La gruta continúa
En la competencia nacional del Festival de Mar del Plata se estrenó La gruta continúa (Argentina-Cuba, 2023), tercer largometraje documental de Julián D’Angiolillo, que recientemente llegó a los cines en Buenos Aires. Estuvo además en Doc Lisboa y el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana.
El catálogo del INCAA, el instituto de cine argentino, clasifica a La gruta continúa como cine científico y experimental. Es una combinación que sonaría perfectamente lógica desde la perspectiva de la ciencia, puesto que el experimento es una manera de llegar a ese tipo de conocimiento. Ver este documental es una experiencia de los sentidos y la imaginación, que es lo mejor que puede hacer el cine para hacernos conocer aquello que se filma.
La gruta continúa es una película sobre cavernas cuyos personajes principales son espeleólogos de Cuba e Italia. El primero es un país donde la disciplina logró establecerse como ciencia con fuerte apoyo del Estado que creó la Revolución Cubana, lo que sigue siendo una circunstancia excepcional en el mundo. Los científicos italianos también han cambiado las cosas. Estudian las cuevas sobre bases nuevas, como son las corrientes de aire y no de agua, y la “música” que producen, y los del grupo Grotta Continua han tomado su nombre de una consigna de la izquierda revolucionaria, “la lucha continúa”. Podría decirse que algo análogo se propone hacer la película de D’Angiolillo con los documentales científicos.
Hay en la película explicaciones científicas de los espeleólogos participantes, pero ninguna impone sus razones a la experiencia de ver y escuchar. Es algo que queda claro desde el comienzo, cuando vemos a uno de los personajes que hace pruebas con la dirección que toma el humo del cigarrillo que enciende en la cueva antes de que sepamos que es para saber hacia dónde va al aire, si la cueva está aspirando o soplando, como dice.
Una referencia ineludible de La gruta continúa es La cueva de los sueños olvidados (Alemania y otros países, 2010). Diría que allí el 3D fue la alternativa de Werner Herzog para ir más allá de la superación del primer y principal problema que plantean la fotografía y la cinematografía subterránea, y que es la creación de la imagen visual en esa oscuridad por medio de la iluminación. Pero se trata de una tecnología que tuvo un breve auge comercial con el establecimiento del cine digital como hegemónico, y en la película argentina se vuelve con una mirada crítica a esas imágenes que causan la impresión de tridimensionalidad. El interés se dirige ahora a cómo se ven sin los anteojos especiales necesarios para producir ese efecto.
En la exploración de las cuevas, Julián D’Angiolillo sigue caminos alternativos, como los espeleólogos con el aire. Investiga otras posibilidades sensoriales del cine buscando una nueva percepción del espacio con el sonido, el montaje, la música, los modelos digitales y la posibilidad de jugar con aquello que se considera tema serio en la ciencia.
Hay una escena en la que un espeleólogo cubano golpea con las manos las que parecen ser estalactitas para que sintamos como suenan, además de cómo se ven bajo la luz artificial. Pero la prueba es también una improvisada percusión con las diferentes “notas” que saca de ellas, lo que se convertirá en un motivo clave de la música creada por Nicolás Varchausky, que se integra al diseño sonoro como un todo.
Hacia el final la película se desliza desenfadadamente hacia los placeres del videoclip. Allí la mirada ya no se dirige al movimiento del humo sino a su materia flotante, y la experiencia cinematográfica de la cueva se convierte en un viaje visual y musical por el paisaje de puntos que conforman su representación tridimensional electrónica en los modelos computarizados.
El montaje hace que la representación del espacio no distinga con precisión los lugares. Se los identifica tardíamente y se producen falsas impresiones de continuidad. Hay que añadir a esto la tendencia a la dispersión en la parte del Mercado del Balón de Turín, donde la atención se desvía hacia las cromolitografías y un extraño personaje que toca una flauta. Hay en esto un progreso de las búsquedas en torno al espacio y grupos que se dedican a una actividad de los largometrajes anteriores de Julián D’Angiolillo: Hacerse feriante (2010) y Cuerpo de letra (2015).
Incluso parece haber viajes en el tiempo en La gruta continúa. El personaje flautista se siente como transportado de la Edad Media a la actualidad en Turín, por ejemplo. La música que lleva al videoclip tiene un correlato histórico en la danza, en la faceta paralela de espeleóloga de Alicia Alonso, a la que se conoce como la figura más representativa del ballet en Cuba.
Pero con estas últimas y otras imágenes de archivo, y las placas conmemorativas de la pernocta del Che Guevara en una cueva, el documental se aproxima peligrosamente a las figuras emblemáticas de la Revolución, a su imagen oficial, lo que es contrario a cualquier impulso revolucionario. No podía faltar en este contexto la foto de Fidel Castro. También de Raúl Castro, que desde antes de la foto y hasta 2008 estuvo al frente de las fuerzas armadas cubanas.
Si las guerras de la modernidad transformaron las cuevas en refugio para bombardeos de todo tipo, y esa fue la razón de la estadía del Guerrillero Heroico en 1962, los científicos las consideran hoy lugares de supervivencia de la humanidad a una catástrofe medioambiental. En este sentido mantienen viva en torno a ellas la utopía de una sociedad nueva, organizada sobre la base de la ciencia. De un modo lejanamente análogo, en el cine La gruta continúa está entre las obras que le abren hoy espacio a un documentalismo de nuevo tipo, que explora el mundo desde lo sensorial y lo lúdico, y renuncia a la retórica didáctica y la falsa transparencia de las imágenes.
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