Conversación con Julián Galay

 

Por Pablo Gamba 

En el FID de Marsella se estrenó Los cruces (Argentina, 2025), una película del colectivo Antes Muerto Cine dirigida por Julián Galay, que recibió una mención especial en la competencia de óperas primas. Será parte ahora del Doc Buenos Aires, que comienza el 19 de agosto, después de su estreno en el Festival de Cine Nacional de General Pico, que comienza el 7 del mismo mes. 

Los cruces es una película que vuelve al género de los documentales sobre animales para subvertirlos, dándole incluso la cámara a uno de ellos y filmándolos fuera de los ambientes naturales a los que van a capturarlos la televisión y el cine. Formalmente se desarrolla como una liberación de los rigores de la geometría, hacia la belleza del ruido de la imagen. La banda sonora explora, similarmente, las tensiones y límites difusos entre sonido, silencio, música y ruido. Trabaja el texto con la palabra hablada, en entrevistas a diversos científicos y diálogos entre ellos, pero también con tres niveles de escritura: texto filmado y dos tipos de escritura en la pantalla, uno que parece corresponder a la voz del documental en primera persona y otro que la rompe. 

No solo estas exploraciones de la forma sino también narración sitúa a Los cruces en la segunda modernidad contemporánea, en el campo del “cine de flujo”, como una película que se hace explícitamente para recordar un sueño. El tema es característico de nuestro tiempo, en lo que corre el riesgo de atravesar los lugares comunes del ecologismo buscando algo nuevo, y un rescate de los poderes liberadores que resisten en la ciencia y la tecnología. 

Aunque es el primer largometraje como director de Julián Galay, Antes Muerto cuenta con una amplia trayectoria en películas que, como esta, buscan lo nuevo en las formas, a lo que acompaña un compromiso con que la vanguardia estética y política se encuentren de nuevo en el cine. Hicieron antes otro largo sobre animales, Retrato de propietarios (Argentina, 2018), dirigida por Joaquín Maito, y el año pasado ganaron el Premio Georges de Beauregard en la competencia internacional del FID de Marsella por Todo documento de civilización (Argentina, 2024), dirigida por Tatiana Mazú González. Ocupan, aunque son jóvenes, un lugar destacado en el mapa del cine contemporáneo. El mismo Galay, radicado en Berlín, cuya filmografía registra antes dos cortos con Antes Muerto, es una figura típica de la contemporaneidad del cine, puesto que se formó como compositor “indisciplinario”, como se define, y trae esta experiencia a las películas. 

A este documental, que no fue hecho para combatir, lo recibe en Argentina un campo de batalla frente al que podría tener mucho que decir: el de la destrucción del cine y los ataques a las universidades y a la ciencia por el gobierno de Javier Milei, su negación de la problemática ambientalista. Los cruces fue uno de los estrenos latinoamericanos que nos impresionó este año en el FID, junto con Frío metal (México, 2025), y así como entrevistamos antes al director de esa otra película, conversamos ahora con Julián Galay. Publicamos también notas sobre ambas películas en Los Experimentos.


“Queríamos hacer una película sabiendo que no queríamos replicar la idea de capturar un animal y meterlo en una caja. Si uno estructura una película, y hace un guion y calcula, evidentemente uno está replicando el mismo sistema” 

—Tratándose de alguien que viene de la música y el trabajo como sonidista, quisiera comenzar por eso que dice Lucrecia Martel de que ella hace sus películas comenzando por el sonido. ¿Empezás vos también de esa manera? 

—Podría decir que sí y que no. Creo que es de una forma muy distinta de la que habla Lucrecia Martel, a quien admiro profundamente. Su cine fue y es fundamental para mí. El trabajo de Guido Berenblum como diseñador de sonido de sus películas también me marcó muchísimo. Pero yo me formé como compositor. Trabajé muchos años con la música como estructura abstracta, y eso me ayudó a generar forma, en la cabeza o en una hoja de papel, y a partir de ahí empezar a trabajar con la materialidad, que pueden ser palabras, imágenes o sonidos. 

