Las películas de Foncine en Venezuela (1982-1988)
Por Pablo Gamba
Una vez concretada en Venezuela la creación del Fondo de Fomento Cinematográfico (Foncine), en 1981, y aprobadas las normas de comercialización cinematográfica de 1982, sobre lo que escribimos en un artículo anterior, e incluso desde antes, con antecedentes en 1980, el cine venezolano tuvo un desarrollo que llevó a un período de esplendor como el que nunca ha vuelto a tener, en particular entre los años de 1984 y 1987.
Esto fue, por una parte, resultado del desarrollo y la renovación constante que comenzó con el boom del nuevo cine venezolano de 1973-1979, bajo el impulso de las estrategias de los realizadores de las películas para conquistar un público masivo en el país y los primeros créditos de fomento del Gobierno, sobre lo que escribimos en otro artículo de Los Experimentos. En torno a esto se articuló en los ochenta una política cinematográfica coherente que, además del financiamiento, comprendió medidas para proteger la producción nacional de la competencia desigual extranjera y la orientación del fomento hacia nuevas metas, además del desarrollo industrial, como la búsqueda de un cine nacional de calidad, valor artístico, interés cultural y entretenimiento.
En consecuencia, el esplendor al que hice referencia no fue solo un crecimiento cuantitativo de la producción nacional y el público que veía películas venezolanas, sino también un cambio cualitativo. No solo se hicieron más películas y más taquilleras, sino que también se hizo un mejor cine venezolano, aunque siempre dentro de los parámetros de la producción industrial independiente que se legitimó en los años setenta, a lo que en la década siguiente se añadió la integración del cine a la televisión. Hay que enmarcar también, por tanto, la búsqueda de la calidad, el valor artístico, el interés cultural y el entretenimiento con el industrialismo que se estableció como hábitus ‒base del sentido común de lo que debían ser las películas‒. Es lo que se impuso en el fondo con la participación en la toma de decisiones sobre la asignación de fondos de los diversos sectores del cine nacional ‒los “autores-productores”, como se autodenominaron los cineastas, pero también los trabajadores del cine, los cineclubistas y los críticos‒, además de las empresas de la distribución y la exhibición, y los organismos del Estado.
Las producciones venezolanas de esta época, además, encontraron por primera vez un contexto latinoamericano en el cual eran coherentes, el de películas como La historia oficial (Luis Puenzo, 1985), en Argentina; O beijo da mulher aranha (Héctor Babenco, 1985), coproducción de Brasil y los Estados Unidos, o El imperio de la fortuna (Arturo Ripstein, 1986), en México. En el cine de la región se consolidó en los ochenta la reversión de la modernidad del nuevo cine latinoamericano que había comenzado en la década anterior en favor de una restauración de lo clásico, junto con tendencias industrialistas análogas.
Esto tuvo una consecuencia paradójica, y es que el cine venezolano alcanzó el mayor desarrollo de su potencial en el marco referencial de cinematografías que habían atravesado un proceso creativo contrario, de retroceso, en comparación con las obras cumbres de los sesenta. En su propio país, además, los “autores productores” del cine industrial independiente venezolano se enfrentaron desde el poder conquistado en Foncine con los realizadores del cine experimental en Super 8, que lo superaba en proyección internacional. Escribimos sobre eso en un artículo sobre el cine experimental de Venezuela.
Puesto que en una entrega anterior traté la constitución de Foncine y cómo operó en su apogeo, hasta 1988, me ocuparé aquí de las películas que se hicieron y las características del esplendor que le dieron al cine venezolano. Es en ellas que podemos ver mejor el alcance y limitaciones de este apogeo.
Una mayor profundidad
Jesús María Aguirre advirtió tempranamente que la búsqueda de una mayor profundidad es un rasgo común relevante de las películas nacionales posteriores al nuevo cine venezolano de los setenta, incluidas las que se financiaron con créditos de Corpoindustria antes de la creación de Foncine. También una mayor amplitud social, para dar cabida a la clase media y alta en las historias, y una mayor penetración en el acercamiento al pasado del país.
Un ejemplo temprano de esta profundización es Manoa (1981), el tercer largometraje de Solveig Hoogesteijn y el primero que tuvo estreno comercial. Es una road movie que desarrolla el camino de la penetración en las experiencias de los personajes, en este caso dos músicos amigos que recorren el país en un viaje iniciático. Esta se va a convertir en una característica de otras películas de este período, y que Manoa se desarrolla principalmente en los diálogos entre los protagonistas, conjugado con la dimensión alegórica el viaje, que trasciende el realismo. Pero tiene una expresión emblemática en el giro que dio el cine de Mauricio Walerstein en Venezuela hacia la temática intimista en Eva, Julia y Perla (1982) y que culminará en La máxima felicidad (1983), basada en la pieza teatral homónima de Isaac Chocrón (1975).
