Esa otra selva blanca

 

Por Salvador Savarese 

La cineasta chilena ha perdido a su padre. Quizás se siente sola. De seguro está angustiada. Por lo pronto solo tiene los recuerdos de él compuestos por cintas de audio, películas familiares, cartas y algunas otras cosas. En esos recuerdos se despliega la historia de una parte de su familia: su padre filósofo y músico vocacional, su abuela escritora, el amante de su abuela. 

En una película anterior de la cineasta, estos familiares son enfrentados por ella ‒interrogados por ella‒ con otras fotos, con otros filmes familiares, con otras cartas. Pero ahora todos están muertos. Físicamente, son pura ausencia. 

La cineasta siente tristeza, tiene que elaborar el duelo y extraer algo de todo ese dolor. Para ello tiene dos ayudas. Una que maneja y otra que siempre estuvo ahí, pero cobra un especial sentido en la situación emocional que vive. 

La primera ayuda es su profesión, el cine. Específicamente el cine documental. En esa película anterior ella no aparecía en cámara y solo se escuchaba su voz en off frente a las imágenes de sus familiares. Ahora que ya no están, es ella la que tiene que enfrentarse, interrogarse, afrontar esos documentos. Escindida de su angustia interior, su voz es tranquila y expone los temas como si al mismo tiempo ella los estuviera descubriendo. Esta voz genera un clima, un tono confesional que pide cercanía, que pide que se se la escuche próximo a ella. Ese tono calmo no solo de la voz es algo muy común en el cine chileno, pensemos en José Luis Torres Leiva, pensemos en Ignacio Agüero. 

Poco a poco la cineasta va enhebrando la voz grabada de su padre con su propia voz; con la historia de su abuela, amante de un famoso pianista; con los incendios en un jardín botánico; con la posibilidad de regenerarse que tienen los árboles de ese jardín; con las cartas apócrifas de unos zorzales hechas por su padre para festejarla cuando niña. Pero no es suficiente. Interrogar imágenes fijas con película de cine en 16 mm y en Super 8 granulado no es suficiente. Ver y rever las polaroids de un viaje a Japón que hizo, tampoco. La fotografía y la muerte: André Bazin en su Ontología de la imagen fotográfica comenta que la fotografía no crea la eternidad, sino que embalsama al tiempo; la oposición que hace entre fotografía y arte es debatible pero la idea de embalsamar al tiempo es muy justa. Quizás la cineasta, como el filósofo que narra su padre en un cuento bellísimo, se encuentre en una selva blanca, alejada del mundo real, al cual tanto el filósofo, como ella, tiene que regresar. Es que el cine no cura, sólo consuela. ¿Cómo hacer cuando los poderes del arte no alcanzan? 


Es allí que llega Simón, su hijo y su segunda ayuda. 

Es a través de las preguntas que el niño le hace a la madre, a veces incómodas (“¿Madre, cuanto te vas a volver a enamorar?”), a veces ingenuas (“¿Madre, por qué tú no haces cine de terror?”), pero siempre sinceras; es a través de sus gustos infantiles (esos los insectos de juguete y la legendaria polilla Mothra son de una ternura infinita); en fin, es a través de su mera presencia, que surge lo que en un primer momento parecería casi imposible: que se opere un cambio. 

Después de una primera parte luctuosa, llena de muertes, separaciones y soledad, Simón ilumina el camino de este documental y la puesta en escena se va poblando. Ya no es la cineasta la que está haciendo, investigando, actuando, sino que son Simón y ella los que están haciendo e investigando. Ella, un poco más reflexiva; el, más activo, pero esta vez de a dos. Los planos dejan de ser estáticos y frontales. Comienzan a incorporar angulaciones más oblicuas y aparecen los paneos. La imagen cobra vida y la vida misma cobra vida: los árboles se regeneran; el amor clandestino de la abuela escritora sale a la luz en forma de libro y entra a la cultura popular a través de un radioteatro; las polaroids y las fotografías son intervenidas y toman color y vida. Finalmente, el padre vuelve al mundo de una manera que no conviene develar. Ese momento, hecho de a dos, marca la entrada de la cineasta al mundo real después de su triste estadía en la selva blanca. También marca un posible encuentro con su hijo, que siempre estuvo allí ‒en el mundo y con ella‒ pero ese encuentro se da en los dominios del arte. 

La cineasta chilena es Teresa Arredondo. La película anterior, donde los demás personajes aparecen vivos, es Sibila (Chile-España-Francia-Perú, 2012); su padre fallecido es Marcial Arredondo; la abuela es Matilde Ladrón de Guevara. Que el rostro de la cineasta no aparezca en cámara habilita a referirnos a ellos sin nombrarlos hasta ahora. Pero Simón siempre fue Simón: un niño tan significativo como la pequeña Maren cuya niñez obra el milagro de La palabra (Ordet, Carl Th. Dreyer, 1955), merece el privilegio del nombre. Siguiendo estos razonamientos podríamos especular que, como agradecimiento, la madre lo hace aparecer en la película primero como mención, después mediante su voz fuera de cuadro, seguidamente lo muestra de espaldas y finalmente vemos su rostro, el único rostro vivo que aparece en todo el documental. Simón es presentado como los presentaban a los héroes en las películas clásicas. 


Coda: ¿Qué mueve a Teresa Arredondo a desnudar el dolor no solo de ella sino de su familia? Quizás la clave nos la dé una intervención de doña Matilde Ladrón de Guevara, ya anciana, en Sibila: “Mi familia es muy independiente, cada uno tiene su propia misión que cumplir y lo cumplen sin que los demás participen en plena libertad”. Muy probablemente la misión de Teresa Arredondo sea ser cineasta, aunque, esquivando un poco ese mandato familiar, necesite la participación de alguien de su familia. Volviendo a André Bazin, al comienzo de El desprecio (Jean-Luc Godard, 1964) se cita una frase de él: "El cine sustituye nuestra mirada por un mundo acorde con nuestros deseos”. Ese mundo, en el caso de Esa otra selva blanca, solo puede realizarse de a dos.

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