Un techo sin cielo


Por Mariana Martínez Bonilla

Un hombre y una mujer conversan. Ella, sin motivo aparente, tiene varios días sin poder dormir. Él, por el contrario, es capaz de caer en un sueño profundo en cualquier momento y lugar, incluso al comer un plátano. La causa de su narcolepsia podría estar relacionada con una vieja caja de recuerdos que contiene algunos objetos que pertenecieron a su padre. A partir de ello, Diego, el protagonista de esta historia, reflexionará sobre la potencia de los objetos y las palabras para rememorar a su progenitor. Esta es la premisa básica de Un techo sin cielo, el cuarto largometraje del director tijuanense Diego Hernández, ganador del Puma de Plata Ahora México a la mejor película nacional en la 15.ª edición del FICUNAM. Se trata de un film inspirado en la muerte de su padre y los recuerdos truncados que Hernández tiene de su funeral.

Replicando la lógica de producción autónoma de sus otras películas, el director funge aquí como hombre orquesta, encargado de la fotografía, edición e interpretación. Asimismo, Un techo sin cielo recupera la lógica minimalista de sus filmes anteriores: planos fijos, ausencia de contraplanos, diálogos poco elaborados y puesta en escena de situaciones cotidianas. El plano sonoro opera una suerte de ejercicio dialéctico al poner en cuestión su relación de equivalencia mimética con aquello que vemos en la pantalla. Así pues, los diálogos desfasados y la no correspondencia entre plano visual y plano sonoro, dotan al filme de una cierta extrañeza que exige toda nuestra atención.


Un ejemplo de lo anterior es el momento en que Diego visita a un médico, pues, a decir de su madre, su condición resulta inquietante: mientras escuchamos una respiración rítmica y profunda que ocupa el primer plano sonoro, las imágenes que vemos son los registros del cielo que el director realizó durante el confinamiento pandémico del covid-19, como afirmó en una entrevