Conversación con Camila Rodríguez Triana
El 25 de julio se estrenó en Colombia En sombras (Colombia, 2023), largometraje de la cineasta y artista visual colombiana Camila Rodríguez Triana, una de las figuras más importantes del cine actual en ese país y en Latinoamérica. Vuelve allí al tema insoslayable en Colombia que es la memoria de la guerra, con un personaje que fue guerrillero, el Ejército lo capturó y lo torturó, estuvo preso, y fue perseguido por sus excompañeros cuando decidió dejar la guerrilla al recuperar la libertad.
En sombras es un film experimental en la manera como se construyen el relato, el protagonista y el único espacio, la casa familiar en ruinas a la que retorna el exguerrillero. Un primer reto que plantea al espectador es que no hay uno sino tres personajes de este hombre, por lo que debe estar muy atento a las claves que se le van dando poco a poco para entender la relación entre ellos. También hay que abrirse a la posibilidad de un relato no realista sino alegórico, lo que incluye la casa como lugar metafórico y otros símbolos que cobran importancia, como la oscuridad y la luz.
Las actuaciones están basadas en el performance y en un tipo de teatro que no es el que sirve de base a la narración clásica ni a la televisión, lo que también pone a trabajar al espectador de otra manera. Sin embargo, el público colombiano podrá reconocer algunas referencias a la historia nacional en el sonido, los simpatizantes de la izquierda otras, y la realizadora también recurre a un arte que ha permitido a los cines nacionales conectar con sus públicos desde cuando el sonido llegó a las películas: la canción.
Rodríguez Triana realizó En sombras en el marco de sus estudios en Le Fresnoy, en Francia, pero no se parece a las que otros cineastas latinoamericanos hay producido en esa escuela. Se diferencia también de la obra que la precede en su filmografía, El canto del Auricanturi (Colombia, 2023), que estuvo en el Festival de Karlovy Vary. Esta otra película relata historia de reparación de dos mujeres en un pueblo, en el marco de la guerra sin fin de Colombia, y en ella parece acercarse incluso al género del terror, en boga en Latinoamérica, con tópicos como escalofriantes golpes a las puertas y una laguna en la que se arrojan de noche cosas para hacerlas desparecer, pero que las aguas devuelven y hacen que salgan a flote misteriosamente.
Conversamos con Camila Rodríguez Triana por el estreno de En sombras y sobre su cine marcado por el silencio, el trabajo con los cuerpos, el espacio y la memoria, que ha dado otras piezas notables como su segundo largo, Interior (Colombia, 2018), sobre las diversas personas que ocupan sucesivamente una habitación en un modesto hotel.
“No me gusta que de entrada la historia sea tan clara. Suelo narrar las historias más fragmentadas, por medio de pistas que se van dejando en diferentes lugares. Hay veces que la gente siente que no entiende, pero ahí está la información, puesta en pistas, y al espectador le toca estar atento y leerlas”
—Lo primero que te quería preguntar es por los personajes de En sombras y la importancia de sus cuerpos. ¿Cómo es eso de poner una vida en un cuerpo?
—Siempre he estado muy interesada por el lenguaje no verbal. Siento que con él se expresan cosas que la palabra quiere ocultar o, a veces, dice lo contrario. De alguna manera es más fácil manipular la palabra, mientras que en el lenguaje no verbal las emociones, lo que se siente, afloran así uno no quiera. En mis películas siempre hay personajes muy silenciosos, que hablan poco, y por eso es que trabajo mucho en construir lo que no se dice con la palabra sino con el cuerpo, con el vestuario y con los ambientes, los espacios, los objetos. Para mí, todo eso expresa quién es uno. Más allá de que verbalmente se diga o no se diga, eso que es uno está depositado ahí.
—Esa es, para mí, la importancia del cuerpo como un ente comunicador. Es un ente que revela, que guarda pistas de quiénes somos, así como las guardan también los espacios y los objetos que poseemos. Es lo que pasa en En sombras: están estos tres hombres, que no entendemos bien al principio quiénes son ni qué está pasando, pero todo el tiempo en sus corporalidades propias, la corporalidad entre ellos, los objetos de esa casa y el espacio están condensadas pistas de esa historia que se van revelando de a poco, sin total claridad.
—Una decisión radical que tomaste fue utilizar estos tres hombres, y crear esa enigmática relación entre ellos. Para el espectador puede ser un desafío. ¿Por qué tomaste la decisión de ir más allá del cuerpo individual?