La máxima felicidad se destaca, en primer lugar, por su tratamiento de la temática homosexual, que ya había introducido Juan Topocho (1978), de César Bolívar, en el nuevo cine venezolano, y por el tópico de la familia elegida, presente en esa misma película y El cine soy yo (1977), de Luis Armando Roche. Se trata de la historia de una relación de tres, dos hombres, uno maduro y uno joven, y una mujer joven. A la palabra, recurso propio del teatro y de la televisión, y en este sentido un lastre que venía del nuevo cine venezolano, se añade aquí el uso del espacio como reflejo del “interior” de los personajes. La singularidad de la familia, por ejemplo, tiene como correlato el lugar donde viven, una especie de loft “donde debería funcionar una oficina o fábrica”. Es así como lo describió Chocrón en el texto de la obra de teatro.
Esta proyección del “interior” al “exterior” es clave por lo que respecta a la creación de un microcosmos de la intimidad, inserto en un macrocosmos en el que es posible. También es significativo, en este sentido, el giro respecto a los brutales contrastes de la sociedad venezolana del nuevo cine venezolano. La Caracas de La máxima felicidad es una ciudad amable, con cafés al aire libre rodeados de fuentes a los que se puede ir de noche sin miedo a la delincuencia. Los estridentes automóviles de País portátil (Iván Feo y Antonio Llerandi, 1979) descansan estacionados en calles de tránsito tranquilo junto con otros vehículos que parecen abandonados, como si se hubiese renunciado a usarlos. En esta imaginación distinta de la ciudad hay, sin embargo, una continuidad de la ambición del nuevo cine venezolano a representar la sociedad.
Macu
El eje del tiempo desplaza como dominante al espacio de La máxima felicidad en Macu (1987), de Solveig Hoogesteijn, una película que sobresale porque la búsqueda de profundización apunta hacia el individuo y se da no solo en un personaje de extracción marginal, sino que habita el mundo de las películas de “malandros”. A esto se añade el tema de las relaciones sexuales entre adultos y niños, tratado de un modo casi impensable en la actualidad. A contracorriente explora cómo una menor de edad puede descubrir el sexo como una estrategia de ascenso social. Macu le da así un desarrollo singular al mito literario de la Lolita (1955), de Nobokov.
El film se acerca con la ficción a la historia real, ampliamente cubierta por el periodismo de sucesos, del agente corrupto de la Policía Metropolitana que asesinó y “desapareció” los cadáveres de los presuntos amantes de su esposa, con la que se había casado cuando ella tenía 11 años de edad. Se trata del mismo Ledezma del documental por el que Luis Correa fue a prisión, como referimos en el primer artículo de esta serie. Pero cambia aquí el punto de vista de la historia para darle el protagonismo al personaje de la mujer que, en vísperas del encarcelamiento de su marido, revisa en una serie de flashbacks su vida y las decisiones que ha tomado, desde su infancia, para llegar a ser, aún adolescente, “la mujer del policía”, subtítulo de Macu.
La manera como este recurso narrativo pone al espectador a trabajar para construir la historia a partir de la información fragmentaria del argumento explora los límites de las posibilidades expresivas del estilo clásico de Hollywood, pero sin rebasarlos de un modo que pudiera haber afectado la comprensión masiva que la narración, efectivamente, tuvo. Lo demuestran sus más de 1 millón de espectadores en cines y después los de la televisión.
De este modo también Macu se distanció de las expresiones exteriores visibles de la angustia existencial del “malandro” prototípico de Soy un delincuente (Clemente de la Cerda, 1976), perseguido por la violencia del estado. Pero lo hizo con un giro que en última instancia lleva de vuelta al dominio de la moral en la consideración de estos problemas, la responsabilidad individual de un personaje que renunció a la posibilidad de abrirse paso con su propio esfuerzo para construir su vida en torno a un pacto de protección y manutención, a cambio de favores sexuales, con un hombre poderoso. Regresa así, en esta película, una forma de pensar la responsabilidad individual que había tenido su antecedente más logrado en el cine nacional en La escalinata (1950), de César Enríquez, que el historiador Paulo Antonio Paranaguá destaca como pionera del neorrealismo en América Latina.
El mayor logro por lo que respecta a la profundización psicológica en los personajes en el cine venezolano ‒el “giro hacia el interior” de la modernidad fílmica, citando a Domènec Font‒ lo encontramos en Oriana (1985), película por la que Fina Torres ganó la Cámara de Oro en el Festival de Cannes. La protagonista es una mujer joven venezolana, radicada en Francia y casada con un francés, que atraviesa una profunda transformación muy rápidamente cuando regresa a un lugar significativo para su adolescencia en Venezuela: la casa de su tía Oriana en una hacienda de cacao a orillas del mar Caribe.
