La vida que vendrá
Por Pablo Gamba
En la competencia de largometrajes del Festival de Valdivia se estrenó La vida que vendrá (Chile-Colombia, 2025). Es el segundo largometraje de Karin Cuyul. El primero, el autobiográfico Historia de mi nombre (Chile-Brasil, 2019), tuvo una mención en la competencia Bright Future, en el Festival de Rotterdam.
Sigue trabajando en La vida que vendrá Cuyul bajo el impulso de archivo. Como en el cortometraje Notas para el futuro (Chile, 2023), indaga en aquellos que no forman parte de la representación oficial del pasado de su país, en particular las colecciones de cineastas considerados amateurs, como Luis Costa, o el acervo de la Universidad de Santiago de Chile (Usach). Lo hace para encontrar en estas versiones la posibilidad de futuro que, según la realizadora, se canceló con el relato del retorno a la democracia después de la dictadura (1973-1990) como una transición indefinida, y la continuidad del modelo de sociedad que impuso militarmente el régimen de Augusto Pinochet.
Es una búsqueda que atraviesa su vida personal y la de su familia, como en sus películas anteriores. Pero aquí adquiere una dimensión nacional e histórica más amplia que, salvando las distancias, la pone en relación polémica con una obra maestra del documental, La batalla de Chile (1975-1979), por el descarte del modelo de análisis político de la revolución y la derrota de la Unidad Popular (1975-1979) de Salvador Allende que hizo allí Patricio Guzmán.
La vida que vendrá es una película de ensayo contemporánea, y no se despliega con esa lógica sino indagando sobre todo en las atmósferas, los climas emocionales históricos que unen o no a las personas en la acción colectiva transformadora. El suyo es el cuidadoso análisis de una razón apasionada que distingue entre “pesadumbre”, “resignación” y “aceptación” como condiciones desde las que se piensa y se actúa, y que busca en la derrota “destellos de esperanza” y testimonios de la voluntad de resistir luchando.
La sensorialidad es clave en esto también. Hay en la imagen una opción rupturista medular en la política de archivo de Cuyul: confrontar el blanco y negro impuesto a los relatos cinematográficos y televisivos del pasado. Es una sepultura de la que el color sale y regresa en esta película con una vida nueva.
Provocadoramente, esto acompaña al comienzo la exhumación de los restos del presidente Allende, que murió el día del golpe que puso fin a la experiencia inédita de transición democrática pacífica al socialismo que fue su gobierno. Pero el funeral de Estado que se le hizo con la democracia formalmente restablecida, ceremonia de la que se incluye un registro oficial en la película, no es aquí un acto de justicia que opera como un cierre de cuentas con el pasado sino un recomienzo que lo revive con la fuerza del color.
Cuyul explora así posibilidades políticas abstractas de la forma fílmica. Su poder se revela con intensidad en los fragmentos de la vida militante y la cotidianidad de las luchas que cambiaban el país en el período de la UP, registradas en 16 mm con los colores preciosos que da ese soporte, así como de la resistencia popular a la dictadura de Pinochet en diversos videos en color. Esta forma de verlos hace patente que el presente vibrante de entonces no murió, como necesariamente tenía que ocurrir para dar lugar al futuro en el proyecto aniquilador de la dictadura que se impuso como verdad monocroma.
Otra alternativa formal a lo narrativo es la lógica de lo asociativo en La vida que vendrá. La confrontación constante de imágenes y sonidos de dos tiempos, sobre la base de la analogía entre las luchas de una y otra época, no conforma de este modo un relato, pero sí una excavación que desentierra la lucha de clases. Es el entramado de resistencias que conforman la posibilidad del cambio que atraviesa la historia como un vaticinio incumplido, algo latente que no ha perdido el poder de hacerse real. Parece incluso que esta potencialidad se ha ido intensificando en el fragmento más poderoso, un registro con celular de un molinetazo en el Metro de decenas de chicas muy jóvenes, estudiantes de secundario que comienzan a experimentar la rebeldía.
Así como hay una búsqueda de sanación en el modo como Cuyul examina los estados emocionales de la derrota, la sensorialidad abstracta y las asociaciones que atraviesan el argumento desestabilizan esta lógica ‒y primera persona de la voz que la despliega‒ con emociones colectivas innombrables, subterráneas. ¿Cómo se llama aquello que uno siente al saltarse el molinete del Metro como esas chicas o hacer algo parecido? Definirlo puede ser un modo de imponer lo conocido, que refiere al pasado, al impulso hacia lo nuevo, lo desconocido.
Siendo yo de los convencidos de que un impulso como ese debe converger con una militancia organizada para poder materializarse en un proceso de cambio real, no puedo dejar de preguntarme por qué no hacer también un análisis del tipo de La batalla de Chile respecto al proceso que condujo de la dictadura al estallido social de 2019, y al fracaso de la reforma constitucional y el gobierno de Gabriel Boric. Pero cuando pienso así ‒y trato de ser coherente en la práctica‒, no puedo dejar de recordar tampoco, como cinéfilo, que lo hago sobre la base de razones políticas como las que procura desestabilizar la antirrazón revolucionaria de Glauber Rocha. El papel del cine puede ser aquí ese otro, entonces, así como su agitación es la que es capaz de hacer una película autoral que llega a un público de festivales como el de Valdivia.
Aún dentro de estas limitaciones de lo posible, el cine de autor puede ser un arte político cuestionador, que no se someta a fines de propaganda como los que parece imponer naturalmente la coyuntura actual en Chile, donde hay una ultraderecha siniestra en ascenso que es necesario combatir. Contra esa lógica estrecha hay que ir en la política porque termina llevando a la tumba los impulsos de cambio una y otra vez. El cine es también aquí un lúcido intento de impugnarla.
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