Un círculo que se fue rodando y Los capítulos perdidos


Por Pablo Gamba 

Un círculo que se fue rodando (Argentina-Francia, 2024), fue la ganadora de la competencia Flash de cortometrajes del FID de Marsella. La realizadora, Liv Schulman, participó en el festival hace dos años con otro corto, Persona (Argentina, 2022). Podría decirse que su trabajo se inscribe entre los que afrontan el dilema de la persistencia de la alienación como problema en una época en la que parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, como escribió Fredric Jameson. 

En Un círculo que se fue rodando, Schulman vuelve al tema de la circulación, en este caso de personas por el microcentro de Buenos Aires. Antes lo había trabajado a una escala transfronteriza, y con referencia al cambio de moneda y los paraísos fiscales, en el video La desaparición (Argentina, 2013) y la videoinstalación Eurropa (2021), respectivamente. 

De algún modo esto vincula su trabajo en el corto premiado con una de las figuras del nuevo cine argentino de los años noventa, Martín Rejtman. La manera como se va pasando de unos a otros de los personajes en largos planos sin cortes, el manejo de la cámara y el desajuste del sonido con respecto a la posición de los personajes en el plano visual, me hacen pensar también en otro film de esa época: Slacker (1990), de Richard Linklater. En la Argentina, los noventa son la época emblemática del neoliberalismo. 

Las transiciones establecen conexiones insólitas de las personas con cosas en Un círculo que se fue rodando, sobre la base de lo cual la realizadora disimula los cortes. Son un motivo que refiere sutilmente a la alienación, pero sobre todo esto se percibe en las constantes desviaciones de la mirada de la cámara, que actúa como un personaje más, hacia los avisos comerciales: casas de cambio para turistas, el “compro oro” para porteños necesitados de dinero y, sobre todo, bancos. Irónicamente entre ellos hay uno “cooperativo”, cuya sede parece la de una corporación financiera más. 

Creo que el “que se fue rodando” del título podría referirse a que unos personajes llevan a otros, en lo que Schulman ha descrito como un ballet que va haciendo así la película. También la cámara dirige su mirada hacia otras cámaras, las de vigilancia. Ruedan secretamente el rodaje, no como un “making of” sino con fines de otro tipo de seguimiento, policial. Es un detalle no trivial, el único que advierte que la circulación, en apariencia libre, de lugares como este de las ciudades tiene como garante la coacción. 


Es igualmente significativo que la película haya sido rodada ‒con notable maestría técnica, hay que destacar‒ en la zona de más actividad de Buenos Aires y en pleno día. Recorre calles emblemáticas como Corrientes y Florida, así como Libertad y otras. La manera de actuar y hablar insólita de los personajes, que visten todos remeras (camisetas) con frases estampadas que se añaden a su verborrea nerviosa incontenible, no causa reacciones en la gente que transita por la calle. Esta actitud parece operar, por omisión, como una suerte de garante del libre flujo de la locura, lo que me lleva a vincularla con lo señalado anteriormente con respecto a la vigilancia. 

El desacople que se reitera de las voces de la presencia visual de los personajes en el plano, así como la falta de solución de continuidad en el sonido entre las palabras dichas y los pensamientos, me transmiten una sensación de desajuste entre palabras y acciones. No parece posible, por tanto, que el lenguaje pueda coordinar la acción en ese mundo, sino que corre paralelamente al flujo de personas y cosas de un modo análogamente alocado. Es a lo más profundo que se llega con respecto a la alienación. 

Agrego, con relación a esto, que el corto comienza en un cine que pasa películas “de arte”. En consonancia con el tema de la circulación, es un pequeño complejo del microcentro que ha cambiado de mano y de nombre varias veces desde los sesenta, y siempre termina igual, en la quiebra, como si la cultura que allí tiene refugio cayera una y otra vez ante el capitalismo. 

El plano inicial del corto muestra la proyección allí de la que parece ser una película militante feminista, por los pañuelos verdes, ante pocos espectadores que después no actúan de acuerdo con lo que son, público de cine “de arte”, pero solo porque hablan. Es un plano que desencuadra la pantalla de la sala, lo que es un comentario de la cámara. Llama la atención sobre el contraste entre la película y la actitud pasiva de los que la ven. 

Percibo algo sintomático en esta situación. La pasividad del público, por una parte, es reveladora de la hegemonía de un orden cívico, democrático y civilizado correlativo al del capital, aunque la rebeldía parezca desbordarlo en la película y lo haga también eventualmente en las calles, con épicas ciudadanas como la conquista del derecho al aborto. Las conversaciones que allí tiene lugar perturban ese orden, pero no lo desafían. 


Rescate e imaginación

El motivo de la ciudad me lleva a comentar en esta nota también otra película que se estrenó en el FID de Marsella, en la competencia de primeras películas: Los capítulos perdidos (Venezuela, 2024), de Lorena Alvarado. Trata de otra capital latinoamericana, Caracas. 

