Conversación con Albertina Carri

 

Por Pablo Gamba 

En la competencia Big Screen del Festival de Rotterdam se estrena ¡Caigan las rosas blancas! (Argentina-España-Brasil, 2025), que se exhibirá en Argentina en marzo. Es el séptimo largometraje de Albertina Carri, una de las realizadoras que inició su carrera con el nuevo cine argentino y es conocida en particular por dos películas. Una es Los rubios (Argentina, 2003), controversial desde que se estrenó por su enfoque personal e irreverencia con lo establecido en el tratamiento de la memoria de dos detenidos desaparecidos por la dictadura cívico-militar de 1976-1983, que fueron los padres de la cineasta. Ha llegado a convertirse, además, en una obra de referencia del documental expresivo contemporáneo latinoamericano. El otro es Las hijas del fuego (Argentina, 2018), una road movie que va hacia el porno lésbico en la práctica y el pensamiento acerca de la manera de filmar los cuerpos para hacerlos paisaje y territorio. 

¡Caigan las rosas blancas! se presenta como una continuación de Las hijas del fuego porque los personajes principales son los mismos y hay referencias implícitas a esa película. Al comienzo encontramos a la protagonista, Violeta (Carolina Alamino, además de actriz, abogada feminista), que es ahora una cineasta en ascenso, en el rodaje de una versión más mainstream de la imaginativa porno lésbica que la hizo conocida. Pero se desarrolla de un modo que la inscribe en la vertiente actual de películas mutantes que surgió como respuesta al minimalismo narrativo del nuevo cine argentino. Es una corriente que tomó fuerza cuando se estrenó Las hijas del fuego, con La flor (Argentina, 2018), de Mariano Llinás, y ha seguido con Trenque Lauquen (Argentina, 2022), de Laura Citarella, y Eureka (Argentina, 2023), de Lisandro Alonso, por ejemplo. 

De la transformación del cuerpo en paisaje se pasa a las mutaciones del fílm en ¡Caigan las rosas blancas! Los personajes andan a la deriva, en una road movie accidentada, atendiendo al vago compromiso de una de ellas con un tal Ricky, derivando del realismo a la fantasía, y cambiando también de género en género cinematográfico y del uso de una a otra cámara por el personaje de la directora. Es una película que probablemente no producirá el impacto de Las hijas del fuego con su apropiación del porno, pero que corre otra clase de riesgo, considerando la escala de su producción. La dispersión tensa profundamente la lógica narrativa, acompañada de reflexiones en torno al cine, y el pensamiento que una voz como la de Las hijas del fuego expresa acerca de la humanidad en crisis y las plantas. 

El gesto de la apuesta se hace explícito desde el comienzo con una frase célebre de Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolívar: “O inventamos o erramos”. En una entrevista que se nos adelantó con Julia Montesoro, para GPS Audiovisual, Carri dijo: “La película va alrededor de eso, de qué se trata el cine, de qué se trata el cine latinoamericano, qué son los géneros cinematográficos para las formas precarias en las que nosotros hacemos cine”. 


Foto: Sebastián Freire

¡Caigan las rosas blancas! es una película mucho más provocadora porque es una pregunta más grande acerca del cine, acerca de cuál es el cine que se hace, cual es el que nos dejan hacer, cuál es el cine que vemos” 

—En ¡Caigan las rosas blancas! veo un tránsito de la provocación estridente que había tanto en Las hijas del fuego como en Los rubios a otro tipo de abordaje. Me parece que es una película menos directamente provocadora con relación al entorno. ¿Por qué este giro? ¿Es una decisión estratégica? 

—No creo que sea una película menos provocadora. Al contrario, creo que es mucho más provocadora que Las hijas del fuego. Esa otra era una película mucho más literal, lo que no quiere decir que fuera más provocadora. 

—Por otro lado, no se trata solo del contexto social y político de la pequeña contingencia que podría ser el país, la Argentina. ¡Caigan las rosas blancas! es una película más ambiciosa en ese sentido. Es más provocadora porque es una pregunta más grande acerca del cine, de cuál es el cine que se hace, el que nos dejan hacer, el cine que vemos, en términos un poco más globales. 

—Me refería a que no tiene destinatarios como los que estaban antes en el conservadurismo moral, en el caso de Las hijas del fuego, o el establishment político-cultural, en el de Los rubios. Acá apuntás hacia otro blanco, por lo que respecta al objetivo de provocar. 

