El cine de Diego Rísquez
Por Pablo Gamba
El dilema entre la búsqueda de la autenticidad en la expresión personal y la identidad nacional y americana, por una parte, y por otra el interés en la comunicación con un público amplio en su país, marcó la trayectoria de Diego Rísquez (1949-2018). Es un cineasta al que se lo conoce porque es uno de los pocos de Venezuela que ha podido llegar con sus películas al Festival de Cannes, a la Quincena de los Realizadores. Fue cuando era la figura más destacada del movimiento venezolano de cine experimental en Super 8 y rodó la Trilogía americana: Bolívar, sinfonía tropikal (1981), Orinoko, nuevo mundo (1984) y Amérika, terra incógnita (1988).
Esto le dio a Rísquez y al cine experimental en Super 8 venezolano una proyección excepcional en el ámbito internacional, en comparación con los otros movimientos más importantes de la región, los de México, Argentina y Brasil. Se añadió, además, a la que ya tenía en el circuito del Super 8 la celebración desde 1976 en Caracas de uno de los más importantes festivales internacionales de cine experimental en este formato, que continuó hasta 1989. En este marco, Rísquez se destacó como realizador de films de largo metraje, como los de la Trilogía.
Bolívar, sinfonía tropikal es una película basada en la iconografía oficial de la Independencia de Venezuela que tuvo una crítica elogiosa de Alain Bergala en los Cahiers du Cinéma. Consta en la recopilación de Analisse Valera en el Cuaderno de Cineastas Venezolanos de la Cinemateca Nacional sobre Rísquez. El film está inspirado en las pinturas de Juan Lovera, Tito Salas, Arturo Michelena y otros artistas que decoran las sedes de los poderes del Estado e ilustran los textos escolares de historia. La versión en Super 8 formó parte de la Quincena de los Realizadores en 1981 junto con dos cortos de otro venezolano, Carlos Castillo: TVO (1979) y Uno para todos, todos para todos (1980). Al año siguiente, Bolívar, sinfonía tropikal fue presentada de nuevo en la misma sección de Cannes, pero inflada a 35 mm, como había sido la intención inicial del cineasta por las exigencias del tema épico y las limitaciones de la difusión en Super 8.
Otra característica de este largometraje es que no tiene diálogos sino música de Alejandro Blanco Uribe y efectos de sonido. Es igualmente el caso de Orinoko, nuevo mundo, que también fue filmada en Super 8, pero no terminada en ese formato sino en 35 mm. La recuperación del pasado en esta otra película es de los mitos indígenas, en la versión que ha llegado hasta nosotros en libros como el Popol Vuh (1701-1703). También de la iconografía de la Conquista de América de Theodor de Bry (1528-1598) y Jan van Kessel, el viejo (1626-1679), entre otros, y de las expediciones de los naturalistas europeos al continente. Orinoko, nuevo mundo estuvo en la Quincena de los Realizadores en 1984 y recibió comentarios positivos del crítico Serge Daney, en una nota reproducida también en el Cuaderno sobre Rísquez editado por Analisse Valera.
En Amérika, terra incógnita el cineasta cambió el formato de filmación a 16 mm, igualmente inflado a 35 mm al final. Otra novedad es la inclusión de la palabra hablada, aunque todavía sin diálogos. El tercer film de la serie relata el “viaje inverso” de un indígena americano cautivo a la Corte española, con citas de obras del barroco, como pinturas de Diego Velázquez (1599-1660) y música de Antonio Vivaldi (1678-1741). Además de cerrar esta etapa de su obra, fue la última película suya seleccionada para el Festival de Cannes.
El dilema reveroniano
El dilema autenticidad-comunicación tiene como referencia en Diego Rísquez la figura del pintor venezolano Armando Reverón (1889-1954). Fue el cuarto artista de América Latina a quien el Museo de Arte Moderno de Nueva York dedicó una retrospectiva. La muestra se llevó a cabo en 2007 y estuvo acompañada de la publicación por el MoMA de un libro sobre su obra.
Bolívar, sinfonía tropikal
Reverón fue un pintor que intentó plasmar la luz del trópico en sus cuadros, no por la vía del color sino por la de suprimirlo gradualmente. El crítico Luis Pérez Oramas sostiene que llevó el impresionismo hasta un punto en que comienza a “convertirse en otro arte” (“Armando Reverón y el arte moderno”). También se hizo célebre por su excentricidad, que devino en locura e internamiento psiquiátrico al final de su vida, y por su decisión de retirarse a vivir en una casa y estudio que se construyó cerca de Macuto, localidad del Litoral Central próxima a Caracas.
