Las fotos del obrero

 

Por Pablo Gamba 

El año pasado tuvo entre sus más destacados estrenos A fidai film (Palestina y otros países, 2024), de Kamal Aljafari, película que intenta rescatar y restituir la memoria audiovisual de la que se apropiaron las fuerzas israelíes que invadieron el Líbano en 1982 y saquearon el Centro de Investigación Palestino que funcionaba en Beirut. Estuvo en el FID de Marsella, Visions du Réel y otros festivales de perfil parecido, y ha sido celebrada por la crítica más sensible. 

Con menos repercusión ‒debido, seguramente, al país de producción y su relación con un proyecto universitario‒ se estrenó Las fotos del obrero en Ecuador, un corto que se propone la reconstrucción de una memoria documental que no fue robada ni destruida, sino que no existe o no se ha encontrado. La película de Mario Rodríguez Dávila se propone crear, por medio de la ficción, el archivo fotográfico de los paros de trabajadores en Guayaquil en 1922, que llevaron a una huelga general que se inició el 13 de noviembre y fue aplastada con una masacre el 15. 

El proyecto comprendió la realización de 20 fotografías ficticias de la represión y de las organizaciones del movimiento obrero que impulsó la huelga. También la creación de un paisaje sonoro para acompañar la exhibición de las imágenes, publicadas, además, en un libro. 

De la opción por el archivo ficticio se desprende una narración fragmentaria que incluye partes que relatan la historia de cómo se hizo el “registro” y cómo pudo haber llegado hasta nosotros. Al respecto hay que ser cuidadosos y no dejarse llevar por la sinopsis que acompañó la exhibición de la película en el festival Cámara Lúcida de Cuenca, a través del cual tuve acceso a ella. Da una engañosa impresión de claridad: …“un fotógrafo es llamado para documentar una movilización obrera que termina en masacre. Ahora él y su obra deben ponerse a salvo”. Lo cierto es que la línea narrativa queda mucho más abierta a partir de los fragmentos y exige una intensa participación de los espectadores y espectadoras para construirla.


La escena del hombre que dispara desde la ventana de un edificio es la más importante, para mí, de las que se añaden a las fotos entre los fragmentos que integran el relato. La intervención en ella de un niño la enrarece hasta lo delirante. Es, por tanto, el momento de mayor lucidez política del film, en el que una locura siniestra rasga la lógica del relato que lleva hacia la masacre. 

Escribió Georges Didi-Huberman que cada hallazgo que se hace en un archivo es “como una fisura en la concepción de la historia, una singularidad en principio inclasificable, que el investigador intentará entramar en el tejido de lo ya conocido, para producir, dentro de lo posible, una nueva comprensión histórica del tal acontecimiento”. Pero en una pieza de archivo imaginario como esta, lo que se puede crear es un juego entre la determinación del conocimiento previo que orientó la producción de los documentos ficticios y la nueva manera de conocer el pasado que puede producir la imaginación. Quizás la extraña escena citada es el mayor momento de tensión en ese juego. 

Sin embargo, la opción de las fotos y el sonido ficticios también plantea una pregunta que Mariana Martínez Bonilla se hizo en una nota reciente de Los Experimentos: ...“si el archivo, acaso, se está convirtiendo en un tropo recurrente en el cine experimental contemporáneo para sanear el agotamiento de la visualidad (y, por lo tanto, de la imaginación), pues parece que ese es el único lugar desde donde podemos pensar las tensiones entre el pasado y el presente sin echar a andar otros tipos de re-presentaciones”. 

Otra tensión significativa entre la historia y los fragmentos que componen el argumento se construye en torno al movimiento y la inmovilidad. Son las “fotos” el centro de esta tensión cuando en ellas percibimos con claridad el movimiento detenido. El mejor ejemplo es una en la que vemos una pierna de un personaje que corre, cuyo cuerpo queda oculto tras una columna, junto con un hombre inmóvil, probablemente mendigo, que da la impresión de que se mantiene al margen de lo que sucede fuera de campo y hace correr al otro.


Un acierto es que se usó la tecnología digital para producir una reconstrucción verosímil de las fotografías por lo que respecta a su aspecto visual, pero no para simular su deterioro físico por el tiempo. En este contexto hubiera sido evidencia de falsificación, de aspiración a engañar por lo que respecta a su origen remoto. Esto, sin embargo, también hace patente que carecen del ardor de realidad con el que las imágenes pueden reclamar la osadía de acercarse a ellas “y soplar cuidadosamente en la ceniza, de modo tal que la brasa debajo irradie nuevamente su calor, su fulgor, su peligro”, según Didi-Huberman. La detención del instante, patente en imágenes como la citada, quizás tiene un papel análogo aquí por cómo activa la imaginación para darles movimiento. Algo simiár ocurre por lo tocante a la fuga que logra salvar el “archivo”. 

Pero en dos escenas reconocemos como actores a los que interpretan a los obreros y obreras que, vistos desde la perspectiva de quien va a tomarles una foto, dirigen la mirada hacia nosotros. Nos interpelan, no como puede hacerlo el ardor de realidad que atribuimos a un documento, sino con la fuerza de los papeles que están haciendo para nosotros, como en el teatro. Transmiten así la misma impresión a las imágenes para las cuales posaron de modo parecido, las “fotos” de las organizaciones que intervinieron en la huelga. Esta tensión con el vacío de realidad de sus “documentos” resquebraja también esta pieza fragmentaria, porque de algún modo hace sentir que todo en ella es ficción, y que incluso la tensión por el espanto, en la citada escena de los disparos, es de una fábula, aunque cuestione la moraleja. 

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