La torre
Por Pablo Gamba
Llegué a La torre (Colombia, 2018), de Sebastián Múnera, por la entrevista que le hice a Camila Rodríguez Triana para Los Experimentos con motivo del estreno en Colombia de En sombras (Colombia, 2023). Lo incluyó entre los cineastas de su país que se destacan por la búsqueda de una voz propia. Este documental tiene, además, una coincidencia con las películas de la realizadora también de Interior (Colombia, 2018): el trabajo con el espacio.
El film de Múnera, hasta ahora su único largometraje, se estrenó en la sección Bright Future del Festival de Rotterdam y estuvo después en el Festival de Cartagena, pero no es uno de esos títulos que suelen citarse como referencia del cine colombiano contemporáneo y sus tendencias. Tampoco entre las películas latinoamericanas importantes de su momento, lugar que debería dársele, a mi manera de ver, junto con la citada Interior.
La torre es un documental sobre la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, el atentado que con bomba que se hizo contra ella en 2004 y el proceso de demolición y reconstrucción que se llevó a cabo años después. Una referencia insoslayable es Toda la memoria del mundo (1956), de Alain Resnais. Pero Múnera conjuga el interés por la memoria con una profundización en la búsqueda de otra manera de percibir el espacio y una exploración de la relación del cine con la fotografía.
Estas búsquedas le dan a La torre su característica más resaltante, que es la singularidad formal. Aunque su desarrollo sigue el transcurso de una jornada, desde el trabajador que se dirige a la biblioteca por la mañana hasta los que permanecen allí por la noche, no es una forma narrativa. Tampoco una combinación de la modalidad expositiva del documental, con voz narradora, y la forma que divide el argumento en categorías, según la organización de la biblioteca, como en Toda la memoria del mundo.
Diría que la forma de La torre es descriptiva. Siguiendo a Christian Metz, significa que en la película de Múnera se “transforma un espacio en un tiempo”, expresión que parafrasean André Gaudreault y François Jost en El relato cinematográfico. Esto no excluye el tiempo de la acción. Lo que pasa es que el tiempo espacializado se hace dominante, y de esta manera puede comprender acciones en las que el sentido descriptivo domina al narrativo.
El archivo fotográfico de la biblioteca y la participación como uno de los actores del artista Jorge Ortiz, cuyo trabajo se centra en los procesos de laboratorio y no en el uso de la cámara, asocian el tiempo espacializado de la descripción con el de las fotos. Esto abre lo descriptivo a lo sensorial, porque la exploración de las relaciones entre el cine y la fotografía se orienta en particular hacia la luz. La experiencia de los sentidos se conjuga, además, con la memoria y la imaginación de un modo que desfamiliariza la percepción habitual de la biblioteca, la forjada por automatismos del comportamiento que nos hacen estar el en espacio sin sentirlo, con una memoria restringida a lo útil y que tampoco se expande hacia lo onírico.
Pero es una búsqueda que trasciende lo meramente formal. Se confronta explícitamente con esa otra ruptura de lo habitual que causó el atentado terrorista, de destrucción y miedo, algo lamentablemente familiar también para los sentidos y la capacidad de imaginación deteriorados por el espectáculo de la violencia. Contra eso se plantea igualmente la mirada singular de La torre. Con la apertura a lo onírico que hay cuando la desfamiliarización enrarece el sentido, lleva también lo sensorial descriptivo hacia asociaciones que evocan mitos como las bibliotecas que contienen mundos en la obra de Jorge Luis Borges o el incendio de la biblioteca de Alejandría, o más vagamente la Torre de Babel, que puede traer a colación el título.
Hay una pista respecto a la luz que encontramos en la primera escena, que no transcurre en la biblioteca, pero sí en otro espacio en construcción: trabajos en una autopista urbana, en la parte que pasa bajo un puente por donde vemos caminar al que después reaparecerá como uno de los tres personajes principales de La torre. Un travelling lo sigue en su tránsito por el borde de la vía, como si fuera un indigente en estado de perturbación mental y no el obrero que es, como después se verá. Pero al salir de la sombra bajo el puente, la luz disuelve la imagen en un limbo blanco.