—Hay algo de eso, que tiene que ver con una influencia disciplinaria, de componer y poder pensar una estructura. Pero descubrí que el sonido genera cierto tipo de imagen. Si a mí me interesa una mona que pasa sus tardes en el techo de una camioneta, y que de alguna manera, con sus rugidos, responde a los camiones o los autos, venir a escuchar eso genera cierto tipo de imagen. 

—En mis diarios, trabajando con una handycam muy precaria, de hace algunos años, y usando la cámara para jugar, me interesaba el sonido y, como no tenía los micrófonos encima, usaba la cámara como micrófono y apuntaba con ella de cierta manera. Esa handy tiene la particularidad de que, si uno hace zoom in o zoom out, el micrófono hace lo mismo. Me parecieron interesantes las imágenes que se generaban al usar una cámara así y lo fui ampliando, usándolo incluso en situaciones de rodaje, teniendo a Tati Mazú como DF. 

—Pero, más que del sonido, parto en mi caso de la escucha. Podría parecer lo mismo, pero no es así. El sonido es el fenómeno físico; la escucha es lo que sucede en la percepción. A partir de ahí se van desarrollando distintas cosas. 

—¿Por qué te interesa la escucha? 

—La escucha es muy potente. En eso sí sentiría una complicidad con mucho de lo que dice Lucrecia Martel sobre el sonido como una forma de incluir al cuerpo. Por momentos, el sonido es invisible. A veces, para quien escucha mirándola, la película funciona como una especie de caballo de Troya. No es tan consciente ni tan racional lo que estoy sintiendo. La capacidad del sonido de ser vibración, literalmente, es algo que a distancia nos toca. En ese sentido, trabajar con vibraciones entra a ser parte del cuerpo. Hay algo de eso, desde la psicoacústica y qué pasa con distintas frecuencias, que me interesa desde hace bastante tiempo, y el cine me parece el campo ideal para trabajarlo. 


—Me interesa mucho lo que sucede en la percepción. Cuando uno ve una película, cuando escucha una obra musical, cuando uno lee un libro, hay algo que sucede entre ese objeto, esa obra, y quien la observa, quien la escucha, quien lee. Se produce un desencadenamiento de algo entre lo interno y lo externo, lo que pasa en el mundo exterior y lo que sucede en el interior. Desde la escritura, desde la composición, desde el cine, siempre trato de explorar qué sucede entre ese adentro y ese afuera. Por lo tanto, qué sucede en el montaje de imágenes, palabras y sonidos, otra de mis obsesiones. 

—Esta es una película de animales. Más allá de las razones por las que los animales ocupan un espacio tan grande en la programación para niños de la televisión, ¿qué los hace interesantes para el cine y para vos, como cineasta? 

—Por un lado empieza con mi vínculo con los animales. Desde muy chico siento una atracción un poco inexplicable por los animales. Tuve también vínculos con ellos: tuve una gata siamesa que fue muy importante para mí en mi infancia. Pensé ser biólogo. Vengo de una familia de muchos científicos: una hermana bióloga, tíos biólogos. 

—Por otro lado, empecé a descubrir, con la distancia, que tenía una fascinación con los museos de ciencias naturales. Cada vez que viajo a una ciudad o un pueblo, voy a ese museo. En algún momento era con cierta culpa, porque están los animales embalsamados y hay un montón de contradicciones, pero no podía evitar la fascinación. Después de recolectar fotos y videos de visitas a muchos muesos de ciencias naturales, en lugares muy distintos, porque no es lo mismo en un pueblito, en la Patagonia, que el museo de Londres, empecé a pensar por qué sentía esa atracción. No sé si encontré una respuesta, pero sí que condensan varios de mis intereses: la historia del arte, la historia de la ciencia, y también la arquitectura condensa capas y capas de historia, y de contenido político. Hubo algo de punto de partida en estos museos, que después se comenzó a extender hacia ese clúster de instituciones que trabajan junto con ellos. 