En ese lugar, llamado por Reverón “castillete”, creó un mundo propio de muñecas y diversos objetos que no son secundarios en su obra en relación con la pintura, y desplegó una teatralidad que igualmente hay que considerar parte de su arte. Pérez Oramas considera que con ellos su obra trasciende el impresionismo, y se anticipa a las posibilidades de lo objetal, lo gestual y lo instalativo (“Armando Reverón y la crítica del impresionismo puro”).
Esta digresión viene al caso para entender por qué Reverón fue una figura importante para Rísquez. La independencia y su condición de adelantado en el arte hizo de él un modelo. También su vida y trabajo en el “castillete”, al margen de la actividad cultural, social y política del país –voluntariamente aislado, por ejemplo, de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935)–. Los superocheros venezolanos buscaron una independencia similar con el uso de ese formato considerado amateur, un modo de librarse de los compromisos que puede exigir la realización de un cine comecial de características profesionales. Es una actitud pragmática la que predomina en el uso del soporte de paso reducido por estos venezolanos, y no exploraciones formales y de su materialidad como las que distinguen el cine experimental argentino de los setenta, por ejemplo.
El dilema está en que la independencia se confunde en Reverón con la locura, y su consecuencia final fue la indigencia. Significó para el pintor un aislamiento que limitó la difusión de su obra en vida. Pero esto hay que aclarar que Rísquez recorrió un camino inverso en su trayectoria como artista: fue de la performance y las instalaciones a un cine que para él era “pintura sin pincel”. A los filmes, aun los de la Trilogía americana, se les puede atribuir un mayor potencial de llegar al público en múltiples copias que a las expresiones artísticas circunscritas al aquí y ahora, o al espacio de la galería de arte. Hacer películas con la independencia que podía dar el Super 8 podría haber sido, por tanto, una posibilidad de resolver el dilema reveroniano para Rísquez.
Transvanguardia y política
La recuperación del arte del pasado vincula los tres primeros largometrajes de Rísquez con la pintura de la transvanguardia, como ha señalado también Valera. Comparte igualmente la aspiración a hacer un arte que rescate el genius loci, “las raíces del territorio cultural del artista”, a través del “retorno a una tradición figurativa autóctona”. Es una característica que Anna María Guasch atribuye a los pintores italianos de esta corriente en El arte último del siglo XX. La originalidad a la que aspira la transvanguardia se funda en la especificidad nacional, en contraposición al internacionalismo de las vanguardias artísticas, según esta misma autora.
La recuperación fue para este movimiento, además, una vuelta a las imágenes, a la búsqueda de la belleza y de los placeres de la mitología y de la alegoría. Es algo que se hace extensivo en Diego Rísquez a los juegos con la representación en las apropiaciones de la pintura barroca. También puede tener mucho de irreverencia. Analisse Valera refiere que en uno de sus primeros cortos, A propósito de Simón Bolívar (1976), el cineasta hizo que el personaje del Libertador orinara. En sus citas se destaca, asimismo, la contaminación “tropikal” de las fuentes del pasado con motivos como las frutas y la “guakamaya”, ave tan emblemática de su obra como la letra “k”.
Orinoko, nuevo mundo
Un problema que plantea la transvanguardia es la “despolitización” y “desideologización”, del arte y las películas, en particular por referencia a la radicalización que tuvo como punto culminante en América Latina el Tercer Cine propuesto por Fernando Solanas y Octavio Getino. Según Guasch, esto se enmarcó en el ambiente de los años setenta en Europa. En Venezuela está vinculado al boom petrolero de la misma época, que fue precedido por la derrota militar y política de las guerrillas de izquierda y la estabilización de un régimen democrático bipartidista. También por la paulatina incorporación de los artistas rebeldes al orden cultural del próspero régimen del país, tanto en las instituciones públicas y privadas como por medio de una política de subvenciones y créditos que comprendió el cine industrial independiente.
