Retrospectiva de Narcisa Hirsch

 

Por Pablo Gamba 

Una retrospectiva de la obra en soportes fílmicos de la recientemente fallecida Narcisa Hirsch (1928-2024) fue parte de la (S8) Muestra de Cine Periférico de La Coruña. Comprendió 25 piezas realizadas entre 1967 y 1984, organizadas en 4 programas temáticos, lo que constituye un panorama bastante completo de su producción en este período, más un corto de 2019. 

La posibilidad de tener acceso a un conjunto tan amplio de películas de la cineasta experimental argentina para programar muestras de este alcance se ha concretado recientemente por el trabajo de rescate, clasificación y restauración de la Filmoteca Narcisa Hirsch. Ha permitido la realización también de una exposición y retrospectiva en Buenos Aires, y programas similares en Documenta Madrid, Viennale y el MoMA, por ejemplo. 

Esto conlleva una necesidad de revisar la valoración de la cineasta como pionera del cine estructural argentino con Taller (1973) y Come Out (1974). Es un lugar que le asigna en la historia Pablo Marín, aun existiendo cierta confusión respecto a las fechas de ambas películas ‒en particular respecto al orden de realización‒ que ahora se ha aclarado, al parecer. 

Las retrospectivas recientes confirman el giro que representaron estas películas en la obra de la cineasta. Su producción anterior tenía un estrecho vínculo con el arte argentino de vanguardia la época. Marabunta (1967), por ejemplo, es el registro de un happening de Hirsch y Marie Luise Alemann que filmó Raymundo Gleyzer, quien iba a convertirse en una figura emblemática del cine militante. Otro happening de las dos artistas se registró en Edgardo (1967). Pink Freud (1972), comentada en Los Experimentos, en una nota sobre la exposición en Buenos Aires, es un corto relacionado con los happenings filmados para Muñecos/Have a Baby (1972-1973), film que no se incluyó en la muestra de La Coruña. 

La performance es otra práctica que Marín señala en la interdisciplinariedad característica del cine experimental argentino con el que rompió Narcisa Hirsch con su giro estructural. Pero es identificable en un corto presentado en la S8, Retrato de una artista como ser humano (1973), que incluye referencias a Marabunta y a otro happening registrado en una película que tampoco estuvo en la muestra, Manzanas (1973), además de a Canciones napolitanas (1971). 

Quizás incluso habría que clasificar esta última película como cine-performance, por lo que respecta a las acciones de comer una postal e hígado crudo vistas en un plano detalle de una boca de mujer con los labios bellamente pintados. Es uno de los primeros gestos de rebeldía de Narcisa Hirsch con respecto a los estereotipos femeninos y las restricciones impuestas en la vida social de la época a las mujeres, sobre lo que habrá que volver extensamente aquí. 

Hay una película que la retrospectiva lleva a añadir al giro estructural de Hirsch ‒hacia lo formal como característica predominante, según la definición sumaria de P. Adams Sitney‒. Se trata de Potrero (1973), contemporánea de Taller, según las fechas ahora establecidas. Es el resultado de filmaciones del mismo paisaje en la Patagonia argentina, con la cámara en la misma posición, en diversos momentos de un año. 

Incluso en el marco de la hibridez que Marín considera característica del cine experimental de la actualidad, se percibe el domino de la búsqueda formal en Pradera (2019), de Narcisa Hirsch y su nieto Tomás Rautehstrauch. Enmarcado en una situación que podríamos reconocer como ficción, que es una proyección doméstica de Super 8, un zoom in hace que la imagen en la pantalla de un trigal filmado en blanco y negro llegue a abarcar por completo el cuadro. ¿Qué vemos entonces? ¿El trigal proyectado en esa casa, en el tiempo de la escena, o el registrado en la película en el presente, donde estamos los espectadores? Es una manera de hacer patente el poder que tienen las imágenes en movimiento de abrir capas de otro espacio-tiempo en el momento y el lugar en que las vemos.


Igualmente trata Pradera de los tiempos del cine, con una irónica reversión. La historia de ficción comienza con la llegada de un rollo de Super 8. Los dos personajes lo introducen lógicamente en una cámara, pero que se convertirá en el proyector con el que pasan la película. El tiempo del trigal visto en la proyección, que lógicamente es pasado, se confunde así también con el presente de la filmación en el marco de la ficción del cortometraje. 

