Pepe y El auge del humano 3

 

Por Antonio Enrique González Rojas

La edición 2024 del Festival Internacional IndieLisboa acoge en su programa, del 23 de mayo al 2 de junio, las películas Pepe (2024), del dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias, recientemente ganadora del Oso de Plata a la Mejor Dirección en el 74° Festival de Cine de Berlín, y El auge del humano 3 (2023) del director argentino Eduardo Williams. 

Su confluencia en la competencia oficial del evento provoca que entre ambas se establezca una singular zona de tensiones de la que emanan, como géiseres, diálogos imprevistos, complementariedades súbitas y confrontaciones raramente armónicas. Como dos cuerpos celestes de poderosas fuerzas gravitatorias, las dos películas parecen establecer una órbita temporal alrededor de un centro de atracción provocado por la colisión de sus propias potencias. 

Mientras con El auge… Williams parece proponer un discurso sobre la levedad, la disolución de lo matérico, la fuga de la realidad ‒o la realidad como fuga perenne‒, así como del audiovisual como dispositivo y plataforma de la posibilidad infinita, con Pepe, De los Santos Arias sugiere un discurso de lo denso, lo inexorable, acerca de la incomprensión, la incomunicación y el destino trágico que determina las existencias de los seres “marcados para matar” desde su génesis. 

Inmersas en este contrapunteo, las dos películas se inscriben en un territorio de riesgo estético que catapulta a la contemporaneidad fílmica latinoamericana hacia nuevos horizontes formales, narrativos y conceptuales, en los que forma y relato experimentan simultáneos colapsos y expansiones: la sístole y la diástole de un corazón fílmico cada vez más saludablemente provocador. 
 
El auge del cine… 
 

El auge del humano 3 integra con la previa El auge del humano (2016) una peculiar trilogía de dos filmes, que tampoco es díptico ni bilogía. La ausencia de una película intermedia que justificara la lógica cimentada en el mundo de los números naturales, hace que se experimente un posible corrimiento hacia el universo de los números irracionales, fraccionarios o imaginarios. Hacia otras dimensiones de la probabilidad. Y quizás ahí yazga El auge del humano 2, invisible para el espectro luminoso que admite el diseño (y limitación) del ojo humano, así como para el resto de sus sentidos físicos. Pero siempre intuido, elucubrado, posible. 

El tercer vértice perceptible de tal trilogía semi real, o surreal, o incluso absurda, es a su vez un desafío a las propias posibilidades de la percepción. Williams parece estructurar el relato como un febril juego de descolocaciones espacio-temporales a golpe de montaje que emula un estado alterado de consciencia, y termina inscribiendo también a esta ‒más que película‒ experiencia fílmica, en los anales de la psicodelia. 

El auge… es también una obra sobre la expansión de las propias nociones limitadas de lo real y la realidad, de lo posible y la posibilidad, trascendiendo y a la vez asimilando todos los campos genéricos cinematográficos que más explícitamente han tensado estos constructos: la ciencia ficción, el horror, el fantástico. También absorbe con potencia de agujero negro, sin dejar de revelar una doble naturaleza de agujero blanco, la imaginería surreal, las sinuosidades oníricas. Pues el ser humano encuentra su verdadera medida en el reino de la imaginación ‒redil de todos los mundos y todas las dimensiones‒. He ahí su auge, su apoteosis, su clímax existencial y filosófico. 

Con esta película, los márgenes se convierten en nuevos e infinitos centros y ejes. Los centros y ejes convencionales se ven relegados hacia márgenes nuevos. Es un arrecife en el que se estrellan todas las olas de la mirada rígida, fracasan los embates de toda corrección, se estrellan todas la marejadas provenientes de las costas del país de los estereotipos. Es una propuesta que urde sus propias reglas, aun ignotas, aun impredecibles. 

Williams ‒también guionista, o mejor: guía chamánico‒ induce a sus personajes a desplazarse por una realidad porosa, dúctil, no euclidiana. Se revela interconectada por portales interdimensionales que trascienden distancias físicas y momentos. El relato potencia la simultaneidad, en detrimento de todas las convenciones y arbitrios “lineales”. El tiempo, los sucesos, la vigilia, los sueños, la duermevela, la alucinación, transcurren de manera fractal. Los hechos se rizomatizan en nuevos acontecimientos que siguen sus propios senderos dramáticos, sus propios clímax y epílogos, allende los límites percibidos de una película que siempre parece estar comenzando, generando sentidos e historias en un arrebatado surtidor. Pero sobre todo, provocando la posibilidad de infinitos relatos.

En su perenne desafío y asimilación de todas las taxonomías clásicas, El auge… puede concebirse como una road movie coral que remonta los senderos del universo sensible, las corrientes de la realidad líquida, las calzadas del éxtasis. La diégesis de esta película no es una “tierra en trance” sino una tierra-trance, una tierra-transición, un punto de tensión entre los múltiples universos de la infinitud posible.