El espacio incide en el personaje llevándolo a la búsqueda de una identidad nacional y sexual olvidada, lo que hace pensar en un film emblemático de la modernidad: Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959). Siguiendo esta línea, se identifican en Oriana “capas de pasado”, como las llama Gilles Deleuze. Pero en el film venezolano esto tiene la singularidad de que no solo se encuentra en ellas a María en sus recuerdos, sino también la repetición de las experiencias de iniciación sexual de la tía Oriana en la misma casa. En el deslizarse de un tiempo a otro, y de la memoria de una mujer a otra, hallamos la “representación incierta” también característica de la modernidad, según el mismo Domènec Font, de un modo que cuestiona la noción de personaje, profundizando también así en el camino abierto por la película de Resnais.
Oriana, además, es una película cuya estrategia, orientada a insertarla en el circuito de festivales internacionales y del “cine de arte”, se percibe claramente en otras referencias que podían servir de orientación al cinéfilo europeo, no conocedor ni interesado en la problemática de la identidad femenina y latinoamericana. Una es Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, Italia-Francia, 1954), por lo que respecta al matrimonio en crisis que viaja a un país extranjero a recibir una vieja casa en herencia, pero también por la manera como el ambiente incide en el personaje que interpreta Ingrid Bergman. Otra, Sandra (Vaghe stelle dell’Orsa, Luchino Visconti, Italia-Francia, 1965), por el melodrama de amor incestuoso ‒en este caso de personas de clase y “raza” diferentes‒ y por su relación con la cuestión identitaria.
Protagoniza la película de Fina Torres Daniela Silverio, actriz que se había hecho conocida por su trabajo en un film de Michelangelo Antonioni, Identificación de una mujer (Identificazione di una donna, 1982). Es una decisión de casting análoga a la de Juliet Berto en El cine soy yo. Pero también trabajaron en Oriana dos actores de prestigio de la televisión venezolana: Doris Wells y Rafael Briceño. Los 305 612 espectadores que tuvo en el país según el CNAC, cifra que supera el promedio de asistencia en los años de apogeo del cine nacional, y que haya estado entre las diez más taquilleras en el Área Metropolitana de Caracas el año de estreno, son indicios de que la participación de esas figuras, y los elementos de melodrama reconocibles en la historia, la hicieron disfrutable para un público amplio.
La boda
La búsqueda de profundidad también se expresó notablemente en el cine de temática histórica. Un ejemplo precursor es La boda (1982), dirigida por Thaelman Urgelles y escrita por el dramaturgo Edilio Peña, una de las películas que recibió crédito para su realización de Corpoindustria en el período de transición del ocaso del nuevo cine venezolano al renacer con Foncine. Un matrimonio interclasista en un barrio marginal es el pretexto para reunir en La boda a la familia de una obrera con la de sus patrones, en cuya casa comenzó a trabajar como empleada doméstica, y relatar con flashbacks una versión de la historia contemporánea de Venezuela, desde la lucha contra la dictadura de Pérez Jiménez (1952-1958) hasta la democracia. Se confrontan así también en la fiesta los personajes de un esbirro con un preso político al que la tortura dejó en silla de ruedas, que no se reconocen al comienzo, y varios de los obreros de la fábrica con un sindicalista del partido Acción Democrática corrompido por su llegada al poder y que mantiene el control del gremio con patotas violentas que atacan a los dirigentes clasistas emergentes.
La película está dedicada a Alfredo Maneiro, exguerrillero comunista y fundador del partido de base sindical obrera La Causa R, y su relato histórico sigue la lógica de la lucha de clases. Es esto lo que le da su profundidad a La boda sin caer por ello en los esquematismos ni el sociologismo del nuevo cine venezolano de los años setenta, del que forma parte como una suerte de epílogo previo a Foncine. Pero el relato está enmarcado en el género del melodrama: es una trama de relaciones sentimentales y venganza. También se destaca este film por la música que le compuso Juan Carlos Núñez, que la presenta como una ópera cinematográfica en la que el texto cantado se aparta de la historia de un modo que parece búsqueda de distanciamiento brechtiano.
