Tortuga persigue a tortuga
Por Salvador Savarese
Ésta es una de las razones por las que son necesarios los festivales de cine: para dar difusión a propuestas que no se saben cómo ocurrieron pero que están, tienen valor cinematográfico y pueden ser proyectadas en pantalla grande. Generalmente los críticos se suelen referir vulgarmente a esas películas como “ovnis cinematográficos”. Hace más de un cuarto de siglo, en el Festival de Mar del Plata de 1996, se proyectó la película Picado Fino, de Esteban Sapir. Su propuesta estética -la vida de un joven de clase media en un conurbano bonaerense en decadencia- estaba narrada como si Griffth no hubiera existido y la gramática cinematográfica hubiera sido desarrollada por Eisenstein y Godard. Un verdadero OVNI cinematográfico.
El director de fotografía de esa película, cuyas imágenes en un blanco y negro granulado y con encuadres descentrados acompañaban el extrañamiento de la narración fue Víctor “Kino” González. En el Bafici de 2025, casi treinta años después, es el propio González el que presenta el OVNI de esta edición: Tortuga persigue a tortuga. La película consta de dos episodios, por un lado, un personaje que, al ser echado de la casa donde vive por sus dueños, lleva una cámara para filmarlos. En la segunda, con una cámara testimonia una posible ruptura amorosa con su pareja.
Actualmente, uno podría imaginar cómo serían filmadas las escenas: el personaje principal no aparecería en pantalla, ya que estaría al mando de la cámara, que podría ser tranquilamente la de un celular. La imagen sería subjetiva. Pero el material fue grabado en la década de 1980, en el sistema de video analógico VHS (que haya llevado al director a presentar el material recién cuarenta años más tarde es un misterio que vale la pena mantener como tal) y las cámaras son más grandes, por lo que no solo lleva una sino también, y esto es fundamental, a un camarógrafo.
En un momento de la película, el protagonista, que, aunque en un momento es nombrado como “Ale” es el mismísimo director, comenta que la presencia de la cámara (se presupone con camarógrafo incluido, en ese momento no se podía concebir de otra manera) es violenta y lo único que podría superarlo es que la situación grabada sea más violenta aún. Nos permitimos amablemente disentir. Lo que genera reacciones tan diferentes en las situaciones no es ni la presencia de la cámara ni el hecho registrado, sino los procedimientos cinematográficos utilizados, ya sean conscientemente o no.
En el primer episodio, María y su pareja, El Colo, le piden al protagonista que deje la casa que compartían. Toda la secuencia es profundamente incómoda para todos, para María, que no quiere hablar en presencia de la cámara, para El Colo, que cada vez se vuelve más violento y para el espectador. Pero para el espectador el malestar se da no por la presencia de la cámara y el camarógrafo, sino porque que la gran mayor parte del episodio está presentado sin corte, como un plano secuencia: el protagonista pregunta y repregunta, una y otra vez, por qué lo echan, apela a los otros, es inquisitivo y molesto. Pero lo más incómodo para el espectador es que la mayor parte de esa escena se desarrolla en un solo plano, sin un corte que permita respirar. Cuando promediando el episodio surge un corte evidente -hay un par de situaciones anteriores que nos hacen pensar si no hubo cortes ocultos, como hizo Alfred Hitchcock con La Soga (Rope, 1948) o Brian de Palma en Ojos de Serpiente (Snake Eyes, 1998)-, que además es un corte a un plano detalle, a un objeto insignificante, el espectador agradece.
Pero toda esta situación se enrarece en el segundo episodio, a tal punto que el primero parece un bosquejo de este. El protagonista recibe en una casa (podemos inferir que se mudó) a una creemos -es todo precario en esta película, poco se explica- pareja de él, Mabel. Ella, al entrar al lugar, enseguida reconoce al camarógrafo y lo llama por su nombre, Mauricio. Lo que sigue es una incomodísima situación en donde el protagonista, siempre insistente, quiere saber por qué la mujer quiere dejarlo. Pero en vez de violentarse como El Colo y su mujer, ella reacciona. Le contesta, le da razones y de a poco le da vuelta el juego, casi olvidándose de la cámara.
La escena es muy cómica y placentera. Se desarrolla como esas screwball comedies del Hollywood de los años 40, en donde el interés se genera por el vaivén afectivo: que el hombre propone e insiste, que la mujer juega a que se deja insistir y responde, desafía. Pero en un momento algo acontece. Le piden al camarógrafo que deje la cámara encendida, pero se vaya del lugar. Y cuando Mauricio, el camarógrafo, no está, surge una escena de intimidad de una realidad y sinceridad inusual para una película. El espectador, en ese momento, tiene ganas de salir de la habitación, ya que ellos tienen que hacer cosas muy de ellos. Solo que no está en esa habitación, sino en una sala de cine y solo puede ver. El ejercicio de voyeurismo es extraordinario. Pero vuelve Mauricio y con él vuelve un elemento que realmente perturba todo: la ficción.
En muchas películas se muestra a una pareja compartiendo varios momentos placenteros hasta que la realidad -léase un acontecimiento o un marido o las convenciones sociales- irrumpe para romper esa armonía. Ahí están los ejemplos canónicos de Lo que no fue (Brief Encounter, 1945), de David Lean, o La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993), de Martin Scorsese. Menos frecuente es lo que sucede en esta película donde es la ficción la que irrumpe para poner en cuestión todo lo que hemos visto.
Como en otra película argentina reciente, Algo nuevo, algo viejo, algo prestado (Hernán Rosselli, 2024), aunque en este caso de manera paulatina, de repente surge una palabra que nos hace preguntar si lo que vimos es tan real como se lo muestra. Ahí también tomamos consciencia que, más allá de la precariedad del material con el que fue registrada toda la película, pudo haber sido sentida, pensada y ensayada: ahí está ese color verde que inunda la escena cuando el protagonista ingresa al ambiente principal de la casa o los precisos zooms hacia los personajes en el momento que hablan en el primer episodio, pero comenzamos a desconfiar (o entender), en retrospectiva, de la precisión de las entradas y salidas de cuadro de los personajes o de la ubicación de los mismos dentro del cuadro en el segundo. ¿Qué tan real es esa realidad? Es ahí que Tortuga persigue a tortuga (título tan misterioso como la película misma, cuando algo es un OVNI, es OVNI hasta el fin) revela su gran secreto: que el elemento disruptor más importante no es una cámara, sino una estructura narrativa.
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