Morichales


Por Pablo Gamba 

En la competencia internacional de documentales de Dok Leipzig se estrena Morichales (Colombia-Estados Unidos, 2024). Es el tercer largometraje de producción colombiana que dirige el estadounidense Chris Gude, conocido principalmente por Mambo Cool (Colombia, 2013), que estuvo en Mar del Plata, Punto de Vista y Doclisboa, entre otros festivales, y realizador también de Mariana (Colombia, 2017), en el que comenzó el acercamiento al país vecino, Venezuela, que culmina en esta película. 

Morichales es un documental sobre la minería artesanal en la Guyana venezolana. Es un territorio que se conoce administrativamente como el Arco Minero del Orinoco, creado por el decreto del gobierno de Nicolás Maduro en 2016, pero que tiene una tradición de fiebre de ese metal y diamantífera que en Venezuela se ha registrado con la mirada del nuevo cine latinoamericano en el corto Diamantes (1969), de Ugo Ulive, por ejemplo, o con la pornomiseria del largometraje Garimpeiros (2000), de José Ramón Novoa. Más recientemente en La fortaleza (Venezuela-Canadá, 2020), de Jorge Thielen Armand, de la manera moderna del cine contemporáneo. 

Otra, sin embargo, podría ser la referencia más importante de Morichales. Me refiero a Araya (Venezuela, 1959), la película de Margot Benacerraf que compartió con Hiroshima, mon amour (1959), de Alain Resnais, el Premio de la Crítica Internacional en el Festival de Cannes de 1959. 

Hay mucha opacidad hoy en torno al Arco Minero. La principal razón es la violencia: entre las masacres que han sido denunciadas está la de Tumeremo, en la que se calculan por lo menos 17 asesinatos. Los presuntos perpetradores de estos crímenes incluyen al Ejército y la Guardia Nacional (Gendarmería), pero también se atribuyen a bandas criminales y guerrilleros colombianos que han cruzado la frontera y actúan en complicidad con el poder político venezolano. 

Esto apunta hacia el Arco Minero como fuente de recursos del régimen de Nicolás Maduro, que él mismo ha descrito como cívico-militar-policial. La oscuridad que rodea las operaciones que ejecuta o tolera el gobierno, en el marco de una corrupción sin precedentes en el país, las sanciones impuestas por los Estados Unidos y los intentos de evadirlas fuera del comercio internacional legal, han hecho proliferar historias acerca de la exportación irregular de oro y diamantes de los que llaman “de sangre”. 


Confrontar el cine con mitologías de lo real como esta ha sido un sello de la obra de Gude. En Mambo Cool enrareció el realismo sucio explotado por el cine latinoamericano para representar la marginalidad social, por ejemplo. Pero el antecedente más importante de Morichales en su cine es Mariana, donde el cineasta propuso una representación fragmentaria y problematizadora de la parte caribeña de la frontera colombo-venezolana en contrapunto con un discurso de Hugo Chávez sobre Simón Bolívar, cuyo proyecto de unión de ambos países en una nación no cristalizó. 

En Morichales, la respuesta a los relatos confusos es una mirada que aspira a una objetividad científica, pero que se expresa literariamente, con un tono ensayístico. La voice over es de un personaje invisible que, por sus descripciones de lo que ve y, sobre todo, los dibujos a mano que la acompañan y que se insertan como ilustraciones en el film, evoca a los naturalistas exploradores de América, como Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland. Su ciencia, sin embargo, se identifica como marxista por su interés en el trabajo y en la explotación de los mineros, aunque tamizada por el escepticismo que el fin de la Unión Soviética impuso en torno a esta filosofía y la transformación revolucionaria de la sociedad capitalista a la que llama. 

Hay un sutil correlato entre lo aparentemente anacrónico de esta ciencia, el rodaje en 16 mm y un montaje que no oculta las distorsiones atribuibles a la materialidad del soporte fílmico. La imagen se sitúa, así, en la que podría reconocerse como una distancia frente a lo que ve por referencia a la inmediatez del registro en video digital que es hoy dominante en el cine, en general, y que ya lo era antes en el documentalismo, en particular. Es también el que corresponde a la mirada de los medios de comunicación, radicalizada en su inmediatez por las redes sociales en la actualidad. 

Además, hay un paralelismo de la imagen con lo literario en la voz: una mirada que se reconoce como propia del cine como arte análogo a la literatura. El problema de la relación entre la voz y las imágenes, que se subordinan a lo que expone como ilustración, también encuentra respuesta en la analogía del cine artesanal, el estilo personal del comentario, los dibujos a mano, otras ilustraciones que se apropian del expresionismo, una parte de animación artesanal y la música. Deslizan la representación de lo que Bill Nichols llamó “expositivo”, y que se identifica con lo clásico en el documental, a la modalidad “expresiva” atribuible a la contemporaneidad. 