La alegoría fue otra manera de trascender el lastre sociologizante del nuevo cine venezolano, sobre lo cual escribimos ampliamente en Los Experimentos. Un ejemplo, que además es de otro de los pocos filmes que se han hecho en torno a la temática del petróleo, es La hora Texaco (1985), dirigida por Eduardo Barberena y basada en la obra teatral homónima de Ibsen Martínez (1983). Hay en esta película una representación de las relaciones de subordinación del personal nacional a los extranjeros en las compañías petroleras que profundiza en la psicología del trabajador marginado y humillado de un modo superador del esquematismo de La empresa perdona un momento de locura (Mauricio Walerstein, 1978). Pero más trascendente es que la historia se desarrolla en los días de la muerte de Rómulo Betancourt, líder de AD, “padre de la democracia” en la historiografía oficial, y porque se conforma en torno a ella un subtexto de referencias dramatúrgicas alegóricas acerca del fracaso de los hombres. Un personaje femenino llama a la Venezuela de los personajes masculinos del film un “país de hamlets”.
Un film alegórico venezolano más relevante del período es La hora del tigre (1985), de Alfredo Lugo. El realizador de Los muertos sí salen (1976) y Los tracaleros (1977), que he destacado como dos de las películas autorales más valiosas del nuevo cine venezolano, volvió en su tercer largometraje al tema de la guerra latente en la sociedad, ubicando en ella la historia de un plan de exterminio en un geriátrico en la que la demencia senil aparente se hace realidad. Una vez más quedan aquí del lado de los alzados en armas los personajes menos pensados para una situación de ese tipo, como ocurre en Los muertos sí salen, pero en el contexto de una rebelión que recordaba entonces la Revolución Sandinista y la guerra que libraba el FMLN en El Salvador.
Hacia finales del período de Foncine se estrenó la obra maestra del cine de histórico venezolano: Jericó (1991), de Luis Alberto Lamata. La profundidad viene dada aquí por el manejo del recurso clásico de la voz en over que expresa los pensamientos del protagonista, presumiblemente leídos por su hermana en un diario que escribió. Un toque de modernidad lo hallamos en el juego narrativo que hay en esto, puesto que nunca vemos una escena que aclare las hipótesis posibles acerca de la lectura ni la escritura de ese texto.
Jericó relata una historia de la época de la conquista de América y el personaje principal es un sacerdote católico que se da a la fuga de la expedición en la que sirvió como capellán y termina como cautivo de un grupo indígena. Después de intentar infructuosamente la conversión religiosa de la comunidad, renuncia a esa meta y se “convierte” él a la cultura de ese pueblo para integrarse al grupo del que lo acoge, en el que forma una familia, además. Sobre esta base, el film se desliza de los tópicos del debate sobre la Conquista hacia la cuestión identitaria, hacia la búsqueda del lugar propio en el mundo en un sentido moderno, existencial, y por ende individual, no colectivo.
Es también relevante la búsqueda estilística de Lamata en esta película. Lo autoral se perfila en su cine como contrastes de estilos cinematográficos y de actuación fácilmente reconocibles, pero que no constituyen propiamente un pastiche en Jericó. Por el contrario, el cineasta confronta la marcada teatralidad de las partes que se desarrollan con mayoría de personajes españoles con un estilo de documental etnográfico cuando la historia pasa a desarrollarse entre los indígenas. Se apoyó para lo primero en un elenco de destacados actores de teatro, como Cosme Cortázar, en el papel protagónico, y Alexander Milic, del grupo Rajatabla, y en la más conocida como actriz de televisión Francis Rueda, por ejemplo. Pero también hizo que actores trabajaran junto con los indígenas como los personajes de la segunda parte.
En otros casos, profundizar significó llevar el interés en tratar lo censurado a un tema controversial de la esfera íntima, pero de dimensión social como problema, que es el aborto, en Unas son de amor (1984), de Haydée Ascanio, y a acercamientos a los problemas y enfermedades mentales en Reflejos (1988), de César Bolívar, y Luna llena (1992), de Ana Cristina Henríquez.
Otros dos ejemplos de profundización en los personajes son El iluminado (1984), único largometraje de ficción de Jesus Enrique Guédez, e Ifigenia (1987), de Iván Feo. El primero es relevante por su interés en trascender la observación neorrealista del pueblo campesino para tratar de asomarse a los misterios de la fe popular en torno al protagonista, un curandero que tiene poderes de sanación que no son mágicos en el sentido cinematográfico habitual, y aquellos que buscan curarse con él. Ifigenia es una adaptación de la novela de Teresa de la Parra (1924) sobre un personaje femenino de fina inteligencia enfrentado solitariamente con las restricciones del medio social a las mujeres a comienzos del siglo XX, incluida la decisión matrimonial.