—Yo nunca tengo el objetivo de provocar. No es algo que me proponga. En todo caso, hay algo de lo real que me interpela y, desde esa incomodidad, podría decir, o esa pregunta que me viene alrededor de ciertos sentidos comunes que circulan en cada época, es que también hago películas. No lo pondría en términos de que tomo la decisión de hacer una película más o menos provocadora. 

—Esta película es supercompleja. Por un lado, es polisémica, tiene muchas capas de sentido. Por otro lado, es una película que piensa los géneros cinematográficos: qué es un género cinematográfico, qué transmiten un territorio y un género. Es una pregunta muy vital para el momento en que vivimos porque la pandemia hizo un cambio estructural en la sociedad muy fuerte, que tiene que ver también con la fuerza con que entraron las plataformas. Ya no se va a buscar cine al cine; la gente espera el cine en su casa. En ese esperar cine en casa, entran en la pantalla una serie de materiales. 

—No es que se están haciendo menos películas; hay un tipo de cine que se está dejando de hacer. La industria audiovisual sigue teniendo una potencia brutal y, podríamos decir… me está saliendo una palabra que no me gusta, pero sí, está arrodillada frente al mercado. Estamos gobernados por una lógica de mercado. Esto hace que muchísimas voces y muchísimos tipos de pensamiento acerca de la vida, de lo existencial, de qué modo queremos vivir, cómo relacionarnos, etcétera, queden totalmente apagados e impensables porque hay una lógica de supervivencia y de carrera exitista. Creo que la película habla un poco de todo eso, alrededor del cine. 

—¿Hacer cine hoy sería un acto de desafío, por no utilizar la palabra “provocación”? 

—Hacer este tipo de cine que estamos haciendo, este cine artesanal, que se piensa con otro tipo de relación con el espectador, que no le da las cosas cerradas y determinadas, que es un cine, diría, no teológico. Creo que el cine, en general, está tendiendo a una lógica teológica, en el sentido de afirmativo. Es un cine que afirma, un cine determinante, que no abre preguntas. En ese sentido, creo que sí, que es una provocación hacer películas como estas.


—Otro giro que veo, y aquí sí hay una cuestión textual, es de esa búsqueda en torno al porno en Las hijas del fuego, ese interés en cómo los cuerpos podían devenir paisaje y territorio frente a la cámara, al interés de ¡Caigan las rosas blancas! por las películas mutantes. ¿Qué te llevó hacia lo mutante, que es una tendencia de algunas películas de la actualidad? 

—Esta película se pensó desde sus comienzos con esa idea de mutación y también en algunas discusiones actuales alrededor de la identidad. En ambos sentidos: alrededor de la identidad y lo cinematográfico. Esa fue la apuesta con respecto a la puesta en escena, las actuaciones y la narración; alrededor de los acontecimientos que van sucediendo y cómo se van modificando. Es una road movie en la que están en movimiento, en viaje, y van pasando por diferentes territorios que las modifican a ellas y su subjetividad, lo que se ve reflejado en los géneros que van mutando. Esta sería la manera de ordenar algo que no es ordenable. Es una tesis, desde la idea seminal de la película, ir hacia esas mutaciones, de qué se trata la mutación. 

—¿A qué circunstancia actual responde esto, en relación con el cine o los problemas identitarios que has mencionado? 

—En principio, el futuro es un misterio, pero inevitablemente estamos permanentemente mutando. Sin embargo, surgieron en los últimos años muchos discursos superdeterministas con respecto al yo, a lo autobiográfico, al quién soy, unas lógicas demasiado compartimentadas alrededor de esto de la identidad. Incluso en el colectivo LGBTIQ, la “q” en algún momento además de “queer” fue “questioning” (cuestionar), y es más hacia allí adonde va ¡Caigan las rosas blancas! 

—Tanto aquí como en Las hijas del fuego, está acompañada la historia por la exposición de la voz en over de la directora, en el primer caso, y del monólogo dramático de un personaje, en ¡Caigan las rosas blancas! ¿Por qué te interesa combinar la narración con estos textos en torno a una serie de ideas sobre el cine? 