—En el cine hay una gran relación, a lo largo de la historia, con los animales. Uno puede pensar en la historia del montaje y lo que significan en ella: cómo se mira a un animal, cómo se filma, cómo se genera un montaje por corte directo. Es casi un género, como si fuera un western, un policial, y a mí los géneros me fascinan porque te dan una estructura con la que trabajar. Uno puede empezar a jugar con variaciones o con el propio modo de trabajar esas formas. En este sentido, comencé a experimentar una fascinación por el cine que trabaja con cómo representar lo animal. Naturalmente, de leer mucho sobre animales, de ver cine sobre animales, de visitar esos museos empezó a surgir la necesidad de hacer una película. 

—¿Cuáles serían tus referencias claves del cine sobre animales? 

—Se abrió un poco de lo animal. Están, por ejemplo, directoras como Deborah Stratman, a la que yo admiro mucho. Ahora salió Last Things (2023), su última película, con las piedras, los organismos. Los cruces ya estaba bastante cerrada, pero no dejo de sentir mucha complicidad con ella. Después, el trabajo del Sensory Ethnography Lab de Harvard: [Ernst] Karel, Véréna Paravel o J. P. Sniadecki, el de El mar la mar (2017), o películas como Leviathan (Véréna Paravel y Lucien Castaign-Taylor, 2012). No son sobre animales, pero llevan a pensar la imagen y el sonido desde otro lugar, a correrse de lo antropocéntrico. 


—Pensando en las que son específicamente sobre animales, hay unas que vi cuando la película ya existía, para seguir pensando cómo se siguen representando los museos, los zoológicos. La de James Benning sobre el Museo de Historia Natural de Viena (Natural History, 2014) fue fundamental para mí; las películas sobre arquitectura de Heinz Emigholz. Ese cruce entre la arquitectura y lo animal para mí fue muy constructivo. Las películas de [Artavadz] Peleshyan también, cómo ve a los animales y el montaje; Primate (1974), de [Frederick] Wiseman en la que filma a una orangutana y solo se escucha lo que la gente dice, los que la están mirando en el zoológico... 

—Con referencia al cine sobre animales, una característica notable de Los cruces es que los representa fuera de la naturaleza. ¿Por qué? 

—Vengo trabajando mucho alrededor de las ciudades. Quizás sea porque, si la mitad de mi familia viene de la Biología, la otra mitad viene de la Arquitectura y el Urbanismo, y literalmente crecí entre [Ciencias] Exactas y Arquitectura en la UBA [Universidad de Buenos Aires]. Iba a las clases desde que nací, y hay algo de esos intereses que empezaron a llegar naturalmente. 

—En 2018, la primera vez que vine a Berlín, me shockeó mucho el vínculo con los animales que tiene esta ciudad, que es tan grande, tan llena de cemento, tan imponente, con una cultura underground y una actividad urbana intensa. Al mismo tiempo, uno se encuentra con un zorro que cruza las gigantescas avenidas a la medianoche o con cuervos. Me sorprendió mucho cómo la ciudad se relaciona con sus bosques, con la flora y la fauna en general, y empecé a filmar eso con una handy y a escribir sobre eso en mis diarios. 

—A estos animales furtivos, la gente de estas ciudades, al estar acostumbrada, los trata como plagas, como animales molestos. Para mí, la primera vez que vi un mapache en mi casa fue casi como una revelación mística. Descubrí que, si me adentraba en los parques y me quedaba en silencio, a oscuras, en un banco, los animales empezaban a venir por curiosidad a la inversa. Iba con esta handy, que tenía night shot, y me quedaba a la espera. Hay una toma en la que me está mirando un zorro en la película. 