En la profundización que identifica Aguirre encontramos así un resultado de las políticas que procuraban orientar la producción hacia un cine de calidad, valor artístico y cultural, y entretenimento. En estos casos, esto tiene el sentido que se le suele dar en el “cine de autor” o “cine de arte”, aunque conjugado siempre con los temas de interés social que estableció el nuevo cine venezolano y el hábitus industrialista que cristalizó también con él. Pero en estas películas encontramos algo que era una novedad en el contexto del cine venezolano, que es la profundización en cuestiones relacionadas con la individualidad, cuya mejor expresión son las conexiones misteriosas entre identidad sexual y nacional en Oriana.
Pero también hay un tránsito de lo colectivo hacia lo individual por lo que respecta a los cineastas. Frente a las temáticas en las que coincidieron como realizadores de películas sobre la guerrilla y la marginalidad social, al comienzo del nuevo cine venezolano, lo imperante en este período parece ser la dispersión en diversas búsquedas “autorales”, casi tantas como realizadores. Del proceso de diversificación de la oferta que describimos con referencia al nuevo cine venezolano se pasó, así, a una atomización que tuvo como fuerza centrípeta contrapuesta que le hizo equilibrio a los géneros. Llevó también la expansión de la libertad de expresión en el cine, legitimada con un sentido político, a un derecho a la expresión autoral usando recursos públicos.
El ascenso de los géneros
Fue quizás en el cine de género que se conjugaron mejor la búsqueda del valor de la calidad y el hábitus industrialista del cine venezolano. A partir de un trabajo de Raisa Díaz Suárez puede señalarse el contraste con la década anterior. Esta autora clasifica 26 % de las películas venezolanas del período 1975-1979 en el que para ella es el género del “cine político”, seguidas por 21 % de melodramas y 16 % de comedias. En los años que corresponden a Foncine (1982-1988) señala la importancia de un género novedoso y hasta contrario al nuevo cine venezolano de los setenta, el policial, con 14 %, en segundo lugar por lo que respecta al número de películas detrás de la comedia (16 %), y después de estos dos el melodrama (10 %). El cine alcance del político se redujo a 4 % de las películas en la década de los años ochenta, lo que también podría expresar desplazamiento de lo colectivo por lo individual.
El policial se presenta como la principal novedad genérica de la época de Foncine. Invirtiendo el orden de las palabras en la expresión con la que Gustavo Hernández lo caracteriza para llamarlo aquí “policial testimonial”, el adjetivo identifica una síntesis de la apropiación del cine de Hollywood y las series de televisión estadounidenses con los fines de denuncia que se habían legitimado en el cine nacional como defensa de la libertad de expresión.
Esto es evidente en la continuación de la línea del cine que se propone “dictar sentencia”, como Alfonso Molina considera que ocurre en el drama criminal El crimen del penalista (1979), de Clemente de la Cerda, de finales del período del nuevo cine venezolano. Es los ochenta ocurrió en Cangrejo (1982) y Cangrejo II (1984), de Román Chalbaud, basadas en casos reales desarrollados en el libro Cuatro crímenes, cuatro poderes (1978), de Fermín Mármol León, que fue jefe nacional de investigación y director de la Policía Técnica Judicial, el equivalente pobre venezolano del FBI estadounidense.
Cangrejo
Mármol León relata en ese libro la investigación de crímenes que consideró aclarados por la investigación policial, pero cuyos autores no recibieron castigo por la protección que les daba su posición de poder en la sociedad venezolana. En Cangrejo, se relata el llamado “caso Vegas Pérez”, secuestro y homicidio de un menor de edad de una familia de la burguesía, presuntamente perpetrado por jóvenes de la misma clase social. En Cangrejo II, se trata de la violación y asesinato de la hermana de un sacerdote, presuntamente cometidos por este, que tampoco recibió castigo por pertenecer al clero católico.
Es significativo que Chalbaud no llegara a rodar las películas sobre los otros dos casos del libro, en los que estaban involucrados el poder militar y el poder político. Pone de relieve su conciencia de los límites de la tolerancia del régimen, aun siendo los cineastas defensores declarados y activistas que lucharon por expandir la libertad de expresión, como he indicado varias veces.
Más allá de la cuestión testimonial, las dos Cangrejo son significativas por la figura heroica del policía que las protagoniza. El comisario León, interpretado en ambas por Miguelángel Landa, es un policía que usa los métodos de la investigación científica para resolver los crímenes, que da clases en la escuela de formación de los agentes de la policía judicial, que es, por encima de todo, incorruptible y tiene sensibilidad social. No recurre a la violencia y, en la primera de las dos películas, usa anteojos que refuerzan su aire profesoral.
