Belén
Por Pablo Gamba
Belén (Argentina, 2025) fue la película de apertura del Festival de La Habana. Se estrenó en competencia por la Concha de Oro en San Sebastián, donde Camila Pláate ganó el premio a la mejor actuación de reparto por este film. El segundo largometraje de Dolores Fonzi como directora ‒ambos con ella misma como protagonista‒ fue postulado por Argentina al Oscar y a los premios Goya de la Academia Española.
Diría que el recorrido de esta película ha estado impulsado principalmente por la capacidad de hacer crítica política que puede haber en un cine espectacular. Belén es un drama judicial basado en el libro de Ana Correa el caso real de una mujer joven que acudió a un hospital público en San Miguel de Tucumán, en Argentina, aquejada por un dolor abdominal que terminó siendo un aborto espontáneo. Por este hecho, que ocurrió sin que ella supiera que estaba embarazada, fue condenada en 2014 por “homicidio intencional agravado por el vínculo”, expresión que refiere al aborto, y cumplió casi tres años de una sentencia de prisión de ocho.
En el marco de la reacción conservadora actual en el mundo, Belén vuelve sobre el tema de la criminalización de las mujeres por eventos obstétricos. Lo hace en un país en el que voceros del gobierno han expresado su voluntad de derogar la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo que conquistaron masivas movilizaciones feministas.
Hay un giro en el cine político espectacular de Belén que es significativo en el contexto del panorama nacional y global actual de las luchas contra el avance de las ultraderechas. No es una película de espíritu cívico reformista como Argentina, 1985 (Argentina, 2022), de Santiago Mitre, sobre el juicio que culminó con la condena de los comandantes de las juntas militares de la dictadura de 1976-1985 por las violaciones de derechos humanos cometidas.
Hacia la mitad de Belén, eso se desborda para conjugarse con otra cosa: el relato de una lucha militante feminista de izquierda en las calles para alcanzar una justicia que las mujeres sabían que no iban a hallar en el sistema judicial. Al final, el personaje de Soledad Deza, interpretado por Fonzi, hace un alegato análogo al del “nunca más” del fiscal Julio César Strassera que hace Ricardo Darín en la película de Mitre, pero en una escena en las que el rugido de la multitud que manifiesta frente al edificio de los tribunales es sonido de fondo.
Con referencia a la Argentina, esto está acompañado de otro giro que quizás no se aprecie en el extranjero, de la referencia al protagonismo de la izquierda oficial del sistema, la peronista, a su expresión revolucionaria antisistema del Frente de Izquierda. Sus organizaciones y partidos se identifican en el film.
Este dato permite apreciar en toda su dimensión la valentía del gesto político disidente de Dolores Fonzi y el equipo de mujeres que la acompañan en esta película.
Entre ellas está otra figura en ascenso en el cine argentino, Laura Paredes, como coguionista y actriz. Fue intérprete en Argentina, 1985 del personaje de Adriana Calvo de Laborde, primera testigo que dio testimonio en el Juicio a las Juntas contra la dictadura que la secuestró cuando estaba embarazada, y que dio a luz estando “desaparecida”, también protagonista y coescritora de Trenque Lauquen (Argentina, 2022), de Laura Citarella.
El enfrentamiento parece hacerse extensivo así a las contradicciones del cine como industria en el capitalismo que, como dice Michael Moore, es capaz de vender la soga con la que lo van a ahorcar si es negocio. En Belén no faltan los momentos de comic relief de rigor en un relato genérico, pero el mejor chiste es otro, del que nos vamos dando cuenta poco a poco cuando vemos por dónde va la película y recordamos el león de la MGM, hoy domesticado por Amazon, al comienzo ‒¿una burla del cine que es como un gatito mimoso de las plataformas?, me pregunto, citando a la referente del Frente de Izquierda Myriam Bregman en una frase célebre sobre el entonces candidato a presidente Javier Milei.
Belén trata de valerse del poder del capital que puede propiciar su difusión masiva para dar un rugido industrial contra el sistema patriarcal.
Fonzi se ubica así en un campo que en Argentina tiene como figura histórica más conocida a María Luisa Bemberg: el de las mujeres que aspiran a irrumpir en la industria del cine, a disputar allí el poder de los varones, no a hacer películas guerrilleras que desafíen el machismo en los bordes del sistema. En esto despliega un talento excepcional por lo que respecta al casting, por ejemplo, la elección de Camila Pláate para el papel de Belén, y el contraste entre la actuación naturalista de ella y los clichés a los que obliga a Fonzi su estrellato, con Laura Paredes como un factor de equilibrio entre las dos.
Su conocimiento de lo actoral se expresa también en la sensibilidad que se despliega en cuerpos que exhiben físicamente el desgaste por la dureza de la vida de las mujeres, la huellas del estrés por ser madres y profesionales exitosas, como Soledad Deza; de la marginalidad en Belén, y de la presión continua del rechazo por su identidad, por ser la persona que es, en el caso de la socia. La habilidad como directora de Fonzi se demuestra principalmente en el uso del travelling de seguimiento y el plano largo sin cortes como dispositivos que propician la identificación del espectador con su sensación de “en vivo”.
Sin embargo, por eso mismo Belén irónicamente toma el lado que creo incorrecto en una disputa estética de vieja data, entre el llamado de Fernando Solanas y Octavio Getino a conjugar la experimentación estética con la militancia revolucionaria en el cine y la opción pragmática de Raymundo Gleyzer de apropiarse de las formas dominantes para atraer al público popular. Hay un deslinde respecto a ambas propuestas, puesto que Belén no es expresión de un cine militante sino de la radicalización posible de un cine político espectacular que intenta superar el reformismo cívico, como dije. Pero, en ese marco, Fonzi naturalmente se decanta hacia la opción Gleyzer de buscar el alcance masivo de la versión plataformesca del estilo de Hollywood.
Esto la lleva a incurrir en el error del realismo clásico, que afirma en la pantalla un mundo de ficción coherente con lo que es la realidad para un sentido común que es también del patriarcado y del capitalismo hegemónicos. Todo lo que la película trata de levantar con la fuerza transformadora de las marejadas feministas contra el sistema lo socava su contradicción con lo que, audiovisualmente, muestra al mundo como supuestamente es y será siempre igual. No es un anacronismo volver a Jean-Louis Comolli y Jean Narboni, a su crítica a la películas que “tienen un contenido político explícito […], pero no critican efectivamente el sistema ideológico en el que se inscriben porque adoptan su lenguaje y su imaginario sin cuestionarlos”.


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