Parientes del valle luminoso y Cuando ellas se fueron solo quedó un pequeño ruido en la montaña

Por Jhonny Carvajal Orozco

En la más reciente edición del Festival de Cartagena, en Colombia, se estrenaron los cortometrajes Parientes del valle luminoso de Juan Francisco Rodríguez (2025) y Cuando ellas se fueron solo quedó un pequeño ruido en la montaña, de Laura Dávila Argoty (2024). Ambos tienen en común que dialogan alrededor de los conceptos de vestigio y evocación, dando relevancia a la construcción de experiencias sensoriales ligadas a su desarrollo. Parientes y Ruido tienen sensibilidades de aproximación al espacio similares, por ejemplo, en su atención a la construcción de ambientes y en la significación de los lugares filmados; lugares que a veces son cuerpos, a veces sitios, en donde el latido del pasado vibra en el presente de cada fragmento de polvo y luz. Además, es relevante que los dos cortos fueron rodados en soporte fílmico (16 mm y 8 mm respectivamente), y cada uno explora, a su manera, las posibilidades estéticas de su formato.

Parientes del valle luminoso construye una experiencia ritual relacionada con un proceso de luto del realizador y su familia, interpretada por los diferentes elementos formales, audiovisuales y espacio-temporales que se manifiestan en la película. Este aspecto ritual sucede en dos escalas: la primera se encuentra dentro de la secuencialidad de los acontecimientos registrados, como en el acto de entierro, el duelo comunitario y la conmemoración de la ausencia, traducida por cada uno de los cuerpos presentes ante la cámara. Otro elemento en esta escala interna / personal es el registro del acto de filmar, que le permite al espectador acceder a la otra capa de la película.

En la segunda escala de la experiencia ritual está el acto de construir el film, sumado a cómo lo percibimos cuando lo vemos. Aquí es relevante la construcción del espacio y cómo se relaciona la ausencia (o el ausente) con manifestaciones alternativas de su presencia. El montaje nos mueve, a través de parpadeos, entre temporalidades y juegos formales que se tejen unos a otros. Una vez el duelo y el juego, la metamorfosis, le permite a la ausencia posarse como rocío sobre las plantas y telarañas, o como fragmento de luz que encandece la vista en el soporte fílmico. 

Más allá de la correspondencia histórica entre lo ritual y lo natural, es dominante la relación asociativa entre la evocación y la luz (elemento que da el título a Parientes del valle luminoso). Luz que, además, no solo se encuentra bellamente registrada de diversas maneras a lo largo de la película (a través de un lente modificado, señala el director), sino que es el elemento convergente entre ambas escalas de lo ritual, como presencia filmada pero también como materia prima para el registro de la imagen. Varias secuencias en donde se halla lo luminoso justo tras la penumbra aclaran una premisa importante en la experiencia del duelo: encontrar la luz siempre implica un tránsito por la oscuridad. 

La película da gran relevancia a dos figuras: el perro y el niño. Respecto a ambos, hay un claro énfasis en representar su forma de percibir el mundo (desde el juego y sus fijaciones, que se interpretan a partir de lo sensorial). El perro, aunque probablemente está allí porque es un integrante de la familia registrada, lleva consigo una carga histórica cercana a la protección espiritual en los rituales mortuorios. La escena en la que se le muestra paseando por una parcial oscuridad (visto a través de una imagen en negativo) puede ser una muestra de este aspecto iconográfico. La escena en la que el niño juega con el exposímetro (herramienta utilizada para la medición de la luz) evidencia claramente una relación asociativa entre su percepción, la interpretación de la luz en el instrumento y lo que la luz representa como evocación. El niño y el perro tienen una relación aún más profunda respecto a la percepción: ambos son los únicos seres capaces de percibir la figura ondeante que se pasea por una de las escenas, que luego se convertirá en el espectro lumínico del ausente, justo antes de hacer su última metamorfosis en el arcoíris que desciende por las montañas. 

Finalmente, hay un aspecto relevante en la construcción de la atmósfera espiritual que envuelve el corto, y es el uso del sonido. Por una parte, la pieza sonora 3-Part Bismillah Zikr nos acompaña de manera extradiegética, esta es un arreglo coral que recuerda a los cantos utilizados en diferentes ritos funerarios como acompañamiento a la ceremonia y al duelo. Por otra parte, encontramos una exquisita exploración de diferentes paisajes sonoros de entornos naturales, sumados a la escucha de conversaciones cotidianas durante la filmación de la película. Incluso, hay un momento específico donde la voz y el canto del niño representan ligeros quiebres, que le permiten a la película saltar entre tiempos y espacios por medio del montaje rítmico. En otros fragmentos se nos permite acceder a una interpretación del sonido de la luz, que parece tintineos de campanas e introducen ligeros despertares, rompiendo el trance ocasionado por la música ambient y la hipnótica contemplación del espacio. 

