Zafari
Por Pablo Gamba
Zafari (Perú-Venezuela-Brasil y otros países, 2024), el tercer largometraje como única directora de Mariana Rondón, se estrena en Perú, Venezuela y Chile. Su recorrido internacional previo comenzó en la sección Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián, donde Rondón ganó el premio principal, la Concha de Oro, por Pelo malo (Venezuela-Perú y otros países, 2013), y siguió por el Festival de São Paulo, el Sanfic, en Chile, y otros de menor relevancia.
Atribuiría este bajo perfil a que es una película que trata de la descomposición de Venezuela, tema que el progresismo latinoamericano prefiere ignorar. Si bien se intenta hacer difuso lo nacional, como era característico del cine venezolano de coproducción de la época en que Rondón y Marité Ugás hicieron su primer largometraje juntas, A la medianoche y media (Venezuela-Perú-México, 2000), el referente real es determinante: Zafari es una fábula sin moraleja con la que se tratar de entender y alertar sobre un proceso caótico de deterioro que desafía la imaginación por su naturaleza, dimensión y rapidez.
Como tal fábula, la historia se desarrolla como una comedia negra en torno al animal del título, un hipopótamo que el gobierno adquiere para repoblar un zoológico en tiempos en los que las personas se animalizan por la falta de agua, electricidad y alimentos. Hay una confrontación de clases sociales en la historia. Por tanto, frente a la suspicacia que suele haber en los progresistas frente a cualquier historia que refiera a su país contada por venezolanos, y la proliferación del “venezuelasplaining”, la tendencia biempensante a explicarnos Venezuela a los que venimos de allá, me parece importante aclarar que la satirizada cruelmente aquí es la “clase media”, esa que se presenta como medida de la humanidad en las ficciones audiovisuales hegemónicas.
La familia de Ana (Daniela Ramírez), Edgar (Francisco Denis) y su hijo adolescente, Bruno (Varek La Rosa) es la que se animaliza por los apagones, la falta de agua y porque la situación llega a un punto en que no encuentran ni qué comer. Son los propietarios los que no respetan la propiedad, los que desde la altura de su departamento se sienten aún dominantes del entorno que observan con binoculares y construyen en su cabeza como una película ‒cita obvia de La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), de Alfred Hitchcock‒, mientras que su mundo material se derrumba y los paraliza el miedo; los que en algún momento pudieron tomar decisiones basadas en una dignidad individual, como Edgar, al no quedarse callado, le como dice un familiar, pero el proceso colectivo los aplastó; los demócratas a los que tampoco les gusta que la gente vote cuando saben que van a perder, igual que hoy a Nicolás Maduro.
Frente a ellos, los otros, los llamados “marginales”, no son representados con condescendencia en Zafari, pero tampoco con el clasismo característico del “cine de la crueldad”. Tienen nombres, rostros y también componen una familia, espejo de la de Ana, Natalia (Samantha Castillo), Alí (Alí Rondón) y su hijo. Los iguala incluso la misma tendencia a huir del país que vemos entre los vecinos del edificio. Pero los distingue es capacidad de ellos para sobrevivir humanamente, resistiendo las adversidades, adquirida en una vida en la que no han tenido nada de lo que Ana y los suyos están perdiendo.
Los críticos han señalado a Kynodontas (2009), de Yorgos Lanthimos, como una posible referencia de Zafari, pero creo que la principal es el propio cine de Rondón, el trabajo con los personajes de Pelo malo y su relación con el espacio. Allí lo conformaba la arquitectura desarrollista de las viviendas populares; aquí un edificio con piscina, paradigma del confort de clase media.
En el espacio de Zafari se destaca la piscina como elemento de contraste entre lo que parece sobrevivir intacto de la crisis y el entorno en veloz degradación. En torno a ella se va a generar una disputa con los pobres sin vivienda que han invadido un edificio vecino, en la que entra en juego la concepción topográfica de los derechos: el espacio propio en el que no deben entrometerse los demás, lo que se hace extensivo a la probabilidad de invasión de los departamentos desocupados por los que se han ido del país, que son los más.
Dadas las circunstancias implícitas de un régimen que ha cambiado la correlación de fuerzas con su empoderamiento demagógico de los pobres, los propietarios del edificio pactan pacíficamente con sus vecinos compartir la piscina que no usan. Es un detalle no aclarado pero sugiere que había pasado de espacio de disfrute a ser reserva de agua para los que quedan en el edificio. Quizás el más sutil detalle del orgullo amenazado sea mantener esto implícito.
Entre el edificio de los propietarios legales y el invadido está el zoológico para el que ha sido adquirido Zafari, el hipopótamo. De su cuidado el gobierno ha encargado a la “familia modelo” de Natalia. El deterioro inevitable del zoológico deviene en una amenaza de la selva sobre la civilización correlativa a la animalización y otro peligro de invasión del espacio que se expresa constantemente en los ruidos que llegan de allí al departamento de Ana. Más allá, el caos total: la televisión vista en el departamento informa de bandas de “motorizados” (motociclistas) que han invadido las calles de la ciudad, lo que es una referencia a los grupos paramilitares oficialistas, aunque no se aclara lo suficiente para los no venezolanos. No se trata de especulación: en el país son un peligro político real, expresión de abusos del régimen cívico-militar que quedan aquí fuera de campo. Pero Natalia y los suyos no son “motorizados”.
El temor a los invasores y “motorizados” lleva a reparar en la importancia que también tiene la dimensión vertical del espacio por referencia a altura del departamento; la sensación de estar a salvo y de dominio que da la contemplación desde allí del espacio, socavada por el temor de la “caída” social, de la que es metáfora el lugar común del plano contrapicado de las escaleras. Por lo que respecta a la piscina, el último bastión del confort de la clase media se halla al mismo nivel del suelo de los encuentros y disputas con los vecinos pobres, pero aún más abajo está un subsuelo al que se hará extensiva la lucha por sobrevivir en lo tocante a la distribución del agua.
Hay otra película venezolana reciente en la que los conflictos de clase se desarrollan en torno a la invasión de una propiedad, La Soledad (Venezuela-Canadá, 2016), de Jorge Thielen Armand. Pero el conflicto de clases se trata allí con el humanismo neorrealista que hay en el giro hacia el protagonismo de José, el hijo mayor de la familia invasora, y la manera como se atraviesa en su larga amistad con Jorge, su “par” entre los dueños. También es significativo en esto el método del director, haciendo que los protagonistas del conflicto real se interpreten a sí mismos, como en Close Up (1990), de Abbas Kiarostami.
El mayor riesgo que Mariana Rondón toma en Zafari es haberse apartado de caminos como este, a los que puede acomodarse mejor la sensibilidad progresista. Pero por eso mismo puede molestar en su comedia negra la distancia y la frialdad frente a lo que resulta cómodo referir para unos como “crisis humanitaria”, para otros como consecuencia de un “bloqueo” del imperialismo.
Hay que considerar el contexto, entonces. Las opciones sensibles, humanas y políticamente correctas frente a Venezuela se estrellan contra una realidad que solo cambia para peor. Se han agotado junto con las buenas razones, como también las propuestas delirantes de solución espectacular, una invasión “liberadora” del país, por ejemplo. Yo diría, por tanto, que Zafari se queda corta, que no llega a la lucidez terrible necesitaría para desentrañar el caos venezolano y hacernos gritar: “¡Hagamos algo!”. Porque la situación se seguirá agravando y las consecuencias desbordándose hacia América Latina. Sin embargo, abre un nuevo camino de lo políticamente incorrecto, que quizás valga la pena explorar de ahora en adelante en otras películas.
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