—No me interesaba tanto ir a un lugar natural a filmar animales. Lo sentía un poco como safari o documental de National Geographic, como una situación ajena. Lo que me interesaba es, en el espacio que habito, con qué otras especies habito. Esos animales que, de alguna manera, están en libertad, se empezaron a entrecruzar con los de los museos. Me pregunté cuáles son las instituciones que trabajan con animales en una ciudad, y empezaron a aparecer, también, los laboratorios de ciencias. Pero esos laboratorios muchas veces trabajan en coordinación con los zoológicos, que son los que les prestan los animales, y los zoológicos, cuando los animales mueren, con los muesos de ciencias naturales, que los embalsaman y los usan para estudios. Empezó a aparecer esta pequeña ciudad de instituciones dentro de la ciudad, y en la contraposición entre los animales que estaban dentro de esas instituciones y los que recorrían la ciudad de forma un poco más libre me pareció que había algo. En la película está representada una visión, más científica, de cámara fija, y por otro lado la handy, que es un poco más brusca, más casera, que intenta tomar ciertos animales que están en la vía pública o en los zoológicos. No tenía permiso para filmar allí, pero la handy es una forma medio subversiva de meterme a ver qué pasa.


—En esta película veo una tensión que se relaciona con eso, entre la búsqueda de la planitud, con el uso de superposiciones de imágenes de la ciudad o del texto escrito sobre la imagen, que también la aplana, y los planos de los animales, en los que el espacio no está intervenido de esta manera, y la arquitectura, que también es volumen. Quisiera que me hablaras un poco de esto, que me hizo sentir que se comprimía y se expandía como un acordeón. 

—Eso que parece una superposición digital, al principio de la película, en realidad son reflejos de vidrios. Lo filmamos en un edificio porque para mí era muy importante tener esa visión de la General Paz [autopista que bordea la ciudad de Buenos Aires] y ese rulo [el distribuidor que se ve en el plano]. —Cuando subimos, con Manu [Manuel Embalse], con Tati y con Flor [Florencia Azorín], estaba todo cerrado, con vidrio, y en los vidrios se reflejaba la ciudad. Me pareció perfecto porque, si hay una reflexión en la película, desde el primer momento, es sobre algo que vemos en los museos de ciencias naturales, en los laboratorios de ciencia y está muy marcado en la arquitectura. Es el límite que genera encerrar algo en una caja de vidrio, el que genera una ventana o ese vidrio que deja ver, pero crea esos reflejos. Hay algo que me interesaba de esa frontera, y había una decisión de partir de una arquitectura un poco más fría, de cierto modernismo, de cierta cosa geométrica y cierto límite, para después ablandarla al representar a un animal. 

“Tengo una especie de slow motion multitasking: voy haciendo distintas obras simultáneamente, libros, instalaciones, conciertos, que me llevan tiempo y me gusta eso” 

—Actualmente hay una moda ecológica. La palabra es horrible, pero creo que es eso, una moda. En abril, los Cahiers du Cinéma se preguntaban si la ecología será el futuro del cine. ¿Ves tu cine en relación con esto? Te lo pregunto porque, más allá de mi comentario, encuentro en tu película cosas que claramente responden a este movimiento, como el interés por esas otras escalas de espacio y tiempo que son los mundos de los animales y las plantas. 

—Sí y no, ambas cosas. Por un lado, a mí me gusta mucho leer, y en esta película estudié como nunca para un proyecto, sobre todo el trabajo de muchas filósofas y antropólogas como Vinciane Despret, que es una etóloga y filósofa belga, o Donna Haraway o Isabelle Stengers, que es una filósofa de la ciencia. Fueron muchísimas lecturas que me ayudaron a desestructurar cierta mirada, a escuchar de otra manera. Esa es una influencia muy clara y, de cierta manera, podría estar vinculada a una moda de lo que se está estudiando. Si uno va a la Facultad de Filosofía, volvió Jakob von Uexküll, un etólogo alemán del cual soy bastante fan. Hay un montón de lecturas de cosas actuales y otras que recién ahora se están traduciendo al español, y que están en discusión. 