Cuando ellas se fueron solo quedó un pequeño ruido en la montaña acoge a los recuerdos de Estela, una mujer artesana que lleva en sus huellas dactilares el oficio del tejido en Guanga, una técnica ancestral con telar vertical practicada comúnmente en la región andina de Latinoamérica, más específicamente en Colombia, Perú y Ecuador. Ha sido históricamente transmitida por las mujeres, y heredada por madres a sus hijas a través de la tradición oral. 

La fábrica textil en donde trabajó Estela está ubicada en El Contadero, en el departamento de Nariño, pero de ella solo quedan ruinas. Además del registro de los vestigios de la fábrica, se presenta una constante relación con el tiempo pasado en los recuerdos de la protagonista, quien relata con un aspecto testimonial pero con mucha naturalidad y cierta añoranza, su vida: el trabajo, el tejido, el pueblo, el canto con las amigas y la relación con su esposo. Pese a esta estructura mental natural, nostálgica, cristalizada y conmovedora, es imposible no fijarse en algunos aspectos de carácter político y de género que sujetan el tejido de la historia. 

El testimonio de Estela atraviesa en forma de voz en off a otras imágenes que no son de ella, como la fábrica en ruinas, el pueblo, sus habitantes y el hogar. Cada palabra recitada encuentra asilo en espacios diferentes, dialogando y extrapolando la situación de la protagonista a otras vidas en El Contadero. Aunque la película propone un énfasis en el oficio y busca, por un lado, potenciar su valor patrimonial, también remarca situaciones que fueron comunes en el pueblo como el desplazamiento que sufrió el tejido artesanal por la masificación de la producción de alfombra sintética o la relevancia del trabajo desde una temprana edad en la ruralidad. Estela también menciona en sus recuerdos otras situaciones que son comunes para las mujeres, como el impacto de la división sexual del trabajo en su cotidianidad.

Es relevante la hibridación narrativa de la película, en tanto propone la combinación de numerosas formas documentales relacionadas a lo expositivo y lo observacional con lo poético y lo expresivo. En diversas ocasiones deja de lado la reconstrucción histórica-testimonial para introducir al espectador en un ejercicio de contemplación sensorial de la ruina. La imagen se desprende del sujeto y dialoga con el espacio, el sonido es un presente espectral, Estela hila la película con sus manos y retoma su historia. Al final, todos los centros de atención convergen en una clara intención: construir una experiencia donde la memoria personal y los vestigios colectivos son espacios físicos y materiales que se tejen frágilmente entre sí. 

Argoty utiliza la capacidad asociativa del sonido para proponer una relación concluyente entre la ruina, lo individual y lo colectivo. La película construye un leitmotiv sonoro a través del ruido y la vibración, que opera como dispositivo en tres diferentes momentos: en la escena inicial donde una madre y sus hijas cortan la lana de una oveja, en el momento de contemplación de la ruina de la fábrica y en la escena final, cuando se muestra una carretera en medio de las montañas de los Andes combinada con unas fotografías de las mujeres tejedoras en Guanga (esto en doble exposición, realizada con la cámara en el soporte fílmico). La relación de este sonido con las imágenes se antepone a lo inmóvil como una característica del vestigio y, más bien, se encarga de producir un estremecimiento espacial capaz de movilizar terrenos enteros. Esto me permite pensar una cosa: la vida de estas mujeres son solo un pequeño ruido en la montaña que, sumado a otros pequeños ruidos provenientes de otras pequeñas ruinas en montañas, pueden ocasionar un sismo estructural en la cordillera por medio de lo colectivo.

Rodríguez y Argoty representan a un conjunto de miradas emergentes en el cine artesanal colombiano, que hallan como centro la exploración del espacio y el paisaje en relación con el individuo, y proponen la construcción de experiencias sensoriales para la narración de temáticas que surgen desde su interés personal. La presencia de estas dos películas en el Festival de Cartagena atiende a la búsqueda del cine contemporáneo de la experimentación como actitud y no como estilo, desdibujando cada día más los límites categoriales del género y el formato por medio de lo formal.

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