La trampa

 


Por Mariana Martínez Bonilla

El más reciente cortometraje del director colombiano Ferney Iyokina Gittoma formará parte del festival alemán de medios expandidos Stuttgarter Filmwinter, que comienza el 15 de enero. Es un documental de 13 minutos de duración, titulado La trampa (Colombia, 2024), en el que explora el legado de los cazadores okaina, a través de la historia de su abuelo y la trampa para peces que construyó tiempo atrás en la quebrada Xulla, ubicada en el territorio ancestral de ese pueblo originario, ubicado en la Amazonia, en Perú y Colombia.

Tras la muerte del abuelo del director, Noé Siake, durante la quema de su propia charga, sus descendientes han tratado de reconstruir la trampa para peces que alguna vez les permitió alimentarse. La naturaleza se ha empeñado en impedir dicha empresa, relata Iyokina. Sin embargo, la aparición de un jaguar parece anunciar un cambio en el orden del mundo, después del cual será posible reconstruir la trampa.

El director, quien también es biólogo e investigador, combina dichos intereses en su práctica audiovisual que podríamos caracterizar como etnográfica, de no ser porque sus imágenes constantemente renuncian a la repetición de los tropos característicos de las formas documentales hegemónicas. Así, pues, esta no reconciliación con las descripciones de los espacios y los comportamientos a partir del encuadre y el montaje permite el privilegio de una enunciación sensible y sensorial que encuentra en La trampa una forma bien elaborada.


A lo largo del cortometraje, la voz del cineasta acompaña a las imágenes. En ellas, Iyokina nos muestra el territorio selvático en el que se localiza el asentamiento indígena al que pertenece. Sus planos pasan de lo general a los detalles con un movimiento vertiginoso del zoom, produciendo efectos ópticos que normalmente no están asociados a una narrativa documental descriptiva. La relación entre el relato en tiempo pasado, llevado a cabo por el narrador, y las imágenes de un niño (a quien más adelante veremos frente a una de las quemas de la charga) caminando en la selva, acompañado por un adulto, obliteran cualquier estatuto de ordenamiento temporal que pudiera enmarcar la cualidad etnográfica del documental. El anacronismo producido por el colapso de ambas temporalidades abre un intersticio para la reflexión, por parte del espectador, en torno a la pervivencia de las tradiciones okainas más allá de la infértil contraposición entre el tiempo pasado y el presente, así como entre las técnicas ancestrales y la caza y pesca modernas.

Por otra parte, dichos movimientos intempestivos de la cámara producen una serie de afecciones y sensaciones en los espectadores, mientras la voz que los acompaña relata la relación entre Noé Siake y el director durante su infancia. Así, la narración en off ofrece algunos datos sobre la cosmovisión okaina, la cual se constituye en estrecha sintonía con los fenómenos naturales y los comportamientos de los animales e insectos de la región. Como advierte Ferney Iyokina al relatar cuando, al acercarse a la trampa que construyó su pariente, encontró una serpiente cascabel que lo atemorizó: “Mi abuelo me enseñó en ese momento que caminábamos como los secretos de la selva. Él me enseñó a captar un peligro a partir de los sonidos, sonidos que dan las chicharras, los grillos, el viento y el mismo sonido del agua. Me decía mi abuelo que esos anuncian un peligro o anuncian algún animal que se va acercando, o que se acerca un mal tiempo, que va a llover o va a tronar, o va a relampaguear”. 

A nivel sonoro, más allá de la propia voz del director, las imágenes son acompañadas por sonidos selváticos. Los distintos ruidos emitidos por los insectos, los animales, el agua, el viento y el crujir de las hojas componen un segundo nivel significante que envuelve al espectador, llevándolo a experimentar distintas sensaciones que exacerban la necesidad de atender a aquello que se nos presenta en la pantalla como anudamiento de una narración sensorial-experiencial y no tanto lógico-racional.


En ese mismo sentido, destacan también las tomas de algunos reptiles endémicos de la selva de Ta+fe, cuya traducción al español, nos dice el director, es “selva en donde se pierde la gente”. Su montaje produce un efecto parpadeante que recuerda a la tradición de la cinematografía experimental en su vertiente estructural más radical, dentro de la cual se destacan las obras de Paul Sharits, Peter Kubelka y Tony Conrad, quienes se empeñaron en producir otros órdenes de la percepción de lo real a partir del encabalgamiento acelerado de los fotogramas, mediante la generación de intersticios o intervalos a partir de la alternancia luminosa creada por el montaje y visible sobre la superficie de la pantalla.

Lo anterior, según Esperanza Collado (Paracinema, 2012), produce una agitación nerviosa en el espectador a partir del desbordamiento de los límites del medio, para alcanzar su “cerebro a través de las ondas neurofisiológicas y [comunicarse] directamente con el cuerpo a través de la vibración y el pulso, la embriaguez física y el éxtasis nervioso que genera al multiplicar sus intersticios luminosos”. Así pues, el cine flicker o parpadeante se enfoca en la exploración de la percepción en términos fisiológicos y no tanto en relación con la visión.


De tal manera, en La trampa encontramos una exploración formal, material y significante del medio audiovisual en la que las sensaciones son privilegiadas a partir de la vista. Como afirma Gabriel Santiago en su sinopsis de la obra para el sitio web del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, “sin ataduras lingüísticas, narrativas, sonoras o preciosistas, La trampa suscita una profunda verdad de la filosofía de la imagen”. Los juegos entre imágenes nocturnas, claroscuros y los parpadeos producidos por el acompasamiento frenético del montaje, en la parte central del cortometraje, se convierten en la materialización de dicha búsqueda.

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