Estas características hacen del personaje una contrafigura del delincuente rebelde Ramón Antonio Brizuela con el que cristalizó el mito del “malandro” en el nuevo cine venezolano, y las dos películas del comisario León tuvieron una cantidad de espectadores similar a la de Soy un delincuente, de alrededor de 500 000 espectadores (CNAC). Esto lleva a considerar que en los años de Foncine cristalizó otro mito en el cine nacional, el de policía honesto y capaz, que no es menos importante para la cultura venezolana y que evidentemente expresa un anhelo popular por lo que respecta a la acción justa del Estado.
Si la relación entre el policial y lo testimonial es todavía la dominante en estos dos largometrajes, hay un giro hacia una mayor profundización en las películas del cineasta venezolano que más se ha destacado como realizador en este género: César Bolívar. En Homicidio culposo (1984) cristaliza una fórmula en la que el policial es un recurso para acercarse a diversos ambientes sociales venezolanos. La película está basada en el caso real de la muerte de Marco Antonio Ettedgui, un joven y prometedor actor, en un accidente durante la presentación de una obra. El ambiente en el que se desarrolla es, por ende, del teatro, con una serie de borrosas intrigas amorosas hetero y homosexuales que se desarrollan como en el cine negro, una diferencia con el tratamiento del tema en Juan Topocho, del mismo director. Pero lo trascendente es la analogía que podría establecerse entre este microcosmos y un país cuya decadencia puso de manifiesto la crisis económica del “viernes negro”, en 1983.
El desarrollo del personaje de la presunta homicida la lleva a citar a Romeo y Julieta como una de sus obras favoritas para afirmarse en su identidad de actriz, en medio de la crisis que atraviesa cuando la llevan a la cárcel. Esta evocación de Shakespeare trae a colación el tema de los amantes separados por los conflictos de su mundo, cuyo amor, sin embargo, los trascendería al prolongarse más allá de la muerte de su pareja por el disparo que ella le hace en escena, interpretando su personaje. La posibilidad de ver un subtexto alegórico como este en la película es lo que mejor ilustra la búsqueda de profundidad que señala Aguirre por lo tocante al cine de género venezolano y establece una analogía entre este policial de César Bolívar y La hora Texaco.
Homicidio culposo, como los Cangrejo, se destaca también por el personaje del agente de la ley. En este caso, el inspector Martínez, interpretado por el protagonista de telenovelas Jean Carlo Simancas, es lo contrario del comisario León, una parodia del policía violento de las películas de Hollywood y las series de televisión estadounidenses. Como ellos, está convencido de que puede violar los procedimientos y normas cuando se trata de hacer justicia, pero lo que consigue son fracasos que se reiteran, crean caos a su alrededor y se extienden al mal manejo de su vida personal. Si hay una apropiación del policial hegemónico, esta crítica es lo dominante en ella.
El ambiente social de los delincuentes cobra una mayor relevancia como microcosmos en el siguiente policial de César Bolívar, Más allá del silencio (1985). Volvemos en esta película a los motivos del desajuste y el conflicto estructurales de la sociedad, característicos del nuevo cine venezolano de los setenta, pero con un enfoque superador por su mayor profundidad. El problema de la incomunicación entre los diversos sectores sociales, y los choques violentos que se producen en consecuencia, que eran manejados de forma sociologizante y mecanicista en filmes como Cuando quiero llorar no lloro (Mauricio Walerstein, 1973) o Soy un delincuente, son tratados con la fórmula iluminadora de una alegoría que cristaliza en la banda de “malandros” sordomudos que la policía persigue.
Más allá del silencio
Más allá del silencio se destaca, además, por la apropiación crítica del policía científico de los Cangrejo, en la figura de un experto en cuestiones de audición que asesora a la fuerza. La experiencia de fracaso que es para el personaje su participación en la investigación, y que se extiende a otros aspectos de su vida, es una pertinente revisión del policía heroico de Chalbaud.
César Bolívar desandó estos caminos inteligentes en su siguiente policial. El protagonista de Colt Comando 5.56 (1987) es un característico agente violento, tomado en este caso de la novela homónima de Marcos Tarre. La participación de la distribuidora Blancica en la producción, sin embargo, indica que se trata de una película hecha por encargo, un caso similar al de Reincidente (1977), de Clemente de la Cerda, después de Soy un delincuente.
Gustavo Hernández también incluye entre los que llamo aquí “policiales testimoniales” dos filmes que siguen la línea del cine de denuncia, El atentado (Thaelman Urgelles, 1985) y La matanza de Santa Bárbara (Luis Correa, 1986), ambos basados en casos reales de crímenes vinculados con la corrupción. Una singularidad del segundo es su cercanía al western por la trama de la lucha entre familias en un mundo que parece sin ley y su ambientación en el Llano venezolano, lo que también es el caso de Aguasangre, crónica de un indulto (Julio Bustamante, 1987). Conforman, así, las dos una versión alternativa del mito llanero acuñado en el cine venezolano por Elia Marcelli en el documental Llano adentro (1958), de la petrolera Shell, y en Séptimo paralelo (1962). Las de Urgelles y Correa, por lo demás, son películas cuyo valor está en lo relacionado con la libertad de expresión.