—Porque esta película está inspirada en una persona real que en su vida tuvo que transformar su identidad tres veces, por razones de la violencia de este país. Tiene un primer yo, que es el que llega hasta su juventud y que es el que conoce su familia. Cuando decide entrar a una guerrilla, tiene que transformarse en otro. Abandona su casa, debe distanciarse de su familia para protegerla y tiene, además, que cambiar su nombre, se vuelve otro. Después, cuando decide salirse de esa guerrilla, es perseguido por esos guerrilleros y los militares, y una vez más debe transformar su yo. Tiene que cambiar su nombre y construir una historia.
—Hay tres momentos de ese hombre con los que su yo actual se pelea, por momentos se reconcilia y por momentos quiere otra vez que no estén. Le cuesta enfrentar esos yos del pasado. Está en una lucha constante con esas decisiones que tomó y con esos otros yo que fue. Por eso decidí que fuesen tres hombres, cada uno de los cuales representa un momento de la vida y de la historia de esta persona que estamos contando.
—Me parecía lindo que entre ellos pudiera haber un diálogo corporal, en acciones metafóricas de cómo es la relación de él con sus otros yos, en esa casa que, para mí, es un poco su propia mente y su propio espíritu. La casa es como una metáfora del interior donde están estos tres hombres decidiendo no verse, por momentos, queriendo llamar la atención, en unas luchas, hasta que se hablan y se cuentan su propia historia, y se reconcilian o, por lo menos, se ponen en paz para continuar el camino, digamos.
—Lo desafiante es que no le das al espectador pistas de eso al comienzo, lo confrontas con este desdoblamiento. ¿Por qué decidiste utilizar esta estrategia de desestabilización del espectador?
—En El cauto del Auricanturi pasa también. Es algo que hago en todas las películas, y es que no me gusta que de entrada la historia sea tan clara. Eso hace al espectador pasivo porque ya sabe a dónde va a ir. Suelo narrar las historias más fragmentadas, por medio de pistas que se van dejando en diferentes lugares.
—En el caso de En sombras, están estos tres hombres que al principio uno no entiende quiénes son. Después aparecen tres mujeres. Pero hay pistas: está el casete de la mamá que le habla, están las reacciones constantes de ellos tres, los audios en off, el texto en que habla una mujer con una carta... Está la canción que canta la hija. Cada canción fue compuesta con pistas que se van entretejiendo. Hay veces que la gente siente que no entiende, pero ahí está la información, puesta en pistas, y al espectador le toca estar atento y leerlas. Tiene que armar, tiene que participar, tiene que atender.
—Soy una persona observadora y voy leyendo la realidad a través de pistas que voy encontrando. Uno se construye así lo que entiende del mundo. Quizás por eso así también narro mis películas. Huyo de lo tan claro. Por eso tampoco está la palabra que intenta explicarlo todo.
—Otra cosa linda de este cine desafiante para el espectador es que lo combinas con una tradición popular, que es incluir el número musical, la parte en la que los personajes cantan. ¿Por qué buscas el balance entre eso que requiere esfuerzo y esto otro del canto?
—Siempre he creído que la música y la canción tienen el poder de llegar al corazón primero que a la cabeza. Las imágenes, la literatura pasan por la cabeza y llegan al corazón o no. Hay unas que se quedan en lo racional, y otras que logran traspasar y llegar. Uno escucha canciones que remueven emociones, y se demora en entender por qué. La música tiene esa potencia, y yo creo mucho en ese poder. En este sentido se torna importante para mí, en esta película, dejar esos momentos.
—Una canción está inspirada en lo que esa hija le quisiera decir a su padre, y es un momento en que ella va a tocar a ese hombre, no en un diálogo de palabras que van a la cabeza sino más de la emoción. La otra canción se compone con lo que él quisiera decirles a esas mujeres que perdió, y es lo mismo. Por eso se recurre a este arte que, para mí, toca el corazón primero que la razón.
—La música también está en El canto del Auricanturi, en ese canto que le deja la madre. Son comunicaciones del corazón que relaciono con la música.
—En El canto del Auricanturi el espectador no se hace partícipe de la música de la misma manera porque no puede entender la letra.