—En Los rubios también había voz en off, mucho más leve, tal vez, y Cuatreros (Argentina, 2016) es una apuesta definitiva alrededor de la voz en off. En Las hijas del fuego entraba en una dimensión alrededor de lo erótico. Era correr lo erótico solo del cuerpo y el encuentro sexual al paisaje, que también en esa película se vuelve erótico. La voz en off era parte de eso. 

—Hay también algo personal, que excede a la película, digamos, y es que me gusta el cruce entre literatura y cine, es una búsqueda. Me parece interesante cómo estos dos lenguajes se pueden retroalimentar. Todas las voces en off que nombré de mis películas tienen trabajo literario, no son inocentes en su escritura. Ciertos rasgos literarios son una herramienta más dentro del lenguaje cinematográfico. Pero en ¡Caigan las rosas blancas! la voz en off entra en otra dimensión, viene un poco de un más allá. Es mucho más onírica. 


—También hay algo de teatro, en el monólogo dramático. 

—Nunca lo pensé en términos teatrales, pero entiendo que la puesta en escena en ese momento rompe un poco la cuarta pared de lo cinematográfico. Me parece que es parte también del juego que hace la película alrededor de los géneros: por momentos estás en una comedia, por momentos estás en un drama; empieza siendo cine dentro del cine, y a partir de allí comienzan las derivas que puede dar, dentro de lo cinematográfico, esos personajes. 

—Tanto en esta película como en Las hijas del fuego hay metas que se fijan, pero nunca se alcanzan o se olvidan, giros insólitos en el relato. Cosas que podrían ser claros impulsos de la narración se convierten en algo vago, vaporoso. Son películas llevan la lógica narrativa a puntos de verdadera tensión, de límite. ¿Por qué te interesan estos juegos con la causalidad? 

—Me interesa convencer de que hay un objetivo hacia el que vamos porque la apuesta en estas dos películas es la del poema Ítaca de Cavafis: lo que nos modifica es el tránsito, no hacia dónde vamos. Ítaca no existe, finalmente; sin embargo, vamos hacia Ítaca, ese supuesto objetivo que se diluye. Ese es un poco el juego. 

—Esta es una película anticostumbrismo, sin duda, pero también antirrealismo. Es casi una crítica al realismo. Ese pequeño detalle, eso vaporoso que vos mencionás, es lo más realista, como la vida misma. Diría que es un pequeño gesto de realismo. La vida es un gran misterio: creemos que vamos hacia un lugar, pero tal vez estamos yendo hacia otro. 

—A pesar de los vagos objetivos y la deriva, hay algo bastante coherente, y es el relato que se compone en torno a las cámaras. La historia de ¡Caigan las rosas blancas! comienza cuando falla un monitor en un rodaje, después pasamos de todo el aparataje que hay para la filmación de esa escena de cine dentro del cine a la pequeña cámara digital que se lleva Violeta y terminamos con una cámara de Super 8. ¿Por qué esta subtrama de cámaras? 

—Esta es una película que trata del cine, y el cine es tecnología y también ese cambio tecnológico. El lenguaje cinematográfico se va modificando alrededor de las posibilidades tecnológicas. Por ejemplo, no es lo mismo tener que mover una cámara entre cinco personas, que luego entre dos y luego una sola persona, lo que pasa ahora, que la cámara la tenés casi incorporada al cuerpo. 

—El lenguaje cinematográfico ha ido mutando no solo alrededor de eso sino también de cómo se consume el cine. En este sentido, las plataformas han introducido nuevos cambios. Sin ir más lejos, el plano de establecimiento, que antiguamente era un clásico, ha tendido a desaparecer. Ya no se utiliza en gran parte porque la manera de ver películas es en formatos cada vez más pequeños. Entonces, no tiene mucho sentido ese plano general. El espectador, por otro lado, lo tiene incorporado a su relato. 

—Me interesaba también el momento en que ella mira todas las cámaras y elige una. Cada vez que veo ese plano, lo que pienso es: “Ojalá se lleve la cámara grande”. Y no, se lleva la chiquitita. Violeta, que es una directora de treinta años y que está por emprender un viaje, no va a cometer la locura de agarrar una cámara de 35 mm, una BL. Probablemente a otros les pase algo distinto. Si fuera yo la que emprende el viaje, quizás tomaría la cámara de 35 mm y me metería en un gran problema. Ese plano es casi generacional: que desea cada una y en qué formato se va a sentir cómoda. 