Otro policial del período de Foncine buscó la calidad por un camino que se apartó de lo “testimonial”: el dominio de las convenciones del género, en la medida en la que pudo lograrlo un realizador en su primer largometraje. Se trata de La muerte insiste (1984), de Javier Blanco, adaptación de la novela Un asesino sin suerte (L’Assesin maladroit, 1970), del escritor francés René Reouven. Es algo que tiene en común con esa otra rara avis no lo suficientemente bien apreciada que en el cine venezolano es Cacería mortal, también titulada Morituri o The Rat Race (1984), una película de acción de artes marciales de Philippe Toledano, con la participación del karateka venezolano y difusor de ese deporte Marcelo Planchart en el papel principal. Su singularidad está en que también se deslinda de las inquietudes dominantes en el cine venezolano para decantarse por el puro placer del género, buscando así llegar a un público diferente, lo que no tuvo continuidad en el país sino hasta muy recientemente, con la producción de varias películas de terror.
El policial también tuvo una singular deriva hacia el musical en este período con La gata borracha (1983), de Román Chalbaud. El director de El pez que fuma volvió en esta película al drama prostibulario, pero con una historia que se desarrolla como la investigación de un crimen cuya víctima es una de las trabajadoras del lugar. Lo más significativo, sin embargo, es la importancia que cobran los números musicales, en los que se destaca la participación de la orquesta Billo’s Caracas Boys y los cantantes Mirtha Pérez, Nelson Ned y Agustín Irusta. También la actuación de Alba Roversi, actriz que venía hacer el papel principal en la exitosa telenovela Ligia Elena (Venevisión, 1982).
La ópera fue la inspiración para el más destacado melodrama de Chalbaud en este período, La oveja negra (1987), que prosigue el ciclo iniciado por El pez que fuma. El giro hacia una trascendencia fellinesca del realismo, planteado en algunas escenas de esa otra película, como indicamos, cristaliza aquí con la banda de delincuentes que se establece, como una pequeña comunidad cerrada en un cine abandonado de Caracas, al que llegan en procesión de Semana Santa al comienzo, bajando de un barrio popular. La historia se desarrolla como un conflicto de dos hombres, un delincuente y un policía, en torno al amor de la misma mujer, sin ninguna relación con el célebre film mexicano de 1949 del que copia el título. Se destaca en La oveja negra, además, el profesionalismo industrial, en particular la fotografía del español Javier Aguirresarobe, correlativa del tipo de estilización que buscaba el director, y la música de Juan Carlos Núñez, fundamental para darle su dimensión operática, algo aquí diferente del distanciamiento de La boda.
Por lo tocante a la comedia, en 1982 Domingo de resurrección, dirigida por César Bolívar, se planteó como modelo de un costumbrismo crítico de la clase media en ascenso por el boom petrolero. El papel principal estuvo a cargo de Juan Manuel Laguardia, que tenía una carrera en la televisión pero se destacaba más como el responsable de los informes sobre el estado del tránsito de Radio Caracas Radio, emisora del grupo 1BC. Era, por tanto, una figura probablemente conocida entre el sector social que había accedido a la posibilidad de comparar automóviles. Con Domingo de resurrección, de esta manera continuó el desarrollo del humor costumbrista, aunque desprovisto del sentido de crítica de las relaciones sociales de Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia (Alfredo Anzola), así como en una versión diferente de la parodia Carmen la que contaba 16 años (Román Chalbaud, 1978) por lo tocante al modo de expresar lo venezolano en el cine.
Hacia la clase media apuntaron con su humor también Alfredo Anzola y Antonio Llerandi. El primero, en Coctel de camarones en el día de la secretaria (1984), otra comedia costumbrista en torno a una celebración emblemática del ambiente de las oficinas en Venezuela, aunque con la atención característica del realizador hacia la relación entre personajes representativos de diversas capas de la sociedad. En Adiós Miami (1984), Llerandi se burló de aquellos cuyo enriquecimiento súbito había llevado a hacer negocios en esa ciudad de los Estados Unidos, lugar común de la crítica al “nuevorriquismo”, con Tatiana Capote en el papel del interés romántico y sexual del protagonista (Gustavo Rodríguez), después de haber sido protagonista, con otro actor, de la telenovela Marisela (RCTV, 1983-1984).