El título alude a una parte de la historia de la ciudad y del país que ha quedado fuera de campo, y el comienzo apunta hacia la modernización que le dio a Caracas su identidad arquitectónica y que, en consecuencia, ha marcado y marca la vida de los caraqueños, a pesar del deterioro general que ha atravesado Venezuela los últimos años. Es algo característico del desarrollismo, pero ha cristalizado en obras de impresionante belleza como el espacio de integración de las artes que es la Ciudad Universitaria, vista en varias partes de la película, y en algunas viviendas, de lo que es ejemplo la quinta Mijita, identificada como un personaje más en los créditos. 

La casa le da una ubicación social a la mirada de Los capítulos perdidos. Es la de la clase social dominante derrotada por el ascenso de Hugo Chávez al poder, salvo en los casos de integración al nuevo régimen cívico-militar. La protagonista es una de las hijas, y llega de visita de Europa, donde vive, como tantos venezolanos que han decidido marcharse del país. Su padre optó por quedarse y hacer del oficio de librero una vocación de rescate de la cultura nacional, en tiempos en los que la emigración pone en venta no solo inmuebles sino también bibliotecas. 

La empresa del rescate de la cultura y la memoria aspira a legitimarse como nacional el marco de la destrucción de los grandes proyectos culturales del pasado por el régimen bolivariano. Tuvieron incluso trascendencia latinoamericana en los años de la democracia, como en el campo del libro la Biblioteca Ayacucho o la editorial Monteávila. También lo poco de belleza que Caracas puede ofrecer hoy a sus habitantes, aparte de las montañas que la rodean, parece estar en las obras públicas modernistas que se descontinuaron. 


Los capítulos perdidos se presenta así como una película de arquitectura y literatura en la que la descripción de los espacios domina a la acción. En su débil narración hay dos personajes que, como detectives de libros, recorren lugares míticos para los lectores, como los puestos de venta de la avenida Fuerzas Armadas y la Gran Pulpería de Libros Venezolanos. Son el otro lado de la modernización interrumpida, a donde van a parar joyas de la literatura nacional como artículos de segunda mano, destino análogo al de las bibliotecas que adquiere el librero en la película. 

Los capítulos perdidos también hace honor a su título como imaginación del tiempo. En un país en el que los mitos fundacionales de Simón Bolívar y Hugo Chávez se imponen como culto religioso, más que historia oficial, la protagonista se lanza a investigar la historia de un inventor del pasado para fabular sobre ella, escribiendo una novela. Va tras los pasos del escritor venezolano Rafael Bolívar Coronado, autor de la letra de “Alma llanera”, considerada como un segundo himno nacional, pero que también publicó artículos, literatura y falsificaciones históricas bajo centenares de seudónimos. 

Este es el lado F de falso (1973) de Los capítulos perdidos y una ironía, creo, de las tantas “verdades” que se difunden acerca de Venezuela. Pero de algún modo es también una apertura a la posibilidad de rescatar y reinventar el país en tiempos de crisis, algo que parecidamente está en el cine experimental en Super de Diego Rísquez, en Bolívar, sinfonía tropikal (1981).  

La recuperación de la modernización desarrollista y la invención de la historia en Los capítulos perdidos no conllevan, sin embargo, un llamado a fuerzas mesiánicas que, por más débiles que hoy sean, puedan redimir el pasado continuando las luchas populares traicionadas. No era el caso tampoco de la película Rísquez, que convocaba a esta tarea a una élite del saber y social, “lo más selecto de la inteligencia para 1979”. En ambos casos se retrotrae la imaginación del país a la “sensibilidad criolla”, como la llama Paul Schroeder Rodríguez en Una historia comparada del cine latinoamericano. Es una mentalidad característica de la clase dominante, previa a la incorporación de las masas a la política nacional.

Por esto tampoco tienen cabida en la película otras obras del arte y de la literatura nacional que dieron cuenta de cómo la modernización fue experimentada como un proceso extraño hasta lo alucinante y violento desde otras sensibilidades, como en el relato Asfalto infierno (1963), de Adriano González León, ilustrado con fotografías de Daniel González, y la obra del grupo vanguardista El Techo de la Ballena en general. Otro ejemplo es la utopía de otra ciudad moderna, como futuro posible de una historia de conflictos sociales, que plasmó la izquierda cultural en el monumental espectáculo multimedia Imagen de Caracas (1968).

Estos son otros episodios que no faltan, pero sí rodean Los capítulos perdidos. En ellos el pasado se memoró, el presente se vivió y el futuro se imaginó desde perspectivas sociales y políticas que son parte de ota historia que se hunde en el olvido, arrastrada por el fracaso del chavismo.   

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