Monte Tláloc

 

Por Pablo Gamba 

El cortometraje de menos de dos minutos de duración Monte Tláloc (México, 2023), de Mariana Dianela Torres, se estrenó en el festival Black Canvass y en el programa Injerto de la Gira Ambulante de documentales, que se presentó con motivo del décimo aniversario del Laboratorio Experimental de Cine de México (LEC), y que reunió películas mexicanas y argentinas. Más de un año después estuvo en Infinito Super 8, en Buenos Aires, donde pude verlo. 

Como lo sugiere el título con su referencia a un lugar, es una película que se inscribe en la corriente actual del paisajismo en el cine experimental, y dentro de ella parece estar en la vertiente de la ancestralidad y el trance. En la nota de presentación para la exhibición en Black Canvass, la cineasta y artista cuenta que filmó en el lugar donde estuvo el monolito que en 1964 se sacó para reubicarlo en los espacios abiertos del Museo Nacional de Antropología, en la Ciudad de México. El gobierno tuvo que recurrir al ejército y la policía para imponerse a la resistencia popular al traslado. 

Esta información lleva a pensar en referencias como un corto del Colectivo Los Ingrávidos, Pirámide erosionada (México, 2019), por ejemplo. Es una película que se desarrolla como un ritual de música, y movimientos de cámara y montaje vertiginosos que se proponen inducir un “trance chamánico”, expresión que el grupo usa para definir su trabajo. Con este uso mágico del cine, el colectivo intenta abrir una posibilidad sensorial en la que la perspectiva científica de los arqueólogos se disuelve en una mirada que se transmuta chamanísticamente en animal, y los vestigios de la civilización que la colonización destruyó se perciben sin solución de continuidad con las piedras en estado natural, con las plantas silvestres y con el maíz que sigue sembrándose allí y que alimentó al pueblo originario en tiempos remotos. 

Mariana Dianela Torres también persigue el trastocamiento de la mirada habitual al paisaje en Monte Tláloc, pero lo hace con otros recursos. No se vale del montaje acelerado característico de Los Ingrávidos, ni de música hipnótica, sino de ruidos de la naturaleza. Tampoco de los movimientos vertiginosos de la cámara que igualmente identifican al colectivo sino de rápidos acercamientos con la filmadora Super 8 con la que trabajó. Pero lo que llama su atención es similar por lo tocante a la cultura ancestral y, sobre todo, las piedras. Hacer películas filmando rocas es siempre un desafío fascinante. 

La duración del corto no es suficiente para atribuir al ruido de los insectos la capacidad de llevarnos a un estado liminar, no por una vía como la del trance chamánico sino por una hipnosis que nos haga perder pie en la vigilia sin deslizarnos hacia el sueño. Una sensación de caída como la que puede producir el zoom ‒tan lúcidamente explotada por Alfred Hitchcock en Vertigo (1954), por ejemplo‒, nos atrapa así, pero en plena lucidez y con repeticiones que mantienen nuestra atención despierta. El ruido, que al comienzo puede ser percibido como un llamado, se enrarece al conjugarse con la sensación visual. 

Pero Torres realmente no hace zoom sino que explora la deformación que puede producirse en las imágenes ‒como de fotos “movidas”, digamos‒ filmando de un modo contrario al que emplea este recurso de la manera “correcta”, para dar una visión más cercana y, por tanto, más precisa por lo que respecta a los detalles. Impugna la búsqueda de una observación objetiva con el acercamiento y se desliza hacia una liminaridad, lo que tiene otro correlato en los movimientos que lo acompañan y que evidencian la presencia de un cuerpo en la mirada de la cámara. 

La cineasta comienza con la observación de un detalle del lugar, pero no para hacer zoom back y contextualizarlo en un paisaje propiamente dicho sino para hundirse perceptualmente en él ‒no solo visualmente porque la experiencia incluye el sonido, como dije‒. Aunque quizás sería mejor decir “abismarse”, usando una expresión característica del cineasta argentino Gustavo Fontán que viene al caso. El espacio se abre a una mirada que ya no está ante el paisaje sino abismada en un encuentro, en una comunicación con él. Comprende la manera como se comunican la materia de las piedras y del lugar, en general, con la del soporte fotoquímico del film, luz natural mediante. 

Un aspecto que puede ser controversial es que el corto de Mariana Dianela Torres se limita a este experimento. Sus poco menos de dos minutos de duración no permiten más, y están bien aprovechados en este sentido. Podría pensarse, sin embargo, que películas como la citada Pirámide erosionada, que dura casi nueve minutos, son superiores, en el sentido de que tienen una mayor elaboración. Pero creo que también hay una pregunta al respecto en la brevísima Monte Tláloc, y es si ese desarrollo no se alcanza pagando el precio de la ficción, de la creación del personaje animal al que podría atribuirse la mirada, por ejemplo, o la vuelta al mito, aunque sea no para analizarlo sino para referirlo “al estado de las pulsiones en una sociedad perfectamente actual, el hambre, la sed, la sexualidad, la potencia, la muerte, la adoración”. Esto lo escribió Gilles Deleuze con respecto al cine del brasileño Glauber Rocha, y son fuentes indentificables, ambas, en los textos programáticos del Colectivo Los Ingrávidos. 

Creo que la brevedad de Monte Tláloc, su concentración en el experimento, lo deslinda de la ficción, incluida la mítica, a pesar de que refiere también a una deidad mexica en el título. Por esto diría que es cine de investigación, pero no de agitación, en el sentido en que se propone serlo el de Los Ingrávidos, destruyendo a tal efecto las imágenes que encadenan a las historias oficiales. Aquí encontramos, en cambio, una lucidez para la que entre la percepción, el conocimiento y la acción a la que llama la agitación puede haber dilemas.

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