Anzola volvió a la misma fórmula en De cómo Anita Camacho quiso levantarse a Marino Méndez (1986), con la sirvienta de una familia de clase media como protagonista y sus anhelos de ascenso social. Román Chalbaud al humor de Carmen la que contaba 16 años en Manón (1986), una parodia venezolanizada de la novela Manon Lescaut, del Abate Prévost, con la misma estrella de las telenovelas, Mayra Alejandra. Esta vez la acompañaba el actor colombiano Víctor Mallarino, y en el guion trabajó el mexicano Emilio Carballido, en un evidente intento de lograr un producto de exportación.
Entre las comedias de la época de Foncine están también dos que se destacan por su aspiración a ser cine de calidad. Una es Profundo (1988), de Antonio Llerandi, basada en la pieza teatral homónima de José Ignacio Cabrujas, y que con su historia en torno a la búsqueda de un tesoro enterrado bajo una casa, y el requisito mágico de la virtud para poder encontrarlo, se percibe en ella una alegoría de la Venezuela petrolera menos estridente que la de El pez que fuma. La otra es Aventurera (1989), en la que Pablo de la Barra trató por medio de la comedia dramática el tema histórico de los primeros años de la democracia, en el marco del cuadragésimo aniversario del régimen instaurado en 1959, con una historia en torno a una figura cómica de la vieja cultura popular, la lucha libre, y una conspiración de los partidarios de la depuesta dictadura de Pérez Jiménez contra el presidente Rómulo Betancourt. Siendo fiel a la tradición crítica del nuevo cine venezolano, la película no es una celebración ingenua de la democracia, como se evidencia en la conciliación final de los enemigos.
Las paradojas del éxito
Las dos tendencias dominantes entre las películas de Foncine que he caracterizado aquí expresan, a mi manera de ver, el potencial del modelo impulsor de la calidad, y los valores artísticos, culturales y de entretenimiento. Conllevó, como dije, la transformación del “autor productor”, base de la industria del cine independiente legitimada en los setenta, en una figura de nuevo tipo vinculada a una extensión de la libertad de expresión conquistada por el nuevo cine venezolano. Si allí tenía un sentido principalmente político, pasó a ser un tipo de expresión autoral análoga en el cine a las otras artes, sostenida con el dinero que público que el fondo destinaba a las películas.
Esto no deja de plantear un problema que el nuevo cine latinoamericano consideró brillantemente en el manifiesto Por un cine imperfecto (1969), de Julio García Espinosa: el que más que un derecho era un privilegio de ser artistas del cine, en una sociedad en la que esta posibilidad estaba reservada a un reducido grupo de profesionales capaces de hacer películas rodadas en 35 mm. Percibo en la persistencia del compromiso social o nacional en estas obras autorales una respuesta al dilema que hizo extensiva la del cineasta cubano a la democracia venezolana, pero que no resolvió otro conflicto, con el valor fundacional del industrialismo, como veremos en un próximo artículo. La individualización de personajes y autores anunciaba inadvertidamente en este cine la transformación traumática que conllevó el proyecto neoliberal que se trató de imponer en el país desde 1989, sobre lo cual también escribiré.
En los géneros, en cambio, arte e industrialidad confluían de un modo natural, que se conjugaba con un profesionalismo que se desplegaba también, en el caso de varios cineastas, en el campo de la televisión comercial. El valor del cine nacional como cultura, explícitamente perseguido por Foncine en sus estatutos, cristalizó en el marco de una industria cultural nacional pujante.
Pero, carente de un mito industrial como los de México y Argentina, forjado en circunstancias diferentes que dejaban en claro la imposibilidad de replicarlo en el presente de entonces en los mismos términos, el cine venezolano construyó una mitología análoga con referencia a los setenta y los ochenta, amalgamando, además, dos períodos claramente diferentes. Estos han sido conocidos, desde entonces, como los “años dorados” del cine nacional, y la continuidad relativa en el tiempo, a pesar de cambios trascendentales, del sistema de fomento y protección estatal, ha hecho que el industrialismo que legitimó el nuevo cine venezolano se prolongue como una mitología vigente.
Aunque ya al comienzo de la misma época el rechazo de Foncine al proyecto de Orinoko, nuevo mundo (1984), de Diego Rísquez, problematizaba esta mitología, al igual que el éxito de los superocheros en el Festival de Cannes, ha seguido siendo un obstáculo para que el cine nacional pueda renovarse desbordando ese estrecho y hoy anacrónico marco de referencia industrial. La segunda paradoja del esplendor de Foncine es que trajo como consecuencia el atraso del cine venezolano en el contexto latinoamericano, en particular en el lo que va del siglo XXI, como veremos en un próximo artículo de esta serie.
Referencias
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