En ese contexto, sin embargo, el rescate del arte del pasado no dejó de ser para Diego Rísquez una toma de posición política. Se expresa como interés por el rescate de la identidad nacional y latinoamericana en tiempos en los que se le atribuía un desdibujamiento por la expansión de la sociedad de consumo que conllevó el vertiginoso crecimiento de la riqueza en Venezuela. Es una inquietud compartida por otras figuras del movimiento emergente del llamado “arte no convencional”, que comprendió las performances e instalaciones, entre otras expresiones, y, en términos generales, el conceptualismo. Se confrontaba estéticamente, además, con la abstracción geométrica que se hizo hegemónica en el marco del desarrollismo y que comprende la obra de artistas cinéticos como Jesús Soto, Carlos Cruz-Diez o Alejandro Otero, entre otros.
El venezolanismo y el latinoamericanismo de Rísquez nos llevan a otro problema, el de la “sensibilidad criolla”, como la llama Paul Schroeder en Una historia comparada del cine latinoamericano con referencia a las “culturas europeizadas en América Latina”. Hago extensivo el sentido de “criolla” a una élite cultural. De la pertenencia a ella del cineasta da cuenta la tradición de su familia: su padre, su abuelo y su bisabuelo presidieron la Academia Nacional de Medicina. Francisco Antonio Rísquez, el bisabuelo, fue además rector de la Universidad Central de Venezuela y sus restos están junto con los de los héroes patrios en el Panteón Nacional.
Partiendo de lo que opina Valera y sus citas de Rísquez, podría atribuírsele incluso al cineasta una aspiración mesiánica por lo que respecta a la misión del arte y la cultura, y en particular del cine. Los artistas de la élite criolla estarían llamados a hacer que el público recuerde quién es y de dónde viene, y descubra los valores de la auténtica nacionalidad, de manera similar a como los pintores del pasado, cuyas obras lo inspiraron en la creación de Bolívar, sinfonía tropikal, contribuyeron a inculcar la concepción oficial de patria.
Este llamado al rescate de la identidad nacional es el meollo del rechazo de Diego Rísquez al nuevo cine venezolano de los setenta. “No acepto más películas con mensaje revolucionario y códigos del cine de acción norteamericano”, dijo en una entrevista citada por Valera. No es una mala descripción del estilo de Mauricio Walerstein en Cuando quiero llorar no lloro (1973), película fundacional del llamado boom del cine nacional. La expresión más clara de la ruptura con esa forma de narrar es la omisión de los diálogos, a lo que se añade un primitivismo de la narración en Bolívar, sinfonía tropikal.
Reinventar el cine y la patria
El recurso del cuadro vivo y la narración alegórica en el primer largometraje de la Trilogía presuponen una participación del espectador venezolano basada en su familiaridad con las historias y las imágenes patrióticas que son su fuente pictórica. Se parece en esto a las películas primitivas sobre la Pasión de Cristo y otros relatos que el público debía conocer previamente a la versión cinematográfica. Por eso el francés Bergala escribió en su nota que hubo cosas que no alcanzó a entender de la historia de Venezuela en esta película.
La opción por esa manera de narrar primitiva es reveladora de una voluntad de volver a los comienzos del cine para reinventarlo. Puede hallársele una fuente teórica en Glauber Rocha, a quien está dedicada Amérika, terra incógnita y cuyo Antonio das mortes (1969) se cita en Karibe kon tempo. Lo trae también a colación el uso de la “k” por Rísquez, una de las disidencias ortográficas características de los títulos de los textos del cineasta brasileño. En Eztetyka da fome, Rocha escribió: “De cero, como Lumière, el cinema novo recomienza en cada film”.
El reinventado así por Rísquez es un cine en el que no existen los personajes ni la actuación del paradigma clásico, ni siquiera del tipo característico de las películas mudas. La interpretación está basada en la performance y la danza; la puesta en escena en la pintura, y el estilo de la cámara en una combinación de los juegos de representación barrocos y la exploración de los movimientos que hace posible la ligereza del Super 8, única experimentación formal significativa del formato en Rísquez. La participación del espectador no tiene como asidero la identificación psicológica habitual en las dos primeras películas de la Trilogía, con las que Amérika, terra incógnita marca el comienzo de un significativo deslinde por la historia de amor que relata.
