El ladrón de perros

 

Por Pablo Gamba 

En la competencia latinoamericana del Festival de Mar del Plata está El ladrón de perros (Bolivia-Chile-México y otros países, 2024). Se estrenó en el Festival de Tribeca, en los Estados Unidos, y es el segundo largometraje que dirige el chileno Vinko Tomicic Salinas. En el primero, El fumigador (Chile-Argentina, 2016), tuvo como codirector a Francisco Hevia. 

Lo más importante que hay apreciar en El ladrón de perros es que no cae en la pornomiseria en el tratamiento del personaje principal, que se presta para ello en la tradición del “cine de la marginalidad”. Se trata de Martín, un adolescente huérfano boliviano de La Paz, al que llaman despectivamente “indiecito”. No vive en la calle, pero solo porque una sirvienta le encuentra un lugar en la casa donde trabaja y está bajo la atención de los servicios sociales del Estado para que lo adopten, a pesar de que ya no es un niño. 

Martín no lucha contra la sociedad que lo margina sino por integrarse a ella. Esto le da una perspectiva cívica reformista a la mirada crítica de la película. Es algo que la distancia de la tradición de izquierda del nuevo cine latinoamericano, que valora los conflictos sociales, y también del nihilismo punk de Rodrigo D, no futuro (Colombia, 1990), de Víctor Gaviria, una película emblemática del giro posterior en el tratamiento de este tema, y del indigenismo. 

El comienzo da una pista importante al respecto a las aspiraciones de Martín. El orden de los hechos de la ficción lo presenta como un alumno de escuela que se disfraza de lustrabotas para ganarse la vida como puede en la calle, y no al revés. El niño que lustra zapatos, además, ejerce su oficio con el rostro oculto bajo un pasamontañas. Una escena mostrará también el interés de Martín en integrarse a la escuela como parte de la banda de música, para lo que toca ante el director una trompeta que dice que compró con su dinero. 

El protagonista ya no es tan pequeño como para pensar que busca en la adopción el amor de una familia, que de algún modo ya tiene en la sirvienta. Lo crucial es el acceso al reconocimiento, no como parte de un pueblo indígena en esta película sino en el orden de la identidad civil, en tanto persona que tiene padres, y por ende familia y un lugar en la sociedad. No existen en torno a esto los problemas de los que con tanta inteligencia se ocupa Kinra (Perú, 2023), de Marco Panatonic.


Lo que cuesta tratar de explicarse, entonces, es la contradicción que hay en Martín entre esta orientación y el robo al que hace referencia el título. Tiene como correlato la tensión a la que está sometido entre los compañeros de escuela, que lo acosan por ser quien es, y sus amigos de la calle, de cuyo mundo no quiere ser parte. En la historia se intenta mantener la coherencia del protagonista por el sentido que le da al robo y su relación con el dueño del perro, pero la motivación del hecho en función de esta caracterización interfiere con el realismo en la representación de Martín. 

Otra tensión problemática es estilística. La búsqueda de integración del personaje principal, y en mucho menor grado algunos travellings de seguimiento, me hacen pensar en Rosetta (1999), la obra maestra de Luc y Jean-Pierre Dardenne. También veo una recuperación de la tradición neorrealista por lo que respecta al no actor que interpreta a Martín, Franklin Aro, y la laguna en torno a un hecho que es central en la historia. Pero la manera como se representa al lustrabotas, y la relación con sus amigos de la calle y el robo expresan con claridad una vuelta a aquello con lo que había roto tempranamente Luis Buñuel en Los olvidados (1950), que se considera un film precursor del neorrealismo latinoamericano. 

Para caracterizar el estilo de El ladrón de perros recurriría a un concepto que Paul Schroeder introduce en Una historia comparada del cine latinoamericano. Me refiero a “melorrealismo”, de lo que es ejemplo paradigmático Central do Brasil (Walter Salles, Brasil-Francia, 1998). Es el estilo que logró reinsertar el cine de América Latina en nichos del mercado internacional entonces, reciclando el realismo del nuevo cine latinoamericano y conjugándolo con la estilización que fue base del éxito del cine industrial en los cuarenta, en particular con la vuelta al melodrama y otros géneros. Esta fórmula recuperó y renovó, según Schroeder, la tradición latinoamericana de “hacer películas como cultura mercadeable”. 

Aunque cueste resolverla apelando al realismo, como dije, la contradicción señalada del personaje se disuelve en el marco del melorralismo. También permite explicar, con referencia al melodrama, la decisión final que toma el señor Novoa (Alfredo Castro) con respecto a Martín. En este contexto la película juega con la oscuridad que se asocia a los personajes que interpreta el actor chileno para darle un giro, lo que también refiere a lo clásico si reconocemos en Castro a una estrella de cine. Por ejemplo, se podría partir de la sospecha en torno al interés sexual por el adolescente pensando en Armando, el protagonista de Desde allá (Lorenzo Vigas, Venezuela, 2015), película con la que el tema del padre también vincula a El ladrón de perros

Lugares comunes del estilo, como los grandes planos generales con leve movimiento de seguimiento o zoom in, que enmarcan al protagonista en espacios sociales, también hay que asociarlos con el melorrealismo, con la cámara que se eleva en el sertão en una de las escenas de Central do Brasil, por ejemplo. Algo similar podría decirse del riguroso cuidado profesional de la fotografía, que se inspira, a mi entender, en la pintura barroca. Es algo cónsono con una identidad latinoamericana y también con el género del melodrama. 

Pero esto plantea otro problema, en la manera como se trata de conjugar lo clásico del melorrealismo con la apropiación del cine modernista de los hermanos Dardenne. Las tensiones en torno al personaje de Martín, por ejemplo, resultan abstractas en el marco del estilo de El ladrón de perros, en comparación con la que generan sensorialmente los planos de muy cercano seguimiento a los personajes en crisis en los filmes de los cineastas belgas. Por esta razón está muy lejos de tener el poder atrapante de Rosetta.


En la película de Tomicic también se observa el cuerpo del adolescente que sufre, y que es el centro de interés en el cine de los Dardenne. Ocurre en reiterados planos de Martín desnudo de la cintura para arriba, en uno duchándose de un modo que pareciera arrancarse el lustrabotas de la piel, mientras que en otro hace ejercicio, lo que demuestra que el cuidado físico es parte de sus aspiraciones en cuanto al futuro. Pero por otro lado la película se distancia del cine contemporáneo al decantarse por una caracterización simbólica, cuando sitúa al protagonista y sus amigos en reiterados planos de un cementerio de automóviles. El ladrón de perros parece regresar así a las hoy superadas alegorías del cine latinoamericano de los años ochenta. 

Una última tensión significativa es la que hallo entre el existencialismo cristiano de los Dardenne y la manera como se enfoca el problema del joven excluido en la película de Tomicic. En la integración al orden, y en particular por lo que respecta a su relación con la figura del padre, encuentro que hay no solo una recuperación del cine popular latinoamericano sino incluso una nostalgia de los regímenes en los que se desarrolló, lo que no existe en la mirada angustiosa al presente de Rosetta. Percibo un anhelo de vuelta a la ilusión del corporativismo, que asigna a cada estamento de la sociedad ‒y también a las “razas”‒ un lugar en un orden armónico nacional, lo que no fue ni puede ser real nunca, salvo por los breves períodos que mantienen el sueño.

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