Bizarrofilia

Por Francisco Tinajero
Tanto en el cine como en el resto de las disciplinas artísticas, cada proceso de formación y creación es único. Sin embargo, la relación causal amor-crítica/análisis/producción parece lo más natural. Esta característica no es gratuita, pues responde a la reacción orgánica de nuestro cuerpo ante el visionado de alguna película: sea desde el estado de alerta y expectación en una horror movie ‒el ya conocido “poner los pelos de punta”‒, sea por el dolor de estómago ocasionado por la risa en una buena comedia o sea por aquellas secuencias breath takings de los romances, nuestra primera respuesta es corporal, no intelectual, a pesar de lo que se diga.
Disculpen tanta miel, pero el título de la película me convidó a ello: Bizarrofilia (Argentina, 2024). Entonces, ¿una cinta que invita a la exploración del gusto por lo extraño y lo perturbador incita a este tipo de declaraciones románticas? Pues sí. De hecho, este documental de Ayi Turzi, que formó parte de la programación de la última edición del Festival de Sitges, es una reunión de todas aquellas personas a quienes este tipo de narraciones han cobijado entre sus litros de sangre falsa, diálogos y actuaciones, que en nada envidian a los personajes ni de Ionesco ni de Fernando Arrabal; escenas escatológicas y, a veces, pornográficas, entre otras cosas exquisitas, que nos son difíciles de explicar a esos desafortunados que no asistieron a las misas negras de Jorg Buttgereit, Ruggero Deodato, Shinya Tsukamoto, John Waters y otros sacerdotes/sacerdotisas del gran nunsploitation.Y es que, seamos sinceros: este tipo de cine, el bizarro, el que celebran Turzi y sus invitados, es bastante apestado, incluso entre los cinéfilos de hueso colorado. Habría que preguntarse el porqué.
Permítanme otra digresión: en Mutaciones del cine contemporáneo (2011) se recuperan las cartas que se escribieron múltiples y célebres críticos como Adrian Martin, Jonatan Rosenbaum ‒ambos son los coordinadores del libro‒, Kent Jones, Alexander Horwath, Nicole Brenez y Raymond Bellour. En ellas nos enteramos de las cintas que los formaron como personas y que los inclinaron a dedicarse a este oficio. Más reveladores aún resultan aquellos pasajes en los que los autores reflexionan en torno a la relación entre las formas del cine en un contexto determinado y los senderos por los que la crítica se mueve. En fin, que cada generación tanto de críticos como de cineastas tienen una lista de referencias compartidas ‒si quieren pensar en aquellas películas que les marcaron como generación, no olviden revisar el genial prólogo de José Lluís Fecé y Cristina Pujol a Teoría y crítica del cine. Avatares de una cinefilia (2005)‒.
Ahora bien, menciono esto para decir que hay críticos que se formaron con las grandes cinematografías del mundo; hay otros cuyos baluartes son los film d'art ‒lo que sea que eso signifique‒. Vaya, que existe una infinidad de caminos para llegar a este trabajo. Hasta atrás están los críticos que llegaron al cine por Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975), de Pasolini; I Spit on Your Grave (1978), de Zarchi, o Frontiere(s) (2007), de Xavier Gens. Perdonen el atrevimiento, pero a esta última especie pertenece su servidor. Antes de Godard y Truffaut, para nosotros vino Bad Taste (1987), de Peter Jackson ‒el filme con el que tiene que ser el mejor afiche de la historia, a mi parecer‒ y Martyrs (2008), de Laugier. Antes de Anna Karina, llegó Tura Satana.
De nuevo, disculpen el personalismo, pero Bizarrofilia evoca el recuerdo de las cinefilias de propios y extraños. En realidad, eso es este documental: un caleidoscopio de esos amantes de lo chocante en Argentina. Cinéfilos que más tarde se convirtieron en cineastas, productores como Daniela Giménez, Matías Lojo, Germán Magariños y Pablo Parés, y críticos-investigadores como Valeria Arévalos, Hernán Panessi, Mariana Zárate, Diego Curubeto y Matías Orta. Todos ellos son apasionados. Es lo que decía unos párrafos más arriba: todo nace del amor y naturalmente muta en algo más.
Ya que me he abierto con ustedes también quiero confesar que de muchas de las películas referidas en Bizarrofilia ni siquiera había escuchado. No obstante, no considero esto como una falta a la biblia del crítico todo-sabedor, sino como una invitación a descubrir los misterios de la casa de Satán —como aquel muy amigable álbum de Mayhem‒; aquellos títulos inscritos en el ataúd donde nos espera con gusto Asa Vajda, esa bruja cuyas últimas palabras, antes de ser obligada a ponerse La maschera del demonio (1960, de Mario Bava), maldicen a las generaciones venideras de la humanidad.