La sensibilidad criolla de Rísquez, sin embargo, representa un problema en este sentido, porque hay que considerar la tensión entre lo nacional y lo social. No todo espectador venezolano tiene por qué identificarse con sus imágenes de la patria y de América; también puede rechazarlas. La alegoría de las “razas” en Bolívar, sinfonía tropikal, por ejemplo, no es algo con lo que yo comulgue, por no decir que me resulta irritante. Diría lo mismo con respecto al personaje “yanomani” de Orinoko, nuevo mundo, que bajo efectos del yopo supuestamente alucina casi todo lo que en el film se relata. Me hace pensar que no es indígena el punto de vista de la narración, sino de un artista de la élite criolla, en particular de alguien que pudo haber vivido el jipismo en su juventud e identificarse en alguna medida con la cultura de la droga. El uso de la guacamaya, frutas y otros elementos “tropicales” para contaminar las citas podrían no manifestar otra cosa que gusto por lo kitsch. Es un problema identificar con eso a Venezuela.
Hay que buscarle, entonces, otra arista a la cuestión identitaria, si se quiere rescatar con este argumento el valor de estas películas. Quizás esté implícita en ella una invitación a reinventar la patria, igual que el cine, y a seguir la consigna de las viejas vanguardias de cambiar la vida. Cabe traer a colación también en relación con esto a Armando Reverón. ¿No llevaba el pintor una vida lo más independientemente posible, en un mundo imaginario de muñecas y otros objetos creados por él, pero en un “castillete” y con una compañera de vida reales? Tal vez la patria que Rísquez propone reinventar, a partir de las imágenes que rescata, sería posible de habitar como ese mundo-obra de arte, que tenía algo de instalación, y de escena de teatro y performance. Quizás por ello son los artistas, junto con los intelectuales, los que refundan Venezuela en Bolívar, sinfonía tropikal, al declarar de nuevo la independencia representando como cuadro vivo en la escena de 1811, pintada por Juan Lovera. Sin embargo en esto nos enfrentamos de nuevo con el problema del elitismo, porque en los créditos se los identifica como “lo más selecto de la inteligencia para 1979”. No se resuelve tampoco de esta manera la cuestión del racismo.
Tensiones y fisuras
Aunque el aspecto más llamativo, y el gran problema a la vez, del cine de Diego Rísquez parece ser su concepción imaginaria y artística de la identidad, sus películas tratan también otra cuestión más universal y del presente: la necesidad de pensar las imágenes. La plantea a través del efecto desestabilizador de un juego con la presentación y la representación. Por una parte, está la capacidad que tiene la imagen fotográfica del cine de dar a entender que presenta, tal cual era, aquello real que estuvo frente a la cámara. Por otra, la inclusión en esa imagen de lo reconocible como representación, que puede ser tanto la pintura como el performance, el teatro, la danza, los mitos, la historiografía y hasta el propio cine. Es una inquietud que se remonta al trabajo fotográfico del artista con el marco de los cuadros, y ha sido investigada por Emperatriz Arreaza Camero, Írida García de Molero e Isabel Arredondo en un artículo publicado en el n.° 8 de la revista Situarte de la Universidad del Zulia (2010): “El cine de Diego Rísquez: entre la plástica y las reflexiones sobre la concepción de la realidad. Una mirada semiótica, estética e histórica”.
Siguiendo a estas autoras, hay que se señalar que el cineasta venezolano utiliza el marco vacío para problematizar la imagen, al componer de una manera que hace explícita una fisura entre lo así enmarcado y la totalidad del plano. Un recurso que lo agudiza es la guacamaya posada en el marco, en parte dentro y en parte fuera, atravesada entre un espacio y otro. Fractura la misma separación cuando la cámara rebasa la distancia del encuadre que permite identificar como tal el cuadro vivo y penetra en el espacio de su representación. Significativamente apreciamos esto en la recreación de El 5 de julio de 1811 de Juan Lovera en Bolívar, sinfonía tropikal. Algo parecido ocurre cuando los actores se acercan a la cámara para que se los vea mejor, lo que también tiene como fuente en Diego Rísquez las películas primitivas.
Orinoko, nuevo mundo
Aparte de estos juegos con el marco, es desestabilizador el uso de la cámara lenta, que abunda en el primer largometraje de la Trilogía. Además de contribuir al disfrute detallado de la belleza del movimiento, parece traspasar el tiempo del registro cinematográfico de la escena para entrar en una dimensión intermedia entre eso y la imagen fija de la representación pictórica.
