. Los dos vienen de las afueras del campo cinematográfico, y eso se refleja en las imperfecciones de la película. Pero si hay una razón para que La odisea de Kamatsu esté en la competencia internacional del BAFICI, es que los realizadores son conscientes de los problemas del documentalismo y los afrontan con una lúcida honestidad. 

Hay una narradora en voice over que constantemente reflexiona sobre las metas que se plantearon al comenzar la película, las dificultades y las desviaciones a las que condujeron, los pasos en falso y los intentos fallidos. Este recurso me hace pensar en los documentales de Andrés Di Tella, aunque la exclusión de lo autobiográfico es una diferencia importante en este caso. Por otra parte, el manejo de los problemas que hay para acercarse con el cine a la complejidad y opacidad de los personajes, individuos o grupos, trae a colación, para mí, la referencia a las películas de Andrés Duque, del que a su vez se distancian por la presencia destacada que tiene aquí la narración. 

El protagonista del documental es Toshiyuki Kamatsu, un japonés que viajó a la Argentina hace más de cincuenta años y se radicó. Formó una familia en este país, a la que vemos en la película, que se extiende lógicamente a Japón, pero también a Londres, donde vive uno de los hijos. 

Irónicamente se celebra en el Reino Unido la boda tradicional que registra la película ‒al menos visualmente, porque hay problemas de sonido que la narradora admite y justifica‒. También se expande la mirada del documental a los residentes de un hogar para ancianos, que la colonia japonesa creó en Argentina por las diferencias en la alimentación, según la narradora.


Hay una escena que marca el deslinde con otro tipo de películas sobre los inmigrantes. Vemos a Kamatsu en un sillón, rodeado de los cientos o más cuadernos en los que ha llevado durante décadas un diario, pero lee apenas unos breves fragmentos. Este no es un documental de los que relatan una de las historias que siempre se confunden con los mitos épicos sobre los migrantes. Se diferencia en particular del monumental melodrama histórico Gaijin – Os caminhos da liberdade (Brasil, 1980), por el que Tizuka Yamazaki ganó el Primer Gran Premio Coral en el Festival de La Habana y recibió además una mención especial de la crítica en Cannes. 

Apenas esbozada, la historia de Kamatsu pone de relieve el misterio que puede haber en la decisión de migrar de cada persona, aunque existan causas sociales o políticas relacionadas. La narradora cuenta que el protagonista tomó un barco impulsado por una búsqueda, no de la mítica América sino de una gallina que pone huevos verdes. Parece un disparate, pero la profesión que el protagonista ejerce a pesar de su edad ‒muestra de lo difícil que es jubilarse para los migrantes‒ le da sentido: Kamatsu trabaja sexuando polluelos, clasificándolos según ese criterio. 

Liberman y López recurren a una diversidad de técnicas para acercarse a la complejidad de los japoneses. La más extendida es una observación que por sí misma no resulta reveladora sino que, por el contrario, es causa de confusiones entre los documentalistas y los personajes. Otra técnica es característica del documental performativo. Consiste en hacer cantar a los inmigrantes en escenas preparadas a tal efecto o en registrar cómo lo hacen espontáneamente, en el karaoke. 

Hay una partes en las que se pone al descubierto la actividad de los realizadores. También recurren al diorama, cómicamente dedicado aquí a representar ese elemento central de la historia que son las gallinas y pollos. Incluso hay una breve secuencia de animación. Todo esto le da a la película un aspecto heterogéneo análogo a la representación que hacen de los personajes. 


En contrapunto con esto, sin embargo, hay una fuerte toma de posición contra la xenofobia, que se naturaliza cuando se trata de personas cuya fisonomía las “distingue” para los racistas, como son los “asiáticos”. La odisea de Kamatsu es ácida en su crítica de los mitos negativos que se forjan en torno a los japoneses en países como Argentina y muchos otros. Va más allá de que los llamen “chinos” para asomarse a aspectos escalofriantes, como un médico que vio a Kamatsu, evidentemente enfermo de hepatitis, y lo desestimó creyendo que el amarillo es su color natural. 

En esto veo una similitud entre esta película y ese poco conocido, pero notable, documental venezolano que es Nikkei (2011), de Kaori Flores Yonekura. La historia toca allí la persecución que hubo contra los inmigrantes japoneses en América Latina, en concierto con las políticas estadounidenses, durante la Segunda Guerra Mundial. Incluyó el traslado forzoso a campos de concentración en el país o en Norteamérica. Demuestra que el racismo no solo puede tener origen en prejuicios y temores nacionales, sino que en este caso responde en un “peligro amarillo”, militar y económico, que ha respondido y responde al interés de las potencias occidentales. 

Pero la denuncia no es lo central en La odisea de Kamatsu y sí una problematización más general de la mirada a los migrantes. Esto inscribe este documental en una vertiente actual de cine latinoamericano que comprende películas que hemos seguido en Los Experimentos, como Llamadas desde Moscú (2023), del cubano Luis Alejandro Yero, o Monte Tropic (2022), de Andrés Duque, y cortos en los que hay un acercamiento experimental a la cuestión.

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