Hay un dolor

 

Por Pablo Gamba 

La película ganadora de la competencia nacional este año en el Festival de Cortometrajes de Oberhausen, Hay un dolor (2024), es una coproducción alemana y de Bolivia. El director es Froilán Urzagasti, boliviano que estudia cine en la DFFB, la Academia de Cine y Televisión de Berlín, realizador allí también del corto Encounters (2021) y de otro en su país, Collita (2017). 

Hay un dolor se inscribe en el cine más trascendente que hoy en día se hace sobre la temática de la migración. Es el que se aparta de los lugares comunes de los medios informativos sobre los desplazamientos masivos o clandestinos y la persecución contra los “ilegales”, y centra su atención en la experiencia de quienes viven y trabajan en países de los que no son originarios. 

También se hace parte esta película, por su manera de narrar, del cine que llamamos contemporáneo, el de su segunda modernidad. En las partes centradas en el trabajo, por ejemplo, recurre a la distorsión de los bordes del plano que Carlos Reygadas empleó en Post tenebras lux (México y otros países, 2012), lo que crea un contraste entre ese mundo enrarecido, sutilmente áspero, y la atmósfera cálida de las reuniones y encuentros casuales de los migrantes. 

Es contemporáneo, asimismo, este cortometraje, porque se lo puede calificar de “cine de flujo”, como lo llama a Stéphane Bouquet en un artículo de referencia en el que lo opone al “cine de plan”. El azar cobra importancia al comienzo, hay giros inesperados y las escenas no se conectan causalmente, llevando una a otra, sino de manera abstracta. Un personaje secundario de una de ellas adquiere el protagonismo en otra y no aparece en las demás, o se suceden una tras otra del mismo modo y en el mismo lugar, con diferentes personajes. 

Por la relación entre las partes, Hay un dolor se presenta, además, como una película mutante contemporánea. La primera escena no se centra en la historia que podría comenzar allí sino en la dinámica de los cuerpos en el espacio y la coreografía del trabajo. Se desarrolla en la cocina de un hotel, con el personal que atiende a los comensales de un buffet fuera de campo. La cámara permanece fija, lo que destaca el movimiento de los trabajadores en el plano, entre los que hay dos que identificamos como migrantes por los nombres, y solo se mueve haciendo un tilt cuando un accidente altera el ritmo de la actividad para seguir registrándola en torno a los platos rotos. 

Después tenemos un giro hacia una observación etnográfica, en la parte de una reunión en una casa de un grupo de jóvenes bolivianos migrantes en Alemania. Marca asimismo un interés por lo colectivo que tiene como correlato la ausencia de protagonista individual, lo que me recuerda el pensamiento del boliviano Jorge Sanjinés, figura destacada del nuevo cine latinoamericano. Aunque las partes en las que se divide el final parecen dar más relieve a la chica de la primera, termina con una sucesión de encuentros de otros personajes en la misma estación de tren. 

El recurso de Post tenebras lux del que Urzagasti se apropia deviene después otra representación enrarecida del espacio, fuera del lugar de trabajo. Es una secuencia de “fotos” en las que reaparece en Hay un dolor el tópico de la naturaleza domada para su exhibición que hemos comentado en películas de Laura Huertas Millán o Jazmín Rojas Forero. Pero no está referido aquí a la colonización sino a la experiencia del migrante con lugares del país donde vive en Europa, que se presentan como artificiosos, no naturales. Los planos de perros con bozal en el Subte (o Metro) conectan esta domesticación con la cotidianidad del personaje boliviano que viaja de vuelta del trabajo a casa. 

Enrarecen estas partes, además, la representación del flujo que también pueden ser los sueños de fronteras imprecisas con el recuerdo y la vigilia, cuando vemos que el joven del Subte se queda dormido, como ocurre con los trabajadores que viajan agotados, y un match cut lo “transporta” en una elipsis a su departamento. En la reunión en la que recibirá después al grupo de sus amigos bolivianos, una chica contará que ya no tiene recuerdos de la ciudad de donde vino, La Paz, pero agrega, extrañamente, que sueña con ese lugar.


Es en el relato de estas vivencias con el espacio donde está la mayor profundidad de este corto y que refiere sutilmente el dolor del título. Relacionan la película de Urzagasti con otras que hemos comentado en Los Experimentos, con la significativa diferencia de que aquí no tiene la misma importancia la conexión entre lugares distantes con el uso de teléfonos celulares que en Llamadas desde Moscú (Cuba, 2023), o los cortometrajes del venezolano Diego Murillo, por ejemplo. Pienso que se debe a lo que se desprende de lo que dice la chica, el tiempo que ha pasado desde la llegada a Alemania y el consecuente distanciamiento de una Bolivia que se va disolviendo del recuerdo en los sueños, ahondando la melancolía. 

Pero también es significativa la capacidad de Urzagasti para relatar experiencias cotidianas en las que muchos migrantes podemos reconocernos. Por ejemplo, hablar la lengua del país en el lugar de trabajo, incluso entre compatriotas extranjeros, y la desobediencia a la jefa alemana; no saber cómo afrontar una situación aparentemente sencilla en el primer trabajo, o contar monedas para comprar un sándwich cuando hay hambre, pero no dinero. 

Al final, el corto salta del realismo hacia otro registro, cuando la conversación en la estación de tren entre la chica boliviana y un ghanés se desarrolla en español e inglés, alternativamente. Es como si cada uno entendiera perfectamente lo que el otro dice, aunque no habla su idioma, o como si las ganas de entender para poder comunicarse con alguien, con cualquiera, se impusieran a la realidad de la incomunicación. Los otros personajes que conversan después, análogamente, en el mismo lugar, lo hacen en inglés aunque dos de ellos parecen ser ambos latinoamericanos. 

Diría que esa es la parte alemana de Hay un dolor, la que va dirigida al público del país donde vive y estudia Urzagasti. Estos diálogos quieren decir algo, sobre todo, a los que por hábito no hablan con los extranjeros, salvo lo mínimo necesario para darles instrucciones en el trabajo, por ejemplo. Interpelan al espectador o espectadora de un modo menos espectacular que las denuncias sobre campos de concentración y deportaciones forzosas, con una pregunta sencilla pero que apunta con gran agudeza hacia la fuente del temor y el odio, que es el desconocimiento: ¿te has detenido alguna vez a escuchar a un migrante? Por esta misma razón, sin embargo, es la parte del corto en que más se evidencia el giro didáctico que tiene aquí la forma mutante contemporánea.

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