—Me agarró un poco de sorpresa la moda actual de la ecología porque soy de procesos lentos. Tengo una especie de slow motion multitasking: voy haciendo distintas obras simultáneamente, libros, instalaciones, conciertos, que me llevan tiempo y me gusta eso. Hace siete, ocho años, cuando empecé, no estaba tan en boga. Pero llega al estreno rodeada de películas sobre el tema que en ese momento no estaban. La de Ana Vaz, É noite na América (2022), por ejemplo, me gustó mucho. Está basada en un libro que leí apenas salió, pensando en Los cruces. La de Jessica Sarah Rinland sobre el zoológico en Buenos Aires (Monólogo colectivo, 2024) me encantó, y en algún momento Los cruces quiso ser una película más parecida a esa. Fui unas cuantas veces al zoológico en 2019; pedí permiso, no me lo dieron, y se fue yendo hacia otros lugares. Es parte del presente, digamos, pero en su concepción, la película ya estaba. 

—Hay un montón de cosas de esa moda y de la palabra “ecología”, de cómo se usa hoy, que me dan un poco de temor. Hay cosas muy valiosas y, como en toda moda, cosas más superficiales. Por eso digo que sí y no. Pero, si es el momento de repensar esto y hay interés, bueno, bienvenido. 


—Mi próxima pregunta viene, justamente, de Jessica Sarah Rinland. Es por el trabajo que ha hecho en torno al cine científico. ¿Cómo ves esta película, y a vos mismo como cineasta, con relación, también, a ese cine? 

—A mí siempre me interesó la ciencia, con sus contradicciones, con sus paradojas. Me interesaba mucho entrar a filmar a los laboratorios, y algo importante del documental, si uno logra acceder a un espacio como ese, que no es fácil, es la responsabilidad de qué mostrar y cómo. 

—Así como existe el cine científico y el cine observacional, me interesaba pensar en un listening film, lo que, traducido, sería un cine que escucha, y también romper el cine científico. Si la película iba a dialogar de alguna manera con ese cine, necesitaba tener un quiebre, un punto de catástrofe donde la estructura y la lógica cambiaran. Es un cine que disfruto ver, del cual aprendo; me interesaba, de alguna manera, citarlo, pero también romperlo, no solo por la crítica que puede haber a la ciencia, que es muy delicada, porque yo la amo y es una importante fuente de inspiración, pero al mismo tiempo hay que criticarla. En este momento, además, es importante cuidarla, porque lo que está pasando en Latinoamérica y en el mundo hace que sea vulnerable. 

—Eso fue un desafío muy grande en Los cruces, porque cuando la película empezó, en 2018, era otro el mundo. No había habido pandemia ni estaban estos gobiernos neofascistas, o como se los quiera llamar, con tanto poder. Había otra situación en la Argentina, y también internacionalmente. Fue un reto defender, por un lado, este proceso lento de hacer obra. No es una obra sobre el presente, sobre lo que está pasando hoy o ayer. Pero, al mismo tiempo, hay que hacerse cargo de todos los cambios que se producen a una velocidad terrible, cambios sociales, políticos, y de cómo se puede modificar una película que se hace preguntas sobre la ciencia según el entorno. Intentamos buscar el punto de tensión y equilibrio en Los cruces, donde creo que, con sinceridad, al mismo tiempo hablo de mis fascinaciones, mis preocupaciones, mis contradicciones. Quiero creer que está todo ahí. 

“La indeterminación, el caos y el azar están muy presentes en mi trabajo y el que hacemos con el colectivo. La película tuvo muchos años de investigación, de lecturas, de discusión, pero cuando fuimos al rodaje, fuimos libres. Con todos esos años de discusión interna, de charlas, y de estudio y escritura, el rodaje era algo mucho más perceptivo, y de juego y de divertirnos” 

—La ciencia moderna, con sus problemas en torno a la indeterminación, al caos; la música moderna, con la generación de sistemas como el del serialismo, ¿cómo las relacionarías con la forma de esta película? 