La escena de ficción, finalmente, introduce otra cuestión relacionada con el tiempo, en este caso biológica: la de las generaciones de la abuela y el nieto. Pero también el cine está involucrado en esto porque la colaboración de ambos crea otra temporalidad, la del film, que los trasciende. Podemos ver aún a Narcisa Hirsch en Pradera aunque haya muerto el 4 de mayo. 

Un giro autobiográfico

Sin embargo, a contramano del giro hacia lo estructural que señala Marín, considerando el contexto del cine argentino, la retrospectiva pone de relieve un viraje que cobra relevancia en otro marco, autoral. Me lleva a volver a esto que escribió el cineasta Rubén Guzmán: “Separar la obra, en este caso cinematográfica, de Narcisa Hirsch de la ‘vida’ de Narcisa Hirsch es una tarea difícil y desafortunada. Solo nos haría perder en un bosque oscuro” (“Inscripciones de vida: el cine de Narcisa Hirsch, en Imagofagia, n.° 9, 2014). Agrega una observación que parece enigmática, pero que espero que se vaya aclarando en estas páginas: lo biográfico se manifiesta en su cine análogamente al espacio oscuro que hay entre los fotogramas, y acompaña así al lirismo. 

Voy a rescatar la palabra “biográfico” para distanciarme, además, de términos como “psicodrama” y “mitopoética” acuñados por P. Adams Sitney con referencia a un contexto diferente, que es el del cine experimental de los Estados Unidos. No quiero negar con esto la relevancia que tiene también la influencia de Maya Deren en Hirsch, por ejemplo, a la par de la del cineasta estructuralista Michael Snow en Taller y Come Out. Pero rescatar la expresión de Guzmán abre la mirada a considerar el contexto de la vida, y la oscuridad entre fotogramas que conforma una representación misteriosa. Me parece lo más adecuado para entender la relación entre hombres y mujeres, tema central en su obra, y la importancia que tiene la Patagonia como territorio real y mítico en sus películas.


Diría entonces, que hay un “giro autobiográfico” que ya se percibe en las diferencias entre la referida Retrato de una artista como ser humano y Testamento y vida interior (1976), por cómo cobran relevancia el cuerpo sufriente y la confrontación con la posibilidad de la muerte por enfermedad. La manera ambigua como esto se presenta es clave para entender lo autobiográfico en Hirsch, porque surge una tensión en torno a la duda de si existe o no un referente real en lo que le ocurre al personaje de ficción. Allí, sin embargo, lo autobiográfico aún está confrontado con una apropiación de la performance que recuerda a Retrato…, y por ende a los años sesenta y comienzos de los setenta, como se ve en el entierro imaginario de la cineasta, en el que intervienen sus amigos cineastas. 

En La noche bengalí (1980) encontramos otra pieza reveladora de la profundidad hacia la que puede apuntar el “giro autobiográfico” como clave de lectura, considerando siempre la importancia de lo que se oculta entre lo que se ve, como señala Guzmán. La realización del corto en colaboración con Werner Nekes refiere al seminario que dio en el Instituto Goethe de Buenos Aires, en el que Hirsch participó junto con cineastas como Claudio Caldini, Marie Luise Alemann, Horacio Vallereggio, Mario Piazza y Juan José Gorasurreta. Pero el título, por la alusión a la novela de Mircea Eliade, y el contraste entre las dos partes, traen a colación una experiencia de otro tipo, de las diferencias culturales y el deseo prohibido. 

El plano en ángulo de 90° del comienzo, la geometría de la puesta en escena en una pileta (piscina) vacía, y las salidas y entradas en cuadro del personaje femenino crean una tensión de los cuerpos entre sí y con el espacio que se añade al deambular en trance de la mujer. La segunda parte, que se desarrolla en un espacio cerrado, es reveladora del motivo de esa tensión; el encuentro de los cuerpos del hombre y la mujer. Sobre todo, la práctica erótica de pararse ella sobre el varón acostado, lo que invierte prácticas sexuales que de algún modo replican los estereotipos sociales. 

