Hijo mayor

 

Por Pablo Gamba 

Cecilia Kang ganó el premio a la mejor directora emergente en la competencia Cineastas del Presente del Festival de Locarno por Hijo mayor (Argentina-Francia, 2025). Es la ópera prima en la ficción y el segundo largometraje de la realizadora también de Partió de mí un barco llevándome (Argentina, 2023), Premio Especial del Jurado en la competencia internacional de Mar del Plata. 

La temática de la migración es medular en el cine de Kang, cineasta argentina de ascendencia coreana. Hijo mayor se presenta como una contribución significativa a la profundización de películas contemporáneas de latinoamericanos en la experiencia de estas poblaciones, algo que he venido comentando en Los Experimentos. Aquí es en torno a la memoria, los mitos que sostienen la identidad de los migrantes, y la concepción fragmentaria y contradictoria del yo. 

Hijo mayor se desarrolla como una película mutante, lo que también es tendencia hoy. Comienza con un estilo de ficción contemplativa, que cita el nuevo cine argentino en una parte donde la historia se desarrolla correlativamente en la época de su ascenso, aquella en la que estaban de moda los discman. Pasa después a la ficción genérica, con su pasado mítico de vaga definición temporal, y finalmente a un documentalismo que sitúa a los personajes en la realidad actual. Los espacios son, respectivamente, un balneario fluvial de la provincia de Entre Ríos, Argentina; un lugar impreciso del Paraguay, cercano a la frontera, y la ciudad de Buenos Aires, nada significativo salvo por lo que podría corresponder la memoria que los atraviesa. 

El prólogo refiere todos los fragmentos al yo de una protagonista que allí se presenta de un modo diferente a sus otras versiones, bailando en una discoteca. En este sentido parece menos coherente con la cineasta Kang que con quien representa el personaje: la DJ y artista argentina de ascendencia coreana Anita B. Queen. Es una manera de problematizar lo autobiográfico atribuible a la historia y que trae a colación una posible memoria de los coreano-argentinos de hoy. 

En la primera parte, el personaje de la adolescente Lila pone a los espectadores y espectadoras en el lugar de su mirada de asombro al padre y sus amigos ‒todos hombres, todos maduros, todos coreanos‒. Los acompaña en un viaje que comprende la iniciación de la chica en el ritual masculino de la pesca, y una pernocta en carpa y una camioneta. 

A pesar del estilo observacional y detalles de un realismo cómico en torno a la borrachera de los amigos, hay una atmósfera de sutil idealización que corresponde al estado emocional de la protagonista, pero también a su diferencia con ese círculo de coreanos con los cuales comparte una parte de su identidad, pero no otra, porque ella es argentina. Se transmuta este registro, además, de un modo que desestabiliza el realismo en el encuentro de Lila con otra chica. 


La ficción que sigue es un melodrama protagonizado por un perdedor romántico que es el padre joven de Lila, cuyo estilo evoca el cine asiático de gangsters. La memoria propia sin solución de continuidad con la imaginación se transmuta con esta ficción en posmemoria, como se llama al hacerse parte de los recuerdos de otros que forman parte de la identidad de una persona. Se presentan aquí también como una memoria colectiva imaginada por lo tocante al género cinematográfico. Está sutilmente precedida por una escena en la que Lila se va a dormir junto con su padre. El flashback puede ser un sueño en la historia, pero que se sueña como una película. 

Salpican este relato detalles cómicos respecto a la narrativa genérica que delatan la cinefilia de Lila, como un río infestado de pirañas y un “collar de Cleopatra”, además de los tópicos gangsteriles. Son también una manera de hacer explícito lo que hace la película de Cecilia Kang: reconstruir la memoria con el cine de ficción. La imaginación es siempre necesaria para completar lo que falta en los recuerdos. Las historias de los migrantes, como todas, están llenas de los vacíos de esa parte consubstancial del recordar que es el olvido, pero también de los que surgen de rupturas como una que recuerda el padre al relatar su reencuentro, en un aeropuerto, con una hija a la que tenía años sin ver y la reacción de la chiquita ante el “desconocido”. 

La parte genérica del relato ironiza asimismo la mitificación heroica del pasado de los refundadores de las familias en el país extranjero donde se instalan. Hay una tendencia en el cine de los migrantes latinoamericanos de hoy que se caracteriza por deslindarse de estos relatos, a los que confronta con el vínculo constante de las personas dispersas entre varios países por las facilidades de comunicación instantánea actuales. El mito, en cambio, se asocia con las cartas, en las que es fácil, no digamos solo mentir sino fabular la propia historia. Es quizás otra razón por la que la ficción genérica se presenta aquí en el contexto de una época en la que no existían los aparatos que hoy permiten mantenerse en contacto permanente con Corea desde la Argentina. 

En el final documentalista, ese otro poder de memoria del cine, que es el de registro, entra en el argumento junto con las fotos que desempeñan un papel análogo en la vida de las familias. Estas se encuentran asociadas, además, a otro tipo de fragmentos de la memoria, sensoriales, en torno a la madre: la tradición coreana y familiar que se transmite en la comida y sus sabores. La cineasta hace de sí misma frente a la cámara en esta parte, pero también desestabilizan allí lo documental el manejo del tiempo y la relación de Cecilia Kang con la otra que es Lila, una manera más de llamar la atención sobre la condición fragmentaria del yo, y sobre la posible referencia colectiva coreano-argentina de la historia.

 

La mutación formal que acompañan al juego narrativo explica, a mi entender, el premio que Locarno le dio a la realizadora. También la fuerza que tienen los sentimientos en la primera parte, intensificada hasta la autoironía en la segunda y recuperada, al final, en la ternura que se asocia con las personas mayores. Pero el principal valor de Hijo mayor está en la manera como hace a los espectadores y espectadoras partícipes de una experiencia singular de la memoria personal y colectiva, marcada por hechos comunes entre las poblaciones tradicionalmente migrantes, como hay tantas en la Argentina. Es un valor que crece por confrontación con las olas xenófobas y racistas de hoy. Las historias de migrantes problematizan la base de eso, la noción de identidad característica de los nativos de un mismo territorio por generaciones. 

Es, por tanto, Hijo mayor una película más agudamente reveladora que el anterior largometraje de Kang sobre su relación con una parte de la historia del pueblo coreano que se ha ido descubriendo con gran impacto: las “mujeres de solaz” prostituidas para servir a las tropas japonesas. Aquí no hay Segunda Guerra Mundial, pero la historia universal se atraviesa en la familiar de un modo más sutil y profundo con el “progreso” que lleva a personas de diversos países a trabajar en el Medio Oriente. El “collar de Cleopatra” es cuento, pero una ficción con causa por la necesidad de mitificar también para resistir experiencias como esa.

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