—No solo es en la música sino también en algunos diálogos. Hay diálogos que no se traducen y están en un idioma que no podemos entender. Cuando pensaba en la relación que tiene una madre con sus hijos, en este caso su hija, pensaba que hay un lenguaje que solo lo entienden esas dos personas. Es el lenguaje de cuando llamas a tu madre, le dices “hola, mamá”, y ella te pregunta qué te pasa. Rápidamente sabe que te pasa algo. Hay ahí un lenguaje que no es explicable y que uno no termina de entender hasta que materna, hasta que decide vivir ese lugar.
—Quería construir ese lenguaje para esa mamá y esa hija. El ejercicio que hicimos con las actrices fue construirlo entre ellas dos. No es un lenguaje existente sino que ellas se lo inventaron. Decían “¿cómo nos decimos ‘te amo’?”, y creaban palabras que ellas dos iban a entender pero que se escapaban a los demás. Hice esta apuesta por un lenguaje que racionalmente no entendemos, pero para mí, cuando lo hablan o lo cantan, hay algo que uno alcanza a sentir. En el tarareo o en la melodía de esa música, o en cómo se canta, hay algo que uno llega a intuir.
—Me pasó mucho, cuando estaba haciendo investigaciones con unas comunidades indígenas, que hay veces que uno no logra entender la lengua que ellos hablan o cantan, pero hay algo en su raíz que nos mueve, porque nosotros también venimos de ahí, de ese territorio. Hay algo que te pasa, que te atraviesa, y algo interno que se mueve y, sin entenderlo, hay una sensación que te llega, muy poderosa. Hay una memoria que tengo, aunque ni siquiera sé que tengo, pero que se mueve cuando escucho esa música. Esa era la búsqueda en esa película, que explora mucho la raíz y lo ancestral.
—Pasemos ahora a otro aspecto de tu cine, desde Interior, que es el uso del espacio como dispositivo narrativo. ¿Por qué te interesa el espacio con esa función y cómo ha cambiado la construcción del espacio del realismo de esa película a En sombras, donde es alegórico?
—Para mí los espacios son también lo que te decía antes: lenguaje que comunica quién es la persona que los habita. Son testigos de la vida de uno. Los objetos que usamos tienen marcas de uso, marcas de tiempo; los espacios también. Para mí todo eso es lenguaje hablante que trabajo mucho y además me ayudan a crear algo que también trabajo: el ambiente que rodea las historias.
—En cada película está de diferente manera. En el caso del hotel de Interior, se me planteaba un ambiente neutro que con cada personaje que llegaba se transformaba, para volver a la neutralidad después y volver otra vez a transformarse, como el niño que pinta la pared, y una señora viene y borra ese dibujo. Es un espacio que intenta ser neutro para acoger al que llegue, pero que con el que llega se transforma. Un espacio, además, muy chico, muy interior, asfixiante, porque no tiene ventanas. A veces me quedaba a dormir allí, y era la sensación que tenía, un poco de ahogo. Es tan chico que a veces se vuelve difícil, pero al no haber exterior sino solo en audio, nos obliga a estar ahí con ellos, a leer esos elementos tan intensamente. Así se trabajó este espacio.
—En El canto del Auricanturi está la casa de la madre, que para mí refleja lo que ha hecho todo ese tiempo. Ella hace el gesto de reparar con el hilo. Repara las ropas, repara la mesa con unas raíces. Está el tejido que la hija toca y que está como roto. Quería que ese espacio reflejara esa acción de querer reparar una historia de vida o unos dolores o una violencia, y así se trabajó la construcción, para que allí aflorara la violencia y se sintiera que en un tiempo fue arrasado ese espacio, pero también el gesto de reparación.
—Después [en En sombras] está esta casa. Para mí, más que real, era un espacio metafórico del interior del hombre, con lo que plantea Gaston Bachelard sobre los espacios. Quería, entonces, que estuviera llena de objetos ligados a la historia real del personaje que inspiró la película. Por eso están unos casetes y hay un momento en que encuentra unos cómics que para esa persona tienen un sentido; está la grabadora en la que escucha esa canción de la revolución o del comunismo, La internacional. Es un espacio donde cada objeto, y las paredes también, denotan el tiempo que pasó, esa casa que se dejó abandonada, esa memoria que no se quiso recordar por muchos años, pero a la que se retorna para ponerse en paz en ella.
—En sombras es una película que hiciste en Le Fresnoy, pero no se me parece para nada a otras cosas que he visto realizadas en esa escuela. Háblame un poco de tu experiencia allí y de esta disidencia, si es tal.