Allí está también la primera razón que encuentro para traer a colación Araya. La película de Benacerraf fue clasificada como “de transición” por Paulo Antonio Paranaguá debido a su intento de ir del documentalismo expositivo hacia otra manera de representar lo real. Estilísticamente, la voz literaria de Morichales me hace pensar en la de esa película, lo que también es anacrónico por referencia a la contemporaneidad. Asimismo la mezcla que crea tres capas en el sonido. Aunque no es ni remotamente parecida al virtuosismo que alcanza en esto el film de Benacerraf, la puesta en un fondo lejano, apenas audible, de los registros de campo, que pudo haber sido respuesta a un problema técnico en Morichales, me hace recordar cómo se integran con la voz y la música en Araya, otro anacronismo respecto a la sensorialidad del cine contemporáneo. 

Esto tiene consecuencias por lo tocante a la construcción del tiempo en Morichales. Los que parecen problemas de actualidad en las noticias sobre Venezuela se desenmarcan de eso por los anacronismos del modo de representación. Como ocurre en Araya, son un ciclo que se repite eternamente entre entre las ruinas del pasado y un cambio que aún no llega. 


La referencia a la vegetación en el título resalta la relación de la actividad humana con el entorno natural, en lo que se parece a la cineasta venezolana que se inspiró para eso en Robert Flaherty. También sigue Morichales el ciclo de producción de oro desde la extracción hasta el embarque para la exportación, como ocurre con la sal en Araya

Más significativa, sin embargo, es la semejanza en la mirada al trabajo en tanto constata lo duro de la labor, pero también la ausencia de actos de rebeldía. Es algo en que los hechos se imponen a los supuestos acerca de la lucha de clases, como ocurre en el film de Margot Benacerraf. Araya también me parece otra referencia clave por lo que a esto respecta, en lo que la película de Chris Gude se aparta de su diagnóstico marxista. 

Las pirámides de sal y el orden geométrico en que se dispone a los trabajadores para la entrega del producto de su trabajo son una metáfora en Araya de la esclavitud, mientras que en Morichales la voz hace referencia a “la gente con armas y radio” que trabaja para el patrón y que queda fuera de campo. Lo que impulsa a los mineros es la que Gude identifica como fe y que para Margot Benacerraf es una dignidad estoica de los salineros y pescadores, a la espera de una eventual redención milagrosa en el contexto de un cambio tecnológico que obedece a casas ajenas a su microcosmos. 

Por lo que a esto último respecta, el escepticismo parece dominar en Morichales. En la parte en que se abre al contexto de las minas registra las colas emblemáticas de Venezuela, el deterioro que se percibe en el espacio urbano y el abandono del proyecto desarrollista, en un plano donde un carro tirado por un caballo pasa junto a una industria abandonada. La descripción del modo como se saca el oro es elocuente por lo que respecta a la corrupción, aunque no se trata aquí de denunciar esos negocios. Por el contrario, la mirada trasciende el régimen de Chávez-Maduro y le da a la situación de los mineros la dimensión de un pasado remoto e inconcluso. 

Al final Gude, como Benacerraf, se hace preguntas sobre lo que vendrá, en vez de plantear respuestas que apunten hacia la conquista de un futuro diferente por la lucha. En el caso de Araya, es lo que sitúa a la película en las vísperas del nuevo cine latinoamericano; en el de Morichales, después del fin de ese cine, en una época en la que el descreimiento en la revolución se impuso como el imposible práctico que quizás no es. El deber del cine de responder a una demanda política ha pasado a ser motivo de rechazo, como señala el crítico Gonzalo Aguilar con referencia al nuevo cine argentino, en los comienzos del cine contemporáneo de América Latina. 

Pero hay que precisar la toma de posición de Gude, cuyo narrador no abjura del marxismo. Científicamente es fiel a lo que observa, que es la ausencia de luchas como un hecho, y a la fe del minero que lo explica. Puede haber en esto algo implícito sobre las masacres, que también son hechos verificados, no mitos. Quedan fuera de campo porque son propias de un estado de guerra entre “la gente de las armas y la radio”, no de los patrones con los trabajadores, aunque los segundos pongan los muertos, lo que llama la atención sobre el grado de descomposición del gobierno. El fuera de campo puede ser considerado como un paradójico modo de registro de esa violencia, en tanto huella de la imposibilidad de su representación. 

Por todo esto atribuiría a Morichales una búsqueda de lucidez que se deslinda tanto de la tendencia apolítica del cine contemporáneo como del seguimiento acrítico de la tradición militante en el que algunos insisten. Es quizás lo más hondo de su posible vínculo con la obra maestra que es Araya, aunque hay que precisar que Chris Gude, en su mirada al trabajo, se aparta del humanismo religioso de inspiración neorrealista que llevó a Margot Benacerraf a proponer una respuesta mística a un problema social real, lo que hizo que su película quedara históricamente detrás del nuevo cine latinoamericano. La línea divisoria en esto es, sin embargo, muy delgada, porque al final el narrador de Morichales se pregunta por quién perdonará a los mineros, lo que apunta allí hacia una redención que sería individual, por la fe, no social.

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