—El relevo de cámaras termina en Super 8. Es como una especie de regreso en el tiempo de las cámaras. 

—En ese traspaso de cámaras y de formatos también hay una reflexión alrededor del tiempo, y de lo temporal y lo atemporal. Al final de la película hay una ruptura del tiempo. Ya no sabés cuál es el tiempo en el que estás. 


—Otra tensión que estaba muy fuertemente presente en Las hijas del fuego es entre las ideas y la producción. Esa era una película de grandes ideas y pocos recursos, que por momentos llevaba eso también al límite. Acá manejás recursos muy superiores, y quería preguntarte cómo fue ese cambio para vos. 

—En términos de producción, esta es una película mucho más grande. Tiene más financiamiento. Fue una coproducción de España, Brasil y Argentina. Las hijas del fuego fue casi sin financiación. La hicimos nosotras con algunos fondos que conseguimos, muy pocos, y haciendo una suerte de cooperativa para poder financiar el final de la película porque no conseguíamos plata para terminarla. Pero que sea una película con producción no significa que no sea un dolor de cabeza. No hay modo de que en una película la plata no te falte. 

—Yo ya había tenido producciones grandes, Géminis (Argentina, 2005), por ejemplo, y La rabia (Argentina, 2008) un poco menos, pero también. Los problemas en este caso son otros, contener el relato tiene otras sutilezas, otras finezas, como todo. Si tenés una casa más grande, tenés que ocuparte de otro tipo de cosas que en una más chica. Cada una trae sus ventajas y sus problemas. 

—En el contexto de esta escala de producción más grande, en la que hay una directora que necesita más y más plantas, en un set donde todo está muy controlado, me llamó la atención en particular un plano. Es cuando las chicas se detienen a sacar plata de un cajero automático, en la ruta, y en el fondo aparece un arcoiris. Creo que hay una declaración sobre el cine allí. 

—Lo veo también como una declaración sobre la película. Es el momento en que te avisa de qué se va a tratar el viaje. Es donde se anuncia de algún modo la fantasía. Salimos de esa suerte de realismo, y nos vamos hacia un territorio más fantástico. 

—También lo podemos ver como una declaración acerca de lo que es el cine. Es un arcoiris junto a un cajero automático. Está tematizado también el dinero en la película, cosa que en la anterior no. Es una película bastante anticapitalista. Me llamaba la atención que mucha gente no veía Las hijas del fuego como una fantasía. Les parecía que era una historia realista. Pero esas chicas no trabajan. ¿De qué viven? 

—Me refería a que Violeta podía pedir un montón de plantas, pero nadie le podía poner ahí el arco iris, suponiendo que no sea un efecto visual. 

—No lo es. El arco irisnos lo regalaron. 

—Hablemos de las plantas y de la cita de Emanuele Coccia que hay en la película: “Las plantas son el tumor cósmico el humanismo”. No se puede dejar pasar una frase como esa. 

—El universo de las plantas, y de los animales también, es una problemática que me habita desde hace tiempo. Es una preocupación acerca de cómo nuestra especie se la pasa abismando a las demás, y cómo también, como dice una cita de [Michel] Houellebecq, el triunfo de las plantas será absoluto. Hay algo en esa inteligencia de las plantas, podríamos decir, como en el texto de [Maurice] Maeterlinck [La inteligencia de las flores], que tenemos que pensar como especie. 

—Estamos en una suerte de abismo, de momento bisagra en la historia de la humanidad, como muchos otros momentos, y me parece que pensar alrededor de esa inteligencia de las plantas es algo necesario. En términos globales, lo digo. No estoy hablando de la coyuntura ni de la contingencia específica de la Argentina. Estamos viviendo un momento bastante delicado en términos de humanidad, y la pandemia fue un aviso. 

—Fue en este interés y esta búsqueda alrededor de las plantas que me encuentro con los libros de Emanuele Coccia. Esa frase me parece muy gráfica. Después, él la desarrolla a lo largo del libro [La vida de las plantas: una metafísica de la mixtura, 2016] como un pensamiento mucho más complejo, pero muy gráfico, alrededor de esta problemática. Alrededor, también, de algo que quería introducir en la película y que es el vampirismo de las plantas, cómo es parte de esa convivencia. 