No es irrelevante que el contexto de este “giro autobiográfico” sea la dictadura más terrible de la historia argentina, la que se inició con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. La represión sexual tiene este marco, que se añade a la posición de Hirsch por lo que respecta al decoro que se impone como norma moral de respeto a las apariencias en su clase social. Por tanto, La noche bengalí es también una película que ayuda a entender hasta qué punto el Instituto Goethe fue un refugio para los cineastas experimentales con cuyo nombre se los conoce como grupo.


La tensión entre las dos partes de esta película ‒y su relación con la oscuridad entre las imágenes que señala Guzmán‒ me resulta reveladora también con respecto a dos de los filmes patagónicos de Hirsch reunidos en la muestra en particular. Explica, a mi entender, el mito de la mujer-pájaro libre de amar al hombre joven y bello que desea en Ulises (1979). Es algo implícito en la pieza por lo que respecta a los hermosos planos de las gaviotas del lago Nahuel Huapi, el personaje que extiende los brazos de modo que el poncho parece alas y el contrapunto con los planos detalle del rostro del amado, al que vemos desnudo en el mar y en las rocas de la playa, motivo que está en otras películas con el mismo sentido de libertad. 

Ulises, sin embargo, tiene también dos partes, y la segunda comienza con planos detalles de lo que parece sangre derramada entre las rocas y de una gaviota muerta. Vemos después a la mujer, vestida de rojo y no de negro, como antes, echada sobre la playa pedregosa. ¿Habrá muerto como el pájaro?, ¿habrá sido todo un sueño de amor y libertad? Quizás hay otro paralelismo menos feliz con la ninfa del mito, que esperó inútilmente en la playa el regreso de Ulises y murió de amor o se suicidó por la tristeza. 

Esta representación mítica del paisaje contrasta con la de las dos versiones de Patagonia (1973 y 1977). El comienzo de la primera, con un largo primer plano de un chico humilde y de piel morena, hace patente la incomodidad de los personajes locales al ser filmados por alguien como Hirsch, como se ve también después en una escena en un almacén. La estructura de fragmentos inconexos, separados por fundidos en negro, transmite una impresión de imposibilidad de representar el referente real de aquello a lo que refiere el toponimio. El plano en el que “Patagonia” está escrito al revés sobre la nieve es revelador en este sentido y la canción “It’s a Long Way” (1972), de Caetano Veloso, que Hirsch usó para musicalizar, por la evocación de la distancia. Es el mito el que puede dar la imagen del territorio, como ocurre con referencia a los europeos, como la alemana Narcisa Hirsch, en una pieza comentada en Los Experimentos que no se incluyó en el muestra: Orly Antonie, rey de la Patagonia (1983). 

Del mito al ensayo 

La relación del mito con la autobiografía se percibe también en Orfeo y Eurídice. La música de la ópera homónima (1762), de Christoph Willibald Gluck, trae a colación el mito en la que parece ser una historia de la cotidianidad de dos amantes en una casa de la Patagonia. Pero un primer motivo de inquietud es que entorno social queda fuera de campo salvo por un viaje del hombre a un pueblo, presumiblemente de compras y significativamente solo, y una lancha que aparece a lo lejos, al final, y que crea una vaga impresión de que será necesario huir de ese lugar.


También los amantes hacen un viaje a la playa, pero se los ve igualmente solos. Los planos de Narcisa Hirsch y Rafael Maino desnudos refuerzan esta impresión de soledad, aunque un gran plano general en picado de los dos es revelador de la presencia de un tercero tras la cámara, y quizás indicio de la necesidad de la huida en bote a la que hice referencia. En este contexto, creo que el exterior viene a ocupar aquí el lugar del infierno del que el poeta y músico intenta rescatar a su amada en el mito de los griegos. 

Otra razón que encuentro para distanciarme de las categorías de P. Adams Sitney es que, entre las películas de Narcisa Hirsch que podrían considerarse que responden con más claridad al concepto de “cine mitopoético” ‒de las que son ejemplos en la muestra Señales de vida (1979) y Ama Zona (1983)‒ puede seguirse un itinerario hacia algo diferente, el cine de ensayo que se perfila en A Dios (1989) y que anuncia las últimas piezas en video de la artista, Myst (2019) y Materia oscura (2023), donde su pensamiento deviene especulación sobre el universo. 