—Mi tradición, como compositor, es la de haber pasado por muchos sistemas, llegando a niveles de una extrema racionalidad de la que aprendí, pero de la cual me quise alejar. En algún momento me pareció un poco demasiado. También de esas películas matemáticas que son perfectas, como mecanismos de relojería, que cierran un sistema o que empiezan con un sistema y no rompen con él nunca. Siento que en Europa pasa mucho. Me encanta la matemática, aunque no soy matemático, pero cuando un arte se vuelve exclusivamente matemático me aburre, me ahoga. 

—La película es un cruce entre algo más racional y algo más animal, salvaje. En ese sentido, pienso que tiene una estructura, una forma que está pensada y dibujada, porque las primeras versiones del montaje fueron con dibujos, y tiene un guion que después fue traicionado, pero tuvo años de escritura. Es una estructura que después, en el montaje con Manuel Embalse y con el resto del equipo, jugamos a destruirla, a deconstruirla. 

—La indeterminación, el caos y el azar están muy presentes en mi trabajo y el que hacemos con el colectivo. La película tuvo muchos años de investigación, de lecturas, de discusión, pero cuando fuimos al rodaje, fuimos libres. Con todos esos años de discusión interna, de charlas, y de estudio y escritura, el rodaje era algo mucho más perceptivo, y de juego y de divertirnos, aunque suene naíf, y de convivir con un grupo de amigos y amigas, con los que tenemos mucha afinidad estética y política. Entonces, había una libertad para estar con cámaras y con micrófonos. 


—Es muy lindo filmar a un animal. Un animal te trae la indeterminación. Siempre va a ir contra el plan, siempre va a hacer lo inesperado. ¿Intentar filmar a una lora que canta canciones de animales? Con cualquier animal había un plan, y entonces aparecía otra cosa. Si uno no está abierto a la sorpresa, si uno no está abierto al azar, dispuesto a jugar con eso, creo que está perdido si va a hacer una película con animales, no solo sobre animales. 

—La pregunta, entonces, es cómo se puede hacer una película, que tiene que tener una forma, mediante esta lucha contra la forma. 

—Queríamos hacer una película sobre los animales, sobre los sueños, sobre el lenguaje, sabiendo que no queríamos replicar la idea de capturar un animal y meterlo en una caja. ¿Cómo no hacer eso con una película? Creo que, si uno estructura una película, y hace un guion y calcula, evidentemente uno está replicando el mismo sistema. 

—Había una intención de no hacer eso, y yo empecé a jugar con la idea de quién tiene los medios de producción y quién tiene los medios de percepción, y qué pasaría si les diéramos los medios de percepción a los animales. Era un juego especulativo, y de ahí surgieron experimentos como el de darle la cámara a la mona y que termina siendo una de mis escenas favoritas. O no necesariamente darles la cámara, pero sí entrar en otro tiempo, en otra lógica. 

—Hay que tener mucha paciencia para filmar los animales. A veces necesitan que todo se aquiete, que uno empiece a ser invisible. Si uno está ahí, con la cámara, les llama mucho la atención y no se comportan de la misma forma. Hay que buscar otras estrategias, que no tienen que ver tanto con la técnica cinematográfica sino con esperar, escuchar, quedarse o irse, volver… Los tiempos de rodaje son otros, y eso puede generar que se haga de noche y se largue una tormenta que nos encuentre en campo abierto, y de ahí surgen imágenes también. En esa disposición de salir al encuentro aparecen cosas inesperadas. Así que esta era también una estrategia para romper esa estructura o de cómo generar una forma a partir de algo que no se deja capturar. 

—Pasemos a los seres humanos y su lenguaje. No lo manejás verbalmente, salvo en las entrevistas o cuando los personajes hablan entre sí, pero tenés tres niveles de escritura: texto filmado, y dos tipos de texto en pantalla, uno de los cuales parece integrarse más a la imagen porque está en color. ¿Por qué el juego con estas diversas capas de lenguaje humano? 