El uso del blanco y negro conjugado con fragmentos en color, y también con partes en las que la iluminación hace borrosa la distinción entre ambas cosas, es un elemento clave de la desfamiliarización. Lo mismo ocurre con el sonido por la ausencia de voice over y parlamentos, salvo en dos escenas.
Los colores que se identifican no son, además, solo los primarios sino los de la bandera de Colombia, lo que abre una sugestiva interpretación alegórica. La forma fílmica de La torre se basa también en estas relaciones asociativas, así como en la exploración de lo abstracto, la pura forma en las imágenes en la composición de algunos planos.
Algo en lo que La torre dialoga lúcidamente con Toda la memoria del mundo es en la cámara en desplazamiento constante del film de Resnais y cómo la mueve Sebastián Múnera en su película. Los travellings son sorprendentes aquí por las asociaciones que construyen dentro de la continuidad del plano.
Uno de los varios ejemplos que podrían citarse comienza mostrándonos al joven obrero de la autopista, descamisado, del lado de afuera de un ventanal de la biblioteca. La cámara emprende entonces un movimiento por la sala de lectura en desmantelamiento, el que vemos cruzar frente a ella unos niños y después una niña más pequeña, sentada en el piso, entre dos estantes, jugando con cubos, lo que no es congruente con el trabajo de remodelación.
Hay un retroceso allí del tiempo por lo que respecta a las edades de los personajes, que van de la juventud a la temprana infancia, así como el recorrido del travelling va desde la parte que se desmonta hasta donde aún no parece haber comenzado el proceso y se ve, por tanto, la sala de lectura como debía ser antes.
Algo análogo ocurre en la película en su conjunto, que llega al final a una escena en la que los personajes hacen una fogata y comen en torno a ella los que parecen ser aguacates (paltas), como en una vuelta a una era primitiva, antes de la invención de la escritura y de las bibliotecas. Allí, además, interviene en off el director, que en esa parte final ordena, irónicamente, el comienzo del rodaje. Si Resnais cita a Welles al poner en cuadro el micrófono, Múnera lo hace allí también con la que sería la revelación de un secreto análogo en La torre al rosebud de El ciudadano Kane (1941).
La indagación en las relaciones del cine con la fotografía se hace evidente en una escena que también es de cámara en travelling. Otro movimiento patente allí es el deslizamiento de la película fílmica, como si fuera una subjetiva de quien lo ve en una moviola, revisándola quizás para restaurarla, como trabaja el personaje de Ortiz con fotos en otras escenas.
El travelling sigue la escenificación de una fotografía antigua y termina mostrando el interior de la cámara de esa época, en la que se forma la imagen sobre una placa de vidrio. Es, además, la otra escena con parlamentos de La torre, que refiere al rescate de las imágenes, como ocurre tanto en el proceso de restauración de fotos como en el registro de la biblioteca que está cambiando con la remodelación. Es otra pista que la película da a sus espectadores con respecto a su mirada al espacio, como cuando las imágenes del archivo que se rescatan no son realistas, junto con otras que sí lo son y una más inquietante aún, de un teatro en construcción, en la que la relación entre el adentro y el afuera tiene un aspecto surrealista.
En la parte final de La torre, la cuestión fotográfica cobra más relieve en torno a la exploración de cómo el espacio cambia por efecto de la iluminación. Pero es algo significativo, sobre todo, por lo que respecta al tipo de búsqueda sensorial cinematográfica que hay en esta película.
Aunque la música es un elemento de cohesión formal importante, y se usa con un sentido alegórico misterioso en una secuencia, el sonido no tiene en La torre la importancia sensorial que cobró en el cine latinoamericano contemporáneo con películas como La ciénaga (Argentina, 2001) y el cine de Lucrecia Martel, en particular. Es la luz la que adquiere este protagonismo, lo que tiende puentes en otra dirección, hacia el cine experimental. Esto también precisa el lugar que ocupa la película de Sebastián Múnera en el panorama del cine latinoamericano contemporáneo.
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