—Tenía este proyecto mucho antes de ir a estudiar a la escuela, pero el personaje que inspira la historia no estaba preparado para contarla, y eso significó que yo lo esperara. Pasaron varios años hasta que me dijo que quería hacerlo, y encontramos la manera que fuera más cómoda para él. Al principio pensaba que podía ser un documental, pero él decidió que no fuera así sino que quería contarla como una ficción. De ahí nace toda la propuesta de la película. Había hecho un corto explorando todos estos elementos de la ficción llevados al performance, al teatro. Nunca salió porque hice la película.
“Tenía una cosa plástica que quería muy clara desde que llegué al Fresnoy. Esta película, aunque se hizo en esa escuela, se grabó acá, en Colombia, y no en Francia, y todo el equipo que estuvo en el rodaje es de acá. Después, en la postproducción, entró gente francesa, pero ya había una cosa muy marcada. Quizás por eso es diferente”
—Llegué al Fresnoy con este proyecto bastante avanzado, y ahí me encontré con el asesor que lo acompañó, que es Béla Tarr. Lo más importante que me dio para el proceso fue enseñarme a pensar la película no solo en texto sino, desde el mismo guion, en imágenes. En vez de escribir, lo que hacía eran dibujos que representaran lo que quería grabar y los ponía en unas tarjetas, en una mesa, lo que nos permitía ir moviéndolas para armar el rompecabezas de la película. El asesor me ayudó a entender cómo íbamos a juntar todas esas imágenes que yo tenía, de recuerdos, de conversaciones, de historias que me habían contado en torno a esta historia y que se habían vuelto una escena, un performance concreto; cómo podíamos darles unidad en una película.
—Creo que eso fue lo que más me dio la escuela porque ya tenía una cosa plástica que quería muy clara desde que llegué al Fresnoy. Esta película, aunque se hizo en esa escuela, se grabó acá, en Colombia, y no en Francia, y todo el equipo que estuvo en el rodaje es de acá. Después, en la postproducción, entró gente francesa, pero ya había una cosa muy marcada. Quizás por eso es diferente.
—Pasando a El canto del Auricanturi, quisiera preguntarte si se podría decir que es una película del género de terror.
—Creo que lo que narra es un poco de terror porque es la guerra. Lastimosamente, la hemos normalizado, pero creo que cualquier guerra es de terror. La cantidad de gente que matan, cómo la matan... Hay formas inimaginables para uno de cómo asesinan a la gente en este país, que tiene una historia muy larga de violencia y han pasado cosas como los falsos positivos, militares que matan cantidad de jóvenes campesinos para decir que son guerrilleros y tener aciertos en su guerra. Por eso hay ese ambiente en la película. No podría narrarse la guerra, para mí, de otra forma. Ese temor, esa zozobra están en la guerra; el dolor está en la guerra; esas personas que uno sabe que están ahí, pero no sabe quiénes son. Uno no sabe cuándo van a llegar, cuándo lo van a matar, pero sabe que está la amenaza. Todo eso es la guerra.
—En esta película, que narra una historia rodeada por la violencia que se vivió en ese espacio, que está retornando, claramente se siente el terror de las personas que viven la guerra y que no están de un lado ni de otro, sino en el medio. En ese sentido podría decirse que es una película de terror. Yo no la veo así, como se conoce el género, sino como que lo que narra es de terror.
—Hay un personaje de El canto del Auricanturi que se llama como el de uno de tus cortos: Alba Zapata. ¿Por qué el personaje de una película reaparece así en otra?
—No son el mismo personaje, aunque podría serlo. Son dos personajes diferentes, que comparten el nombre y que tienen una historia con una hija. Alba de un recuerdo (Colombia, 2013) es un cortometraje documental. Es una persona real que conocí y que me llamó la atención porque todos en el pueblo decían que estaba loca. Pero, cuando la conocí, me di cuenta de que no estaba tan loca como decían, sino que tenía unos dolores que estaba transitando, como lo que le pasó con su hija. Quise contar eso que ella transitaba.
—El nombre, Alba, para mí es muy lindo por lo que significa: ese momento del amanecer. Quizás por eso lo volví a traer en esta película. Como también es de un poco de zozobra y casi desesperanza, me parecía lindo que ella se llamara Alba por el si significado de ese nombre.
