Simón de la montaña
Un argumento muy común son las aventuras de un protagonista que llega a participar de una realidad muy diferente a la que estaba acostumbrado y en la que puede o no quedarse a vivir. Las opciones del personaje son diversas. En un extremo encontramos muchas películas de cine negro, con sus protagonistas que escapan de un destino que la mayoría de las veces fatalmente regresa para recordarle que su realidad es muy otra. En un punto medio están, por ejemplo, esos héroes tan antihéroes hitchcockianos que empiezan siendo unas personas comunes y corrientes, viven acontecimientos extraordinarios y terminan volviendo a ser unas personas comunes y corrientes: La ventana indiscreta (Estados Unidos, 1954) e Intriga internacional (Estados Unidos, 1959), salvando que Grace Kelly o Cary Grant son de otra galaxia, son casos evidentes. Finalmente, en el otro extremo, en el que el protagonista puede quedarse a vivir en esa realidad diferente, tenemos el ejemplo muy simple y claro de películas como Horizontes perdidos (Estados Unidos, 1937), de Frank Capra, o ‒ya develando el tema desde su título‒ Avatar (Estados Unidos, 2009), de James Cameron. Muy en el sur del planeta ‒del cine y del real‒ Simón de la montaña (Argentina, 2024), de Federico Luis, participa de este tipo de historias.
El nombre de la película enseguida remite al Simón del desierto (México, 1965) de Luis Buñuel. La localización de la historia en una zona particularmente árida hace parecer como si el film se hiciera cargo de esa comparación, solo que en ese caso, en vez de un amargo ermitaño que escapa de la sociedad, Simón es un joven que quiere ingresar a cualquier precio en un grupo inusual.
La película empieza con un in medias res medio extraño: lo vemos a Simón aprendiendo a moverse y a hablar como una persona discapacitada, respondiendo un enigmático cuestionario. En poco tiempo y a partir de un viento Zonda, fortísimo y común en la zona andina de la Argentina donde transcurre la historia, comienza a participar de un grupo de jóvenes de esa condición.
Pronto se devela la simulación y nos enteramos que Simón es un joven común y corriente, con problemas familiares pero no mayores que los frecuentes en un joven recién salido de la adolescencia. Aun así hay una inquietud, vaga, indefinida, que persigue a Simón, y pronto lo vemos queriendo reingresar a ese grupo, copiando los comportamientos y reacciones de esos jóvenes discapacitados a tal punto de no poder discernir entre el simulacro o la realidad.
Poco a poco se comienza a despegar del mundo en que vivía con su madre y su padrastro. Pero cierta cercanía con la muerte hace que Simon deba volver, aunque sea brevemente, esa realidad para tomar ciertas responsabilidades que esquivaba.
El gran enigma que plantea la película es qué es lo que lleva a Simón a intentar por todos los medios pertenecer a ese grupo de chicos a veces peligrosamente más jóvenes que él. ¿Será la posibilidad de encontrar un ambiente de aceptación frente a una realidad familiar que él juzga complicada? ¿Será la posibilidad de encontrar una sociedad diferente aunque sutilmente parecida a aquella en la que vive, como en un espejo? ¿O será la posibilidad de estar en una sociedad que, por más fuera de lo “normal” que se encuentre, es más controlada, con menos responsabilidades, con la idea que en el fondo siempre habrá un adulto para resolver todo?
Cerca del final de la película tenemos una posible pista. En un movimiento circular, Simón es sometido a un cuestionario similar al que había tenido al principio de la historia. En este caso, en vez de ser un amigo el que lo interroga, es una autoridad: una doctora que bascula entre la ternura y la severidad. Poco a poco vemos cómo la expresión de Simón, siempre tan desafiante (Lorenzo “Toto” Ferro, actor extraordinario), va siendo demolida en cámara. Es posible entonces que el último interrogante sea la respuesta adecuada: la realidad última de Simón bien puede ser la de un niño necesitado de guía.
Quizás hay cierta injusticia en comparar a Simón y su dilema entre dos realidades con el cine extranjero cuando el cine argentino también participó de ese argumento. Mientras en el cine clásico esas realidades podían ser del orden de lo fantástico ‒ahí está el ejemplo supremo de Cita en las estrellas (Carlos Schlieper, 1949), donde la otra realidad es literalmente el más allá‒, en el cine más contemporáneo es más terrenal ‒ahí tenemos otro ejemplo máximo con Zama (2017), de Lucrecia Martel, y sus extrañezas hechas de casas reconociblemente descascaradas, de muertes en riachos típicos de la geografía argentina, de un probable paraíso en unos bañados.
De hecho, como Simón de la montaña lo muestra, esta realidad anhelada puede acontecer a muy pocos kilómetros de distancia. Pero es posible que esa cercanía sea la causa de los problemas que le plantea la libertad a Simón. El lugar de sus aspiraciones está muy a tiro como para que sea realmente otro lugar, y la frontera de una a otra puede ser muy permeable. Incluso una de las maneras de plasmar ese pasaje, como también acontecía, por ejemplo, en Los labios (Argentina, 2010), de Santiago Loza e Iván Fund ‒el sexo o la promesa de este‒, se presenta problemática, peligrosa y, en suma, profundamente incómoda para él. Quién sabe si, frente a este panorama, esa expresión de Simón frente a la doctora no implica un sentimiento de alivio.
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