En Señales de vida encuentro referencias a Maya Deren, en particular a Ritual en el tiempo transfigurado (1946), una de las películas mitopoéticas emblemáticas del underground estadounidense. Se trata, además, del corto que quizás mejor ilustra, por el recurso de narrar con sombras proyectadas en el suelo y siluetas, lo que escribió también Rubén Guzmán acerca de la oscuridad en el cine de Narcisa Hirsch, en tanto “abstracción desde la cual nacen […] sus ideas e imágenes”. En este caso, las sombras refieren al mito cristiano del sacrificio en relación con la problemática relación de la artista con la maternidad, lo que es una manera de tratar el tema muy distinta de la espectacularidad sesentista de Pink Freud y Muñecos/Have a Baby

En Ama Zona hay un giro de eso hacia el empoderamiento, tal como está implícito en la referencia al mito de las guerreras del Amazonas y que en este caso sería una mujer de montañas nevadas y lagos, como la Patagonia. Pero también hay algo que inquieta en esta película, y es el misterio que crea por lo que respecta a la posible referencia de la amputación de un pecho para poder disparar mejor flechas con su arco, en el plano frontal del personaje que va entrando lentamente en foco en zoom in, como en Come Out en zoom back. Descubre el personaje sensualmente uno de sus senos, por el que se derrama un hilo de sangre inexplicable y perturbador. La limpieza del pezón también recuerda el amamantamiento, lo que vuelve a traer aquí la obsesión de Narcisa Hirsch con el tema de la maternidad. 

¿Hay una referencia en esto a experiencias de la cineasta con su cuerpo? Es la misma pregunta que el espectador o espectadora puede hacerse con referencia a la enfermedad mortal implícita ‒¿cáncer?‒ en Testamento y vida interior y que también queda sin respuesta. Son otros dos ejemplos, entonces, de esa oscuridad entre fotogramas que conforma lo autobiográfico en las piezas de la cineasta, como sostiene Rubén Guzmán. 


En A Dios, Narcisa Hirsch vuelve una vez más al tema de las relaciones entre los hombres y las mujeres con un discurso basado en C. G. Jung, figura clave para entender el cine mitopoético, según P. Adams Sitney. Pero aquí estamos en una pieza en la que el recurso del mito cede su lugar a un pensamiento feminista profundo. Se expresa en contrapunto, además, con una celebración, en los hombres, de lo que se entiende que aprecian principalmente en las mujeres: la belleza de los cuerpos y de los rostros. 

La crítica del patriarcado se hace extensiva a la ausencia de la violenta ferocidad misántropa de un Jonathan Swift. Hay margen para crudeza, pero también para la ternura en la ironía de Hirsch: el motivo del hombre que, con una pierna rota, recorre la película en muletas y conforma la débil línea narrativa subordinada a la forma retórica. También para el amor, e incluso la admiración. Se abre, finalmente, la posibilidad de un hombre y una mujer iguales, a pesar de sus diferencias, tanto en los cuerpos desnudos como en los personajes vestidos para la acción, para correr en moto, tan parecidos que hasta dejan margen para la duda de si serán dos hombres. 

Entre la oscuridad y la comunicación 

Los intertítulos de A Dios llaman la atención sobre otro aspecto de la obra audiovisual de Narcisa Hirsch, que es la importancia que tiene el texto escrito en algunas de sus obras. Está también al final de Señales de vida: las palabras de Cristo en la cruz: “Eli, Eli, lama asabthani”, como figuran en la Biblia protestante de Lutero. Otro ejemplo en la retrospectiva es Para Virginia (1984), que significativamente es también una de las cuatro cartas fílmicas que comprende la selección presentada en la S8. La escritura se hace extensiva allí a las paredes, en el espacio público, lo cual parece continuación de una faceta poco conocida del arte de Hirsch, que son los grafitis poéticos que hizo durante la dictadura. En este corto, ya en democracia, estos mensajes comparten el espacio con grafitis electorales. 

