La piel en primavera

Por Pablo Gamba 

Una de las películas colombianas que llamó la atención el año pasado en su recorrido por festivales es La piel en primavera (2024), de Yennifer Uribe Alzate. Esta coproducción con Chile se estrenó en la sección Forum del Festival de Berlín y estuvo después en Horizontes Latinos, en San Sebastián. Es el primer largometraje de la directora, realizadora también de un corto, Como la primera vez (2016), que llegó al Festival de Clermont-Ferrand. 

La piel en primavera está ambientada en la Medellín de hoy y se confronta con el realismo sucio sobre esa ciudad. Es la tradición del cine de personajes como los jóvenes sicarios de Rodrigo D: no futuro (Colombia, 1990), a la que irónicamente homenajea Uribe Alzate cuando hace que su protagonista, Sandra, cante la canción Tu muñeca, de Dulce, que también se escucha en el film de Víctor Gaviria. Es un dato que debo a una nota del crítico colombiano Oswaldo Osorio. 

La tradición de esta leyenda negra de Medellín se extiende a la literatura con Fernando Vallejo, cuya novela La virgen de los sicarios (1994) fue llevada al cine por el francés Barbet Schroeder ‒que vivió en el país sudamericano‒ en la película homónima (Colombia, 2000), otra obra de referencia del realismo sucio. Más recientemente se ha renovado al desplazar el foco de los delincuentes a los jóvenes queer en Anhell69 (Colombia, 2022), de Theo Montoya, que alcanzó notoriedad como film híbrido de ficción y documental. 

Sandra, la protagonista de La piel en primavera, es la joven madre soletera de un adolescente. Vive en un barrio de la periferia que no es zona de guerra de bandas ni criadero de sicarios. Es un lugar de vida aparentemente plácida, que incluso parece próspera por la proliferación de pequeños negocios en las calles de los alrededores. La “marginalidad” se percibe de un modo irónicamente espacial en una hermosa vistas a las montañas que rodean la ciudad, que con los barrios populares creció hacia los cerros cercanos. También en la manera como no hay solución de continuidad entre las partes terminadas y cómodas de la casa de Sandra, y las que no se han podido acabar o están a medio construir, como se aprecia sobre todo en la planta superior. 

En este sentido, la película parece haberse ido un poco hacia la pared de enfrente por lo que respecta a la pacificación y normalización de la vida en la ciudad. Es un rumbo que también ha tomado el cine de la ternura de André Novais Oliveira en Brasil a partir de Temporada (2018), película con la que La piel en primavera tiene una cercanía por el desparpajo con que muestra la sexualidad de la protagonista y sus compañeras de trabajo, una de las cuales completa su sueldo de empleada de limpieza vendiendo juguetes eróticos como un enorme vibrador.


Como el cine de Novais Oliveira, el de Uribe Alzate es tributario de la tradición neorrealista. Esto vincula también la película con el minimalismo que se estableció en el nuevo cine argentino de comienzos del siglo XXI y los diversos intentos de adoptarlo como modelo en Latinoamérica. 

Se hace patente en las partes de La piel en primavera en la que la ficción se filma de una manera próxima al documental observacional, como si Sandra fuera la protagonista de una película de cine directo que la sigue en sus viajes en bus al trabajo, en su rutina diaria como vigilante privada en un shopping, en sus recorridos por las calles, encuadrada en planos generales que la integran a los diversos entornos espaciales y sociales en los que se desenvuelve en su vida. Se extiende esto a la relación del personaje en la intimidad con su casa, acerca de lo cual me quedó en la memoria un plano en el que Sandra sube lenta y relajadamente los escalones que llevan a la planta superior, en contraste con su firmeza en las escaleras mecánicas del centro comercial. 

A las mismas fuentes fílmicas hay que atribuir la ubicación en el presente de la narración, sin referencias al pasado de la ciudad ni de Colombia. Sí, implícitamente, en cambio, a las vidas de Sandra y Javier, el “busero” (colectivero) con el que establece una relación, por el hijo de ella y la hija de él, y lo que dicen de las parejas con las que los tuvieron. Se les añade apenas una historia que cuenta el hombre sobre cómo llegó a conocer la música de salsa. 

El interés de La piel en primavera por la sexualidad femenina es uno de los aspectos que la llevan más allá de esa observación documental. Se percibe, además, la aspiración a contar la historia de una mujer que se muestra independiente de los hombres y en este sentido tiene algo de ejemplar. Más interesante cinematográficamente es que también desborda el neorrealismo y se acerca a películas como Boi neón (Brasil, 2015), de Gabriel Mascaro, por lo que respecta a ver lo conocido, lo que nos ha mostrado el cine neorrealista, bajo ‒literalmente‒ nuevas luces. 

Ocurre en la que para mí es la mejor escena de La piel en primavera. En ella Javier lleva a Sandra en su buseta (micro) a un lugar en el que se suelen reunir los de su oficio para tener encuentros de pareja en sus vehículos, lo que demuestra la atención prestada a la vida de las personas que inspiraran los personajes. La luz rojiza instalada en la buseta, presumiblemente a tal efecto, y el baile al que invita la salsa que se escucha en toda la banda sonora, propician un momento que nos regala la experiencia sensorial de los cuerpos así iluminados.


Más significativa, sin embargo, es la manera como La piel en primavera combina el realismo documental, y las actuaciones llamadas “naturales”, con el rescate del poder de conexión con el público que tiene la tradición del melodrama cinematográfico y televisivo en América Latina. Es lo que Paul Schroeder ha llamado “melorrealismo”, del que pone como ejemplo emblemático Central do Brasil (Brasil, 1998), de Walter Salles. Una referencia más cercana podría ser Rosa Chumbe (Perú, 2015), de Jonatan Relayze, por el personaje protagónico, una mujer policía. 

Esto me lleva de vuelta a André Novais Oliveira, a O día que te conheci (Brasil, 2023), que para mí marca en su cine un nuevo rumbo de aproximación al “melorrealismo”. Lo traigo a colación para poner de relieve el valor del desempeño interpretativo que permite alcanzar sin rebasar los bordes delicados entre los lugares comunes del melodrama y su desmantelamiento neorrealista. Es un tipo de cine que exige buenos actores, de lo que es un ejemplo Alba Liliana Agudelo Posada en La piel en primavera, al igual que Renato Novaes y Grace Passô, en O dia que te conheci, o Liliana Trujillo, en Rosa Chumbe

En estos términos, en síntesis, valoraría los méritos del largometraje de Yennifer Uribe Alzate. Pero no puedo dejar de señalar que, con lo clásico de su “melorrealismo”, La piel en primavera mira hacia atrás por lo que respecta a la historia, a los años anteriores a las rupturas que definen lo contemporáneo en el cine latinoamericano, su “segunda modernidad”, diríamos, siguiendo al crítico peruano Isaac León Frías. No se busca aquí lo nuevo con el impulso de fabulación, y las expansiones y juegos narrativos e híbridos de Anhell69 o Trenque Lauquen (Laura Citarella, Argentina, 2023), por poner dos ejemplos que están abriendo caminos en la actualidad.

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