Puan

 

Por Salvador Savarese 

En principio es todo una cuestión de espacio. La calle Puan queda situada en el barrio de Caballito, zona de clase media más acomodada de lo que quiere presumir. En la calle Puan, en 1988, en el edificio donde antes estaban las fábricas y oficinas administrativas de una tabacalera, se reubicó la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. 

A pesar que de la facultad dependen otros edificios que alojan institutos varios, es llamada comúnmente “Puan” así, a secas. Por extensión, “Puan” también se refiere a cierta manera de ver la vida a la que, se cree, adhiere la mayoría de los alumnos y profesores de la institución, una mezcla de progresismo y esnobismo. Finalmente, y también por extensión, al alumno de esta facultad se le llama “puaner”. Como se ve, el espacio define todo. 

Uno de los temas más interesantes para analizar en las películas del cine argentino reciente (ese vulgarmente llamado Nuevo Cine Argentino) es la relación de sus personajes con el mundo exterior. Más allá de la también vulgar crítica que se le hace de estar encerrado en sí mismo, inmune e impune frente a los avatares externos, muchas películas intentaron por lo menos proponer un diálogo con ese afuera. 

Puan (2023) es un intento muy interesante ya que pone ese dilema frente a sí misma como película. El que avisa no traiciona: ya desde su título, define ese mundo interior como un espacio. Puan es ese pequeño lugar de teóricos sobre autores muertos, alumnos que en su mayoría no prestan atención, colegas escasos de dinero, fábricas con permanentes problemas económicos e hijos que quizás no tengan los mismos valores que sus padres. 

El problema principal de su protagonista, el profesor de filosofía Marcelo Pena, es justamente saber si puede alejarse de los espacios que maneja de sobra (el ámbito académico y la filosofía) y cómo hacerlo. Inconscientemente siempre se lo está preguntando. Al fin y al cabo, todas sus clases giran sobre el mismo tema: cómo y hasta donde adentrarnos en un mundo al que por más que se rechace o se le desconfíe es necesario enfrentar. Uno puede quedarse quieto, hacer como si no existiera pero en algún momento va a producirse ese encuentro. Ya sea en forma de muerte, quebrantos o mudanzas, siempre habrá que tener las barbas en remojo. 


Si algo no le falta a Marcelo son ejemplos de otros espacios: aprendices de clase alta, dominados por sus servidumbres y estudiantes de clases bajas, controlados por los gendarmes. Pero parece sentirse más seguro en su mal pero conocido mundo de Puan, ese mundo de estudiantes y profesores de clase media controlados por la Policía Federal. 

También como ejemplo de lo que hay allá afuera está Rafael Sujarchuk, exitoso en el exterior, casi una estrella de la filosofía y un competidor en su campo. Rafael representa una posibilidad más reconciliada de estar en su mundo. Pero aun así, incluso Rafael ‒que milita al más sosegado Baruch Spinoza frente al radicalismo de Rousseau y Hobbes que maneja Marcelo‒ es consciente que hay que asomarse a ese afuera. 

Frente a ese panorama parece no haber muchas alternativas en este espacio. Para Marcelo, Puan termina siendo un desierto y, como se dice en Cielo amarillo (Yellow Sky, 1948), de William Wellman, “un desierto es un espacio y un espacio se cruza”. 

No es tan inesperado que la salida al mundo, radical, impetuosa, de Marcelo implique una salida de su país. Quizás un espacio nuevo para la filosofía se esté generando en lugares como Bolivia; paradójicamente en lugares como El Alto, la localidad hermana a La Paz; que pudieron despegar económicamente en las últimas décadas. 

De la misma manera que Marcelo ‒y esto es lo que distingue a Puan‒ los directores tratan de abrirse a un mundo más desconocido y, en principio, menos confortable que la audiencia tradicional de sus películas. Tanto Benjamín Naishtat como María Alché siempre se mantuvieron en el nicho de cine autoral o independiente, y en esta película apelaron a un público más amplio, más masivo. 

Para ello cuentan ante todo con ese viejo amigo, el género ‒en este caso la comedia‒. Y la comedia que plantean Alché y Naishtat utiliza varios recursos para lograr esa masividad: actores conocidos, una puesta de cámara clásica; personajes reconocibles dentro de una convención (Marcelo es, más que un profesor de filosofía, la imagen que se tiene de un profesor de filosofía y Sujarchuik es la idea que se tiene de un profesor de exitoso), y un final cerrado, amable e, inusual en la obra de ambos, reconciliatorio. 

Estos no son precios que hay que pagar sino convenciones con las cuales se puede jugar. Así como Marcelo, ellos también tuvieron que hacer su negociación con ese afuera. Los más de 120 000 espectadores en Argentina y el estreno en varios países del exterior rindieron esa negociación. Como Marcelo, quizás el futuro de cierto cine Argentino, como lo vimos también en La práctica (2023), de Martín Rejtman, coproducida por Argentina, Chile, Portugal y Alemania, y filmada en Chile y Portugal, no esté tanto en este espacio, la Argentina, como en otros, quizás mejor posicionados económicamente.

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