Eduardo Williams filma con una cámara de 360° y proyecta los resultados en un espacio de bidimensional. En vez de “perderse” o “malograrse” los resultados panópticos que garantiza entusiastamente esta tecnología, se generan sensaciones otras, perspectivas otras, incordios otros, discordancias congruentes. El auge del humano 3 resulta también el auge del cine. Su artífice concilia lo aparentemente inconciliable, pues en el universo todas las piezas engarzan con todas si se asume orgánicamente la maleabilidad de sus elementos, su intrínseca naturaleza mutable. 

Al azar…, Pepe 
 

Conscientemente o no, Pepe hereda del imprescindible Robert Bresson el simbolismo trágico del animal que este decretara en su película más triste: Al azar, Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966). Así, Nelson Carlo de los Santos Arias (Santa Teresa y otras historias, Cocote), director, guionista, fotógrafo y coproductor de este “estudio de la imaginación” ‒como reza el subtítulo de la cinta‒, sumerge su relato en estas aguas alegóricas para también hablar de un ser descolocado, en perenne escapada hacia ningún lugar. Justo en rumbo de colisión con su propia muerte, que es la muerte de todos los desdichados. 

Contrario a la infinita multiplicidad que El auge del humano 3 ofrece a sus personajes, libres como ningunos de ser y estar en todos los universos, la cinta dominicana coloca a su único protagonista, el hipopótamo Pepe, en un angosto sendero que secuencia tras secuencia va estrechándose hasta asfixiarlo. 

Pepe es también un viaje, pero fatalmente unidireccional a pesar de que el relato también siga una estructura lingüística diversa, revele un temerario polimorfismo y hasta construya sentido desde una polifonía que subraya las insalvables bardas de la incomunicación que la especie humana ha alzado frente al resto de los seres vivos. Sin que el personaje bestial llegue a compartir su inmenso peso dramático con sus contrapartes humanas. 

Pepe es la monstruosidad engendrada por una infértil y violenta operación de importación de especies autóctonas a un hábitat ajeno. Es hijo del desarraigo, y su origen africano sugiere por momentos una alegoría de la esclavitud que drenó los pueblos y civilizaciones de este continente durante siglos de expansionismo colonialista europeo. Su existencia anómala en Colombia se debe al capricho excéntrico del caudillo narcotraficante Pablo Escobar, empeñado en construir su Xanadú campestre.

La “animalidad” del protagonista pudiera hablar de la percepción deshumanizada que los esclavistas “blancos” tenían de esos seres con los que traficaban como fuerza de trabajo no sintiente. El resto de las especies también son seres sensibles, y la esclavitud humana ha sido más condenada que la animal desde otra perceptiva, que sin dejar de ser piadosa revela una actitud de superioridad colonial sobre el resto del entorno. 

A la vez, el hipopótamo es dotado de una voz (en off) también polifónica, que resume los ecos de su tierra originaria ‒el mbukushu bantú hablado en los alrededores del río Okavango, en la entonces Südwestafrika, hoy Namibia‒, de los colonizadores ‒el afrikáans de los boers‒, y de la tierra que lo mal adoptó ‒el español‒ como un tumor maligno que nunca logró engarzar en las dinámicas ecológicas de la Colombia que yace a un océano de distancia de su hábitat natal. 

Pepe es un emigrante renuente, un desplazado, un paria forzoso que mira el mundo con la piedad y el sosiego de un mártir que halló la paz en la bienhechora muerte. Desde las esferas trascendentes despliega un recuento meditabundo sobre su existencia, sobre su peregrinar sin rumbo por las corrientes colombianas, a través de las que se desplazó como una criatura casi sobrenatural, reavivando los viejos horrores humanos ante los seres imposibles. 

Lejos de su mundo, Pepe transmutó en lo desconocido, y asoló con su mera rareza las aguas calmas pobladas por sujetos humanos pero ctónicos, dotados de una elementalidad subdesarrollada que ya De los Santos Arias había explorado con acre criticismo y una perspectiva sardónica en su anterior largometraje Cocote (2017). 

Otro de los ejes estético-discursivos por los que el autor desplaza el relato es el genérico, llegando a frisar el “cine de monstruos” al estilo de Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975), justo en el momento en que concede el punto de vista a los humanos, quienes solo saben sentirse amenazados ante todo lo que desconocen y eliminarlo para mantener sus limitados modelos de la realidad. De los Santos Arias apela al estereotipo para hablar sobre seres estereotipados, burdos, más simples que el reflexivo hipopótamo, guiados por instintos tan elementales como abyectos. La humanidad es una enfermedad letal que corrompe a Pepe, al Baltasar de Bresson, al Eo de Jerzy Skolimowski (2022), y los eleva a las esferas más santas del martirologio.

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