—Otra relación posible entre En sombras y El canto del Auricanturi es que una es una película de hombres y la otra de mujeres. ¿Hay diferencias entre ambos mundos para ti, como cineasta?
—Pues mira que no era tan consciente de eso. Ahora que lo dices, pienso que sí, es verdad. Pero yo me acerco a la persona independientemente de su género. Los procesos que he hecho con cada persona con la que he trabajado, porque ha inspirado una historia, porque estoy haciendo un documental de esa persona o porque está siendo actriz de un personaje, ha sido muy detallado con respecto a esa persona.
—Suelo hacer un trabajo de preproducción muy largo, en el que me tomo el tiempo de conocer a las personas para saber cómo dirigirlas. No hago la dirección de los actores igual para todos, sino que depende de lo que descubro en cada uno de ellos, cómo me es más fácil guiarlos según sus personalidades, quiénes son ellos. Uno empieza a conocer, en la escucha que tiene en la preproducción, qué elementos y qué emociones tienen incorporadas en sus vidas que pueden darles a los personajes, y a partir de eso se trabaja. Este trabajo, que es muy fino, en el que realmente me tomo el tiempo de estar con ellos, de escucharlos, de conversar, de construir memorias de los personajes, me permite saber un poco más de ellos para poder entender cuál es la mejor forma de acompañarlos en la película. Ayudarlos a que su trabajo y su personaje salgan de la mejor manera depende de mi trabajo como directora. Entonces, no creo que fue diferente porque fuesen hombres o mujeres, sino porque eran personas diferentes.
—Con Alba [Celina Arcos de Rosero], en El canto del Auricanturi, aprendí que no le podía dar indicaciones como a Natalia [Cortés Rocha], quien es Rocío. A Natalia era más fácil dirigirla con la palabra porque ella entendía muy rápido. A Alba le costaba un poco más recordar. Entonces, tenía que inventarme otras formas y palabras clave, o a veces estaba escondida en la escena y la tocaba para que entendiera que ahí tenía que pasar algo. No se me ve, pero muchas veces estaba dentro del set tocándola. Es entender cuál es la mejor forma de ayudar a esa persona a que pueda realizar este trabajo.
—En Alba y en Rocío había una cosa del cuidado que era muy importante. En la relación de ellas hay una delicadeza, de preparar el alimento, de dejarlo caliente... algo lleno de afecto y de tacto que no podría decir que es muy femenina, pero siento que así es mi relación con mi mamá. Eso lo traspasé ahí un poco: cómo yo me relaciono con mi mamá y cómo ella me demuestra su afecto, y los recuerdos que tengo de ese tacto, esos gestos, el servirme la comida. Esa relación que tengo con mi madre la puse ahí.
“Cuando trabajo con personas que han sufrido la violencia real, siempre hay una pregunta ética que me acompaña, y es hasta dónde ir para no generar más dolor y no revictimizar a las víctimas”
—La relación del hombre [en En sombras] está inspirada en ese personaje real que me contaba y que yo podía observar sus maneras. En él hay menos tacto, intenta no ver, intenta ignorar y, al final, cuando los arropa [abraza] un poco, se le sale ese gesto. Pero es solo al final, cuando puede volverlos a ver. De resto, todo el tiempo es como que no los quiere ver.
—¿Cómo es tu trabajo para escarbar en ese terreno tan difícil, tan duro, que es la memoria colombiana?
—Cuando trabajo con personas que han sufrido la violencia real, y no como uno, que está construyendo una ficción, pero que, gracias a Dios, no la ha sufrido como ellos, siempre hay una pregunta ética que me acompaña, y es hasta dónde ir para no generar más dolor y no revictimizar a las víctimas. Es una pregunta que está ahí, constantemente.
—Siempre lo que intento es ir hasta donde ellos me dejan y respetar sus tiempos. Por ejemplo, el personaje de En sombras, como te conté, cuando conocí la historia, quise hacer la película, pero él no estaba listo. Después, yo quería hacer un documental. Él me había dicho que sí, y empecé a trabajar, pero en un momento me dijo que no quería un documental: “No quiero que sepan que soy yo, me da miedo. Quiero que se cuente la historia, pero como una ficción, sin que se revele mi identidad”. Le dije que íbamos a hacerlo así, y replanteé todo el proyecto, porque es la manera de responder la pregunta ética que acompaña estos procesos para mí, de respetar hasta dónde quieren ir ellos para no generar más dolores sino, quizás, todo lo contrario en el acto de memoria, y poder sanar algo.