Esta problematización de la imagen lleva la impronta de por lo menos dos pintores: René Magritte (1908-1967), citado por Rísquez en un plano de Orinoko, nuevo mundo, y sobre todo el mencionado Diego Velázquez. El cuadro del pintor español Las meninas (1656) fue motivo de una performance presentada por el cineasta y Luis Ángel Duque –coguionista de Orinoko, nuevo mundo y de Amérika, terra incógnita–, titulada Las meninas (o el triunfo de la representación) (1985). A su vez, es la base de una de las escenas de la tercera película de la Trilogía americana, como ocurre también con La Venus del espejo (1647-1651). Es análogamente velazquiana la presencia del cineasta, en el papel del pintor, en el cuadro vivo El 5 de julio de 1811.
Este juego formal está acompañado de una problematización más profunda del enmarcamiento. Yendo en esto más allá de la composición de los planos, tiene otra dimensión que la refiere a las tensiones propias de la heterogeneidad cultural latinoamericana y un juego con la focalización variable de la narración del cine. Se manifiesta en especial en Orinoko, nuevo mundo, que por esto es la mejor película de Rísquez. En este sentido puede dialogar con obras maestras del cine de América Latina de la misma época, como La última cena (Cuba, 1976), de Tomás Gutiérrez Alea, o La nación clandestina (Bolivia, 1989), de Jorge Sanjinés. Las cito porque las dos son traídas a colación por Paul Schroeder en sus consideraciones en torno al “neobarroco”.
En Orinoko, nuevo mundo el relato desborda reiteradamente los “marcos” que establece la focalización, y de este modo construye una tensión entre lo originario de América y lo llegado de Europa que cuestiona la problemática armonía neoclásica de la danza de las “razas” de Bolívar, sinfonía tropikal. Volviendo a lo que Arreaza, García y Arredondo escribieron, el juego entre presentación y representación se extiende también a los intentos de distinguir lo real de lo mítico, marcos referenciales que mutuamente se desestabilizan en Orinoko, nuevo mundo, y de esta manera abren espacio a la invención de la historia y de la identidad americanas.
La película comienza como si fuera un documental, desde el punto de vista implícito de unos etnógrafos que permanecen fuera de campo y que llegan por un río a filmar a una comunidad yanomani en el Amazonas. Pero pronto experimenta un trance transformador ‒literalmente un giro en el que la cámara Super 8 da vertiginosas vueltas de 360°‒, y el marco de la focalización inicialmente planteada se desborda para dar cabida al punto de vista atribuido al indígena y su cosmovisión, con todo y los problemas que señalé en torno a la verosimilitud del yanomami.
Hay que entender este recurso como un dispositivo formal que abre opciones narrativas en correlato con la imaginación visual, con lo dicho respecto al juego con el marco en la composición de los planos. En sentido riguroso, el giro no puede ser sino hacia una representación criolla del personaje del chamán indígena, pero lo significativo está en cómo se intenta forzar esta limitación en busca de un acercamiento entre los diferentes que no es fluido y armónico, como la danza de Bolívar, sinfonía tropikal, sino tenso en este caso.
Sigo en esto la noción de “combinación tensil” de Schroeder, con la salvedad hecha de que es aquí un criollo de la élite el que la propone, no un artista de los márgenes como los del barroco popular colonial latinoamericano. En este sentido, por cierto, el origen social de Diego Rísquez es análogo al de Tomás Gutiérrez Alea y Jorge Sanjinés, aunque la trayectoria de estos otros cineastas hacia posiciones políticas de izquierda haga que esto generalmente pase inadvertido.
El giro hacia el punto de vista del indígena en Orinoko, nuevo mundo está acompañado de una convergencia del yanomami y el criollo por lo que respecta a la resistencia a los españoles. No son estos solamente los enemigos del chamán en sus visiones, sino que los principales protagonistas de la Conquista en el film son otros europeos: el inglés Walter Raleigh, con el que Rísquez se identifica al interpretarlo, igual que con el precursor de la Independencia, Francisco de Miranda en Bolívar, sinfonía tropikal, y el naturalista alemán Alexander von Humboldt y su colega francés Aimé Bonpland, que llevan adelante el “descubrimiento” científico de América.
Así como la imaginación indígena rebasa el contexto del documental etnográfico al comienzo, estos motivos europeos desbordan el marco de la cultura yanomami del chamán. Ocurre lo mismo con la versión que hay en Orinoko, nuevo mundo del mito de Eldorado, o los personajes del español Antonio de Berrío y la reina Isabel de Inglaterra o la reimaginación de las obras de De Bry y Van Kessel, en tanto el relato los enmarca en la visión del indígena, y fuerza así ese marco.
