Electuario: plantas para el duelo


Por Mariana Martínez Bonilla 

En el panorama del cine experimental contemporáneo, donde la exploración de la forma y el fondo se entrelazan para revelar nuevas dimensiones de la experiencia humana, Electuario: plantas para el duelo (México, 2024), de Marcela Cuevas, emerge como una obra de audaz originalidad. Más que un mero cortometraje, es un ritual visual y sonoro que nos sumerge en las intrincadas topografías del duelo, la memoria y la sanación. A través de una cuidada orquestación de la materialidad fílmica, una aguda conciencia de la potencia terapéutica del cine y una audaz resignificación del simbolismo de la sangre menstrual, Cuevas traza un mapa emocional que tematiza la pérdida de su linaje matriarcal, inscribiéndose en la rica historia del cine experimental hecho por mujeres.

La relación entre el afecto, el duelo y la materialidad fílmica constituye el corazón palpitante de Electuario. Desde los primeros fotogramas, la película nos introduce en un universo táctil, donde la textura, el grano y la luz se convierten en extensiones de los estados emocionales de la directora. Cuevas no solo utiliza el celuloide como soporte, sino que lo manipula, lo interviene, lo somete a procesos que emulan la erosión y la transformación que el duelo opera en el ser. Las imágenes, a menudo granuladas, veladas o distorsionadas, evocan la fragilidad de la memoria.


Su aproximación a la materialidad fílmica entronca con la tradición de cineastas experimentales que, desde los inicios del medio, han explorado las posibilidades expresivas del cine y sus soportes. Pensemos en las pioneras como Maya Deren y su búsqueda de un “realismo interior” en obras como Meshes of the Afternoon (1943), donde el espacio y los objetos se cargan de un significado psicológico profundo, o en la obra de Carolee Schneemann, quien en Fuses (1967) utiliza el metraje rayado y quemado para expresar la intensidad y la fisicalidad de la experiencia sexual.

Cuevas lleva esa exploración un paso más allá, haciendo que la propia superficie del metraje encontrado con el que trabaja se convierta en una metáfora del cuerpo doliente. Los rayones, las manchas, las interrupciones en la imagen no son defectos, sino huellas, cicatrices que narran una historia de pérdida y resiliencia, y que entran en relación dialéctica con las imágenes de El libro de la selva que la directora hizo suyas.

Aunado a ello, la directora utiliza su propia voz como el punto crucial en esta imbricación de afecto y materialidad. A través de su relato, Cuevas narra la relación con su abuela y su madre, y pone en tensión la falta de ambas figuras con la lectura de las enseñanzas botánicas y alquímicas de Paracelso, destacando sus planteamientos sobre la palingenesia; es decir, la creencia en la regeneración o resurrección de seres vivos a partir de sus cenizas o restos, utilizando un proceso que involucra la manipulación de los elementos que componen la materia.


Por otra parte, los fragmentos musicales y otras texturas sonoras que acompañan a las imágenes distorsionadas crean un paisaje acústico que amplifica la sensación de intimidad y vulnerabilidad. Es un duelo no solo visual, sino también auditivo, donde los ecos de las presencias ausentes resuenan en la memoria. En Electuario, la materialidad fílmica es un receptáculo donde los afectos más profundos se imprimen y se transforman.La edición fragmentaria refuerza la cualidad inefable de las imágenes. No hay palabras que alcancen para describir la desfiguración de la cual son víctimas a partir de una manipulación física que las rasguña, pero también, después de pasar por un revelado con plantas, las somete a procedimientos de tintura con sangre menstrual, cuyo simbolismo (en relación con el duelo matriarcal) es uno de los aspectos más potentes y audaces de Electuario. La sangre menstrual, a menudo tabú y relegada al ámbito de lo privado o lo impuro, es aquí resignificada como un símbolo de vida, ciclicidad y un profundo vínculo con el linaje femenino. Su aparición en la película, a través de tonalidades rojizas y texturas orgánicas, ancla el duelo en una experiencia visceral y femenina. 

Según la RAE, un electuario es un medicamento de consistencia líquida, pastosa o sólida, compuesto de varios ingredientes, casi siempre vegetales, y de cierta cantidad de miel, jarabe o azúcar, que en sus composiciones más sencillas tiene la consideración de golosina. En la obra de Marcela Cuevas que motiva estas líneas, un electuario posee un poder curativo que va más allá de las dolencias físicas para convertirse en una suerte de consuelo alquímico, capaz de permitir revivir el recuerdo de su madre, cuyas cenizas fueron enterradas en el jardín de su casa, y de tal manera, curar las heridas invisibles del corazón.


En ese sentido, la potencia terapéutica de Electuario representa un acto de sanación, un proceso catártico tanto para la creadora como, potencialmente, para el espectador. Al confrontar la pérdida de la madre y la abuela, Cuevas utiliza el acto de la intervención sobre la materialidad fílmica como una forma de procesar el dolor, de dialogar con las ausencias y de preservar la memoria. Esta dimensión terapéutica del cine ha sido un tema recurrente en la historia del cine experimental, especialmente en las obras de mujeres que han utilizado el medio para explorar experiencias personales y subvertir narrativas dominantes. Por ejemplo, la directora belga Agnès Varda, demostró la potencia terapéutica del cine a través de su enfoque humanista y su capacidad para transformar lo personal en universal, convirtiendo a sus filmes en actos de reflexión sobre la vida, la memoria y el legado.

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