—Quisiera volver sobre la imagen del tumor. Creo que hay algo de tumoral en la manera como se desarrolla la historia en esta película. 

—Algo que me gusta mucho de ese libro, y de ciertos filósofos actuales, es que están en un borde entre la filosofía y la poesía, forzando el lenguaje, forzando la metáfora y sacándola de cierto acartonamiento académico. La frase de Coccia es muy polisémica. Se puede interpretar literalmente o poéticamente. Me parece que eso también es una declaración política respecto al lenguaje. La película tiene un trabajo sobre el lenguaje. En la pregunta sobre qué es el cine, cómo hacemos cine hoy, con qué medios y con qué tecnologías, también cuál es el lenguaje y la manera de comunicar las problemáticas que nos habitan. Por eso también tomé ese texto. 

—El tumor es una figura que he trabajado en otros textos y tiene que ver con lo deforme, lo roto, lo no normado, lo que se sale de la norma o de lo común. Creo que la película lo hace en su lógica de lo mutante y la mutación. 

—Aparte del pensamiento de las plantas, te interesaste por su música. ¿Cómo fue trabajar eso en la banda sonora? 

—Alrededor de las plantas me encontré con muchas obras que trabajan su sonido. John Cage es la gran referencia, todo lo que hizo con el sonido de las plantas y de los hongos. Empezamos una investigación con Mercedes Gaviria, que es la directora de sonido, en torno a esa sonoridad, esos cánticos. Descubrimos unas cosas que nos helaron la piel, podría decir, que nos parecieron superconmovedoras. Cantan las plantas, aúllan, tienen como unos llantos. Es muy impresionante cómo va variando el sonido. A través de micrófonos de contacto accedimos a eso, y empezamos a construir una narración sonora con respecto a eso otro que plantea la película. 

“Creo que lo que puede aportar el cine es salirse de esa lógica teológica de los mercados y de las afirmaciones. Cuando el arte sale de esos lugares tan dogmáticos donde hoy en día creo que está instalado el cine y se permite esos espacios, genera inevitablemente pensamientos, y los pensamientos generan ideas y generan cambios” 

—A las canciones que son parte de la música les escribiste las letras. ¿Es un nuevo interés que quisieras desarrollar en tu trabajo? 

—Es la parte que más me divierte de la película y es una novedad en mi historial. Es un accidente, no algo que me haya propuesto, y que surgió en la película anterior por necesidad, porque no teníamos plata. Eugenia [Campos Guevara], la productora, me llamó por teléfono y me dijo: “Esto no lo podemos pagar, y vos, que escribís tan lindo, ¿podés escribir la letra?” En Las hijas del fuego hice hasta el catering. Les cocinaba a las chicas, además de dirigir. Finalmente la escribí. Es el tema final de esa película. Ya que me salió, quise probar a escribir las letras de ¡Caigan las rosas blancas!, a ver si me las aprobaban la música [Paloma Peñarrubia] y la directora de sonido. Me divirtió hacerlo. 

—Te dije que hay una parte en la que me pareció que te deslizabas hacia el teatro, veo esta otra cosa con las letras… ¿Te interesaría hacer un musical? 

—¡Me encantaría hacer un musical! Podría un día llegar a hacerlo. Ahora hay una gran polémica por Emilia Pérez, una película que me parece muy interesante y superimportante. 

—Hay una pregunta que le hago a algunos cineastas al final, y que me gustaría hacértela a vos: ¿qué puede hacer el cine para cambiar el mundo? 

—Es pedirle mucho al cine y al mundo. Creo que no está en su ADN, podríamos decir. Pero igual el cine tiene un deber político y poético con respecto a la sociedad. Cronenberg dice que en el momento en que empuñás una cámara dejás de ser un sujeto civil. Pasás a tener una responsabilidad mayor. Si bien Godard no lo dice, lo hace. Es un tipo de cine que introduce pensamiento, que introduce preguntas. 

—Creo que lo que puede aportar el cine es eso: salirse de esa lógica teológica de los mercados y de las afirmaciones, y entrar en lo que se podría ser la diología, como la llama Lacan, los dioses entrando en el misterio de la vida. Cuando el arte sale de esos lugares tan dogmáticos donde hoy en día creo que está instalado el cine y se permite esos espacios, genera inevitablemente, por lo menos, pensamientos, y los pensamientos generan ideas y generan cambios.

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