Hallo en esto un intento de expresar con los recursos del cine la búsqueda de encuentro entre dos culturas que no se integran en un mestizaje ni se subordinan una a la otra, un acercamiento que es voluntad explícita de una de las partes, que hace evidentes los límites de la posibilidad de uno de imaginar al otro y de apropiarse de este modo de su mundo, en el sentido de hacerlo propio, y que se sostiene en una tensión que en la narración parece invisible por contraste con la que se da en los juegos con el marco en la composición. Por tanto, es un artificio barroco en un sentido más profundo y problemático que lo que ocurre análogamente y es visible en el mismo film el plano.
Orinoko, nuevo mundo
Pero Rísquez no continuó profundizando en esto. Amérika, terra incógnita se presenta, por el contrario, como una pieza significativamente más superficial y menor en la Trilogía, un retroceso a pesar de los recursos mayores de los que el cineasta pudo disponer por la coproducción francesa y venezolana. Los juegos barrocos de espejos y con la acumulación de elementos en la puesta en escena ‒excesiva pero carente de tensión‒ se conjugan y son dominados por el melodrama de la relación entre un indígena cautivo y una doncella española, y el consecuente nacimiento del “primer bastardo americano en una corte europea”, como se anuncia en el film. De la originalidad de las tensiones culturales de Orinoko, nuevo mundo, volvemos al dominio del lugar común del mestizaje, en una versión inversa ‒y en este sentido especular‒ del mito de la Malinche.
La solución del dilema reveroniano
La recepción que tuvieron en el país sus primeras películas no podía ser sino frustrante para un cineasta que se proponía enseñar algo al público nacional. Bolívar, sinfonía tropikal tuvo 1.135 espectadores y 2.631 Orinoko, nuevo mundo, según el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía. Son cifras que hoy pueden no parecer malas, pero lo eran comparativamente en tiempos del boom del cine industrial independiente nacional. Amérika, terra incógnita llegó a casi 29.000 entradas vendidas, probablemente porque contó con la participación –escribir “actuación” no sería exacto con referencia a este cine– de María Luisa Mosquera. Era una modelo célebre por su papel en Macu (1987), de Solveig Hoogesteijn, que superó el millón de espectadores.
Frente a esto, Rísquez hizo una revisión de su cine y, con el pragmatismo que el crítico Víctor Guédez atribuye a la transvanguardia, prefirió adaptar su obra a lo que podía tener éxito en el cine venezolano, en lugar de continuar buscando lo imposible en el país con este tipo de filmes. Subordinó la búsqueda de la expresión auténtica a la posibilidad de ser entendido. Lo expresa crudamente en una cita del Cuaderno de Valera: “[C]uando tú haces una película sobre tu país, sobre la historia de tu tierra […] y despierta más interés en Francia que en Venezuela […] hay algo que no está funcionado”.
Conquistar al público se convirtió en un objetivo central de sus siguientes largometrajes, que realizará en el marco del olvido al que la crítica y las instituciones del cine sometieron al Super 8 después del fin del movimiento, en 1989. Fue un cambio de dirección que a Rísquez no le resultó fácil, y tiene un reflejo en el protagonista de Karibe kon tempo, su primer film con diálogos. Es un pintor rebelde, que recuerda a Reverón porque vive en un mundo propio, creado en un “castillete”. Su casa y estudio, sin embargo, están en Margarita, isla donde nació Rísquez, que interpreta al personaje. A instancias de su manager, acepta lanzar sus obras en Nueva York, pero se rehúsa a actuar como corresponde para la promoción y regresa a Venezuela. Esto tiene como correlato un intento de volver al estilo de la Trilogía americana.
Karibe kon tempo fue rechazada por el propio cineasta, en un gesto que no deja de ser significativo porque está planteada allí una opción contraria a aquella por la que optaría en su siguiente film, Manuela Sáenz (2000). Para esta otra película contó como guionista con Leonardo Padrón, creador de telenovelas venezolanas de exportación como Contra viento y marea (1997) y El país de las mujeres (1998-1999), y como protagonista a la cubana Beatriz Valdés, conocida por su papel en La bella del Alhambra (Cuba, 1989), de Enrique Pineda Barnet, y a partir de 1992 como actriz de telenovelas y cine en Venezuela. La película se estrenó en un momento en que Simón Bolívar había vuelto a ser popular, luego de la elección de Hugo Chávez como presidente. Con 311.872 espectadores, fue la producción nacional más taquillera de 2000.