—El lenguaje estaba también en el centro de mis intereses y de mis curiosidades. El material de handycam y el diario escrito son de mis diarios personales. Los textos no fueron escritos para la película sino tomados de allí. El montajista, Manuel Embalse, me propuso usar mis diarios como si fueran material de archivo. Yo escribo mucho, todas las mañanas, unas cuantas horas, y los diarios son miles y miles de páginas. Manuel me preguntaba qué había escrito sobre el encierro o lo animal, y yo buscaba. Lo mismo con los videos: hay mucho del covid y de deambular por una Berlín pandémica. Los empezamos a trabajar con la distancia que da un material autónomo, del cual agarrábamos y montábamos. Me interesaba esa primera capa, el diario. 

—Los diarios manuscritos que se ven, son los diarios personales de Florentino Ameghino, el explorador argentino. En un primer momento, en la película tenían mucho más lugar los hermanos Ameghino. Estaba la idea de que en Carlos y Florentino Ameghino, uno representa la teoría y el otro la práctica, y jugaba con eso. Con los años se fue destilando, y no aparece más, pero sí la investigación de los diarios y de los escritos de Florentino Ameghino, y algo de su obsesión por entender el origen del lenguaje, y cómo lo buscaba en las huellas y los rastros de los animales, en sus huesos, sus molares. 

—Me interesaba también la lectura por la percepción. Una voz silente te permite escuchar el paisaje sonoro y a los otros. Una voz en off hubiera sido imponerse sonoramente. Me encanta la voz en off, no tengo nada en contra de ella, pero en esta película hubiera tenido una autoridad sonora y hubiera ocupado un espacio que no me cerraba. 

—Pensamos en hacer una película sin voz, pero al exponer a los animales, al exponer a los científicos que miran los animales, en un momento sentí una cuestión moral: me tenía que exponer a mí mismo también. El exponerme como un espécimen más, incluso someterme a experimentos, me ayudó a resolver un montón de problemas que me traía la película. Pienso que ella misma es casi como un experimento de la percepción que juega con imágenes, con palabras, con sonidos. 

—Así que la película tiene una capa que es la de la investigación de Ameghino, otra, que es la de mis diarios, y otra que para mí era también como las notas de los diarios. Cuando estaba entrevistando y [Gabriel] Mindlin decía “sueño”, anotaba esa palabra. Es casi como el inconsciente de la película, donde se empiezan a condensar sueño, aprendizaje, memoria, miedo, conceptos que comenzaban a emerger de esas charlas. 

—¿Es la parte Power Point de la película? 

—Me gusta lo de Power Point. Otra rama de mis piezas son las conferencias performáticas, donde trabajo mucho con eso y con cómo la ciencia usa los Power Point. Me interesa llevarlos a otro lugar plástica y sonoramente. No lo pensé así, pero me gusta la provocación porque sí, de alguna manera hay un interés en eso. 

—Quería que esas imágenes aparecieran con cierta crudeza. En un momento se habló de animación, pero tenía que ser así, con esa tipografía, con esa fuerza. También, con toda la distancia que hay, siento un amor profundo por Godard y muchas películas que trabajan con el lenguaje, como las de John Smith. Hay toda una tradición de películas que trabajan con la palabra en bold, sin serif, y cómo eso dialoga con la imagen.

 

—Por la tipografía también te quería preguntar, por el contraste entre la del diario y esta otra, que es en color y de alguna manera se funde con la imagen. 

—Con relación a ese efecto, había algo que me interesaba con relación a la mimesis, al camuflaje animal, a tener la palabra camuflada y el inconsciente de la película. Algo de cierta sorpresa también, porque aparece, y uno se pregunta qué es eso, ¿es la voz de quién? Era algo de generar cierto juego con lo subliminal y, volviendo a la percepción, de ir tirando esas palabras. 