—Con El canto del Auricanturi era lo mismo. Esa película se grabó en un pueblo que había sufrido esa violencia. Los personajes que son del pueblo, que eran la gran mayoría, tenían recuerdos muy vívidos de esa violencia. Por ejemplo, cuando llegan, y golpean las puertas y hacen todo ese ruido, la señora que hace de costurera se ponía muy mal porque había vivido eso en la vida real. Entonces, era acompañarla cuando ella se veía en esa situación, aunque fuera una ficción, pero que para ella es fuerte recordar.
—Hay que hacer muchos ejercicios. Yo me asesoro mucho con personas que saben de psicología y de procesos de sanación para poder acompañar, y que no solamente se viva el dolor y se deje ahí, sino que uno pueda acompañarlo hasta que se vuelve a salir de él. Porque siempre está la pregunta. Para mí es lo más difícil del proceso de trabajar con víctimas.
—¿Cómo es la relación entre tus trabajos como cineasta y cómo artista? ¿Cuál consideras que lleva tu carrera y es seguido por el otro?
—Si hablas con personas que conocen más las películas, dirán que soy más cineasta, y las que conocen más el trabajo plástico dirán que soy más artista. Para mí son los dos, no pondría uno por encima del otro.
—Empecé con el cine, pero después del Fresnoy la parte plástica comenzó a tomar mucha fuerza. Se dieron proyectos en los que esta parte de mi trabajo se volvió muy importante y es una exploración del lenguaje que me interesa. También siento que están entretejidos, porque en El canto del Auricanturi varios elementos de la casa son obras mías y nacieron de exploraciones plásticas que venía haciendo en otros proyectos, o la casa de En sombras. Hay un tejido en el que uno se alimenta del otro y viceversa.
—¿Cómo ves la situación actual del cine en tu país?
—En este momento hay muchos cineastas que se están atreviendo a explorar su propia voz. Creo que eso es importante. Hay muchos artistas con educación en las artes que han empezado a hacer cine, y eso genera una exploración del lenguaje cinematográfico. Se toman riesgos en las construcciones narrativas y plásticas, y las películas se están volviendo muy interesantes.
—Está toda la historia que abrió las puertas: Luis Ospina, Carlos Mayolo, todo ese grupo. Está también Víctor Gaviria. Ellos son los que empezaron. Pero después vino una generación que, a mi parecer, quizás seguía los modelos que imponen festivales como Cannes, muy inspirados en las películas míticas francesas, italianas, en todo ese cine. Esas películas son importantes, pero yo veía en ellas una falta de preguntarse por la propia voz.
—Contar la violencia sigue siendo importante. Hay mucha gente que se queja cuando ve otra película sobre la guerra del país, pero cuántos años de guerra ha habido. Yo, desde que nací, no conozco en paz este país, y estaría mal que no contáramos la guerra, que nadie hiciera nada sobre esa realidad tan dura. Es una labor del arte también: generar pensamiento sobre lo que ha marcado la historia en el territorio donde vivimos.
—Aparte, el fondo de cine que tenemos, Proimágenes Colombia, es muy bueno, y mucha gente lo sabe. La manera como se entregan los estímulos es una competencia limpia. Ojalá fueran más, pero creo que, en comparación con otros países, somos muy afortunados en tener ese fondo. Entonces, te diría que es una industria que está en un buen momento y que está creciendo.
—¿Hay algunos cineastas que me pudieras dar como ejemplos de esa corriente de búsqueda de la voz propia que mencionaste?
—Hay uno que ha hecho cortos y un largo, y hay un par de cortometrajes de él que me gustan mucho, Camilo Restrepo. Hay una cineasta que ha hecho cortometrajes solamente pero creo que, más allá de la duración, son películas donde ella está desarrollando una voz como artista muy interesante y que es Laura Huertas. Hay otro, que se llama Sebastián Múnera. Son directores que están en media carrera o empezando. Está Laura Mora, también. Su última película a mí me gustó mucho.
—Ahí hay unas exploraciones que a mí me da gusto conocer porque, más allá de que a uno le gusten o no, uno ve una exploración de la propia voz del artista más que el seguir modelos que vienen de afuera, de los países desarrollados. Eso me parece muy valioso.
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