Lejos ya del romanticismo que de manera extraña envuelve a estos filmes, Turzi y los entrevistados reflexionan acerca de las problemáticas económicas a las que se enfrentan al hacer obras como estas. La mayoría de las ocasiones se trata de películas autofinanciadas, cintas con muy bajo presupuesto cuyo equipo de trabajo consiste apenas en unos cuantos individuos ‒familiares y/o amigos‒. A este respecto, vale la pena que recordemos aquellas leyendas urbanas del mundillo cinéfilo en las que se cuentan las experiencias de rodaje en filmes de esta especie. Por ejemplo, lo que se dice del behind the scenes de August Underground (2001), de Vogel: a pesar de ser una cinta con bastante violencia explícita y otras atrocidades, el proceso de filmación fue amigable y respetuoso, según se comenta. Pareciera como si los protagonistas de Cecil B. Demented (2000), de Waters, hubieran reencarnado ahí.
Esta situación también se explora en Bizarrofilia. Evidentemente, estas cuestiones despiertan reacciones de muchos tipos: desde aquellos para los que la sola imaginación de una obra como estas es casi un síntoma de demencia y maldad pura, hasta esos otros que consumen este tipo de narraciones motivados sólo por el morbo. De cualquier modo, el juego en el quehacer cinematográfico bizarro es un indicador de cómo sus creadores se relacionan con la violencia y, por ende, con el mundo. Esta estrategia de filmación desenmascara la característica fundamental que debe guiar producciones como estas: la horizontalidad, el respeto y el cuidado del Otro.
Reformulo y reitero: hacer películas como, por ejemplo, Hijos de puta por elección (2013), de Zanardi, no implica directamente que los creadores estén locos ‒como varias veces nos han llamado a quienes las vemos‒, sino que para ellos la violencia y aquellos rasgos perversos de la humanidad deben problematizarse, en lugar de quedarse en las sombras. Estos filmes requieren de un compromiso ético tanto por parte de sus realizadores y el crew, como de sus espectadores. Por las propias complejidades que aborda, el cine bizarro coloca en situaciones de vulnerabilidad a sus participantes. Por lo tanto, las dinámicas deben estar basadas en el respeto por el Otro.

El último punto que quiero comentar radica en algo que se aborda al comienzo del filme. Los entrevistados aluden a la constitución de la cultura argentina. Mencionan que es un país donde las cosas son bizarras casi por naturaleza. Cuando uno se echa un clavado en algunos productos artísticos de allí confirma esta situación: algunos sórdidos ‒como aquel pasaje de Rayuela (1963) de Cortázar en el que todos conviven alrededor del hijo muerto de la Maga‒, algunos irrisorios por lo absurdo ‒como la discusión acerca del Obelisco en Pizza, birra, faso (1997), de Stagnaro y Caetano‒, incluso otros, que no estaban pensados como obras bizarras, resultan chocantes en estos sentidos ‒véase el Facundo (1845) de Sarmiento‒.
Creo que entiendo bien a qué se refieren los bizarrofílicos, pues vengo de México. Otro de esos países curiosos, por decir algo. Para mayores referencias, busquen videos del centro de Ciudad de México en un día aleatorio de la semana ‒en los últimos tiempos hemos dicho que MX parece un sueño con fiebre o que incluso supera las posibilidades creativas de las IAs, es verdad‒, o revisen aquellas películas de los setenta-ochenta denominadas como “el cine de ficheras” ‒amén por Tun Tun, Alfonso Zayas y Juan Camaney‒. Van a pasar un rato ameno con estos materiales.
Ahora, más que referir a las especificidades bizarras de cada país, quiero tomar a Bizarrofilia como un pretexto para pensarnos como absurdo ‒y sí, muchas veces en su concepción filosófica‒; explorar lo ilógico, lo alternativo, lo que se mueve en el fondo entre amigos y amantes, porque, a final de cuentas, es esta una concepción diferente de la vida y, por lo tanto, otra forma de habitar el mundo; una que escapa a lo cerrado y lo perfecto, un golpe al dominio cultural del capital y al elitismo cinéfilo. Así pues, indaguemos desde muchos ejes qué es lo bizarro, reunámonos en las misas negras que dije al comienzo del texto. Nos esperan todos los títulos que se citan en Bizarrofilia, al menos.
Comentarios
Publicar un comentario