En Manuela Sáenz hay un relato que se presenta como el colmo de lo literario. Un personaje es Herman Melville, que se prepara para escribir Moby Dick. Desembarca en Ecuador como marinero de un barco apestado y busca a la mítica amante de Bolívar, a quien creía muerta, que le cuenta su historia a partir de las cartas del Libertador. Como es característico de Rísquez, el tema está relacionado con la historia de Venezuela y hay un intento de resaltar la belleza de las imágenes, lo que aquí se da por medio de un estilo inspirado en la fotografía del cine clásico. También hay planos basados en pinturas, como La maja vestida y La maja desnuda (1790-1800), de Francisco de Goya, y Miranda en La Carraca (1896), de Arturo Michelena, uno de los cuadros más célebres del arte patriótico que ya había puesto en escena en Bolívar, sinfonía tropikal. Pero aunque por eso Manuela Sáenz lleva cierta marca autoral, lo dominante es el diálogo de la televisión, por lo que se trata del cine con el que también había tratado de romper en la Trilogía.
Manuela Sáenz
En sus dos siguientes largometrajes, Rísquez perfeccionó esta fórmula de compromiso. En Francisco de Miranda (2006), sobre el prócer venezolano que participó también en la Independencia de Estados Unidos y en la Revolución Francesa, procedió de modo contrario al Hollywood que basa su éxito en los efectos visuales, haciendo evidente la presencia de las maquetas y muñecos que ese cine descartó en la búsqueda del realismo fotográfico digital para sus espectáculos. Hay que considerar la razón del atractivo que siempre ejerció la figura de Miranda sobre Rísquez: el Precursor es el inventor por antonomasia de la patria venezolana. Sin embargo, el guion de Padrón inscribe el film en el género de la biopic y el cine de aventuras clásico, cuya fantasía es capaz de absorber lo artesanal como aparente anacronismo, así como los cuadros como base de la composición. Las voces de la lectura de un diario del protagonista, en over; los diálogos, y las falsas entrevistas ‒lugar común de la modernidad‒, son dominantes en la forma. A través de ellos se explican las intrigas políticas, que son representadas con este realismo, sin problematizar su representación.
Hubo un cambio de guionistas en Reverón (2011), inspirada en la vida y obra del pintor. Junto con Rísquez, participaron en la escritura el actor protagonista, Luigi Sciamanna, y Armando Coll, con un resultado que, a pesar de que no plantea ruptura con la narración basada en el diálogo, se destaca por el trabajo con la actuación y por un subtexto construido visualmente con elementos simbólicos que el espectador debe reimaginar, a la manera de las primeras películas del cineasta. En este caso, sin embargo, lo que se persigue es el fin convencional clásico de darle espesor psicológico al personaje, relacionando su locura con el laberinto y la figura del Minotauro. Ha sido la película de Rísquez más celebrada por la crítica venezolana, aunque es también la que quizás hace más evidente el giro de su obra, al ser un film biográfico sobre un pintor, no una película sobre la representación en la pintura y el cine.
El malquerido (2015) no iba a ser el último film de Diego Rísquez. Pero su obra se cerró con esta otra biopic del bolerista venezolano Felipe Pirela con Jesús Miranda, exintegrante del dúo de reguetón Chino y Nacho, en el papel principal. La película es un fracaso por las flaquezas del guion, a pesar de que el director trató de hacer una obra característicamente suya mediante el rescate de la belleza visual de la arquitectura modernista venezolana de los años cincuenta, al margen de su relación con la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1953-1958). Con “Chino” Miranda de nuevo como protagonista –elección ideal por su fisonomía–, el cineasta se proponía rodar un film sobre Guaicaipuro, líder indígena que luchó contra la Conquista, inspirado en la obra de Pedro Centeno Vallenilla, creador de una serie de pinturas sobre los caciques de Venezuela. Es una figura controversial en el arte nacional por su neoacademicismo y porque su prestigio ascendió durante la dictadura de Pérez Jiménez. La enfermedad que lo llevó a la muerte le impidió realizar ese proyecto a Rísquez. Quién sabe si iba a encontrar allí la solución para el dilema reveroniano entre la necesidad de ser auténtico y la de llegar al público.
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