Intuitivamente, el texto filmado está en tensión con lo mitopoético. Mientras que lo segundo apela, necesariamente, a los sentidos implícitos de lo simbólico, la escritura es una comunicación que tiene, al menos como base, un significado explícito, que es el de las palabras. Dos de las cartas incluidas en la muestra son reveladoras de cómo de este modo se disipa la oscuridad que Guzmán sostiene que rodea y conforma sus imágenes. Son las que están dirigidas a Rafael Maino, en las que le confiesa su amor.


Ambas, que están fechadas en 1975 y 1984, respectivamente, junto con otra carta fílmica, dirigida a su hija, Andrea (1973), son también muestras de cómo el cine experimental se desarrolla en un espacio de definición imprecisa por lo que respecta a los límites de las esferas privada y pública, incluso íntima, en estos casos. No hay necesariamente solución de continuidad entre obras como estas y otras que no tienen destinatarios explícitos como las cartas, pero igual circulan entre amistades, quizás incluso solo en las casas de los realizadores o sus amigos. Hasta en ciertos espacios públicos de exhibición, el público del cine experimental suele consistir esencialmente en integrantes de un círculo de personas cercanas. 

En Para Virginia, en cambio, la destinataria es diferente. Se trata de una joven que Narcisa Hirsch conoció y que se quitó la vida, lo que lógicamente conmovió profundamente a la cineasta a pesar de lo lejano del vínculo. El punto es que en la pieza se hace dominante, como respuesta, una aspiración performativa a causar un efecto alentador, obviamente ya no en la Virginia del título, sino en cualquier espectador y, sobre todo espectadora, que pueda estar deprimida, padeciendo una tristeza que de algún modo se vincula con la condición de ser joven y ser mujer. Se filtran de nuevo en esto los intersticios oscuros a los que hemos venido señalando. 

Algo muy inquietante para mí en el corto es el tilt down final sobre la foto de la chica que se supone que es la destinataria. Mira hacia arriba, en un gesto que parece de esperanza. Sin embargo, el movimiento de la cámara se detiene en la parte media del cuerpo, y surge una sensación como la que me transmiten Ama Zona y Testamento y vida interior. ¿Había quedado embarazada Virginia a esa edad? ¿Tuvo algo que ver con la decisión que tomó? El tratamiento de la maternidad en la obra de Hirsch me inclina a pensar eso. Hay que reparar, además, en que el encuadre hace que el vientre y la cabeza no aparezcan juntos en el plano. Si bien un movimiento sin cortes los conecta, es significativa su dirección: hacia abajo. Quizás, por tanto, en la mirada al cielo del personaje lo que hay es anuncio del suicidio. 

Volviendo ahora al comienzo al llegar al final de esta nota, quisiera terminar señalando la importancia que el diálogo ha tenido desde en las primeras películas estructuralistas de Narcisa Hirsch, esas que marcaron un deslinde, a comienzos de los setenta, con el cine experimental argentino anterior. Come Out se apropia de una obra minimalista de Steve Reich y en cierto modo es un intento de hacer algo análogo a lo del músico en el sonido, pero con las imágenes. En el zoom también hay una apropiación de Wavelenght (1967), de Michael Snow. Algo análogo ocurre en Taller con otra obra de Snow, A Casing Shelved (1970), que entiendo que la cineasta argentina conocía por referencias, como yo, a diferencia de las otras dos. Tanto en esta película canadiense como en la de Hirsch hay una imagen visual y una descripción verbal de los objetos presentes en ella, que desborda esa limitación en el caso de Taller

En A Dios, Hirsch dialoga con C. G. Jung y en sus obras finales en video especula sobre el universo, como dije, en colaboración con otros artistas, Robert Cahen y el citado Rubén Guzmán en Kosmos I (2017) y Kosmos II: la incertidumbre (2018), o en diálogo con la exposición Cómo atrapar el universo en una telaraña (2017-2018), de Tomás Saraceno, en Myst (2019). Es la versión de lo borgiano en la obra de la cineasta argentina, que en su país periférico se siente llamada a hacer películas que de alguna manera respondan a las que se le presentan como obras de un cine universal.

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