“El ruido blanco, de alguna manera, es como tener todos los colores al mismo tiempo, todos los sonidos posibles, y esa imposibilidad de escuchar abre lugar a la imaginación” 

—Trabajas mucho con el ruido. El sonido está basado en eso, pero también trabajas intensamente el ruido en la imagen. Para finalizar, quería preguntarte por qué te interesa el ruido con relación a la sensorialidad. 

—El ruido blanco, de alguna manera, es como tener todos los colores al mismo tiempo, todos los sonidos posibles, y esa imposibilidad de escuchar abre lugar a la imaginación. Uno escucha cosas en el ruido blanco, el ruido del agua, el ruido del tránsito. Tiene una materialidad que me atrae y me interesa, sobre todo en contraposición con el silencio y con el sonido. Hay algo en el contraste que se genera entre el sonido, el silencio y el ruido, ese triángulo. En la película intento trabajar bastante en esa composición, y con la separación que hay entre lo que se considera música y lo que no, desde sonidos naturales hasta composiciones hechas con un grupo de cámara, hasta ruidos que en realidad son composiciones de amigos. Está ese límite no muy claro entre qué es ruido, qué es sonido, qué es silencio y qué es música, por un lado. 

—Por otro lado, me interesaba el ruido en la imagen, pasar de lo nítido en 4K a una imagen que se desarma, que puede estar más cercana a lo onírico, si se quiere, o también a otras formas de ver y escuchar. Me interesaba un proceso, desde el comienzo hasta el final, donde la imagen se fuera desarmando, que la imagen fija, científica, del trípode, se fuera ablandando hasta llegar a otras formas de percibir. En este sentido, el ruido entra también como una interferencia en la comunicación, como desarmar un poco las certezas. 

—Me pregunté qué pasaría si esos animales me observaran o, más aún, qué pasaría si la película misma nos observara observando. En ese perder el control, en esa imaginación de un mono que toma los medios de producción, hay algo donde la película se emancipa, y de esa cámara, que fue un accidente por estar trabajando con amigos increíbles, y tener a Tatiana Mazú González y estar experimentando en territorio, perceptivamente, apareció esa imagen donde estamos, de repente, en medio de una tormenta, en la oscuridad total, donde casi no veíamos, de esa cámara llevada al límite de lo que puede ver surgió ese ruido digital. Logramos habitar un espacio que era el sueño mismo que me había hecho: hacer la película. Realmente fue como un círculo, casi como habitar un sueño colectivamente, con mis amigos y mis amigas. 

—Lo interesante también es que, en esta película que se preocupa por las escalas y los lugares desde donde perciben el mundo otras criaturas vivientes, nos encontramos también, allí, con la visión de una máquina. 

—No soy una persona muy fan de la tecnología, no es algo que me desvele, pero sí creo que hay algo en ella, con relación a la ciencia. Con toda la crítica que es necesario hacer cada vez más, porque pienso que se está yendo de control, la tecnología de estas cámaras trampa, las infrarrojas, el night shot y los diversos micrófonos también, amplían nuestras formas de percibir. Si estas tecnologías se usan como una herramienta de emancipación, con la reflexión necesaria, realmente pueden abrir las formas de producción y de percepción. Es una herramienta política, y en ese sentido me interesa la mirada de la máquina. Por eso trabajé con el night shot y la imagen infrarroja o de rayos X, para ampliar las capas de percepción y usar eso a nuestro favor para repensar cómo convivimos con otras formas de vida o nos vinculamos con otras especies. Incluso para percibir cómo suena debajo del agua algo, cómo suena un micrófono dentro de la tierra, cómo suena una cámara vieja. Esta curiosidad, bien dirigida, puede abrirnos nuevas formas, nuevos pensamientos, nuevas imaginaciones, nuevas posibilidades de futuro, lo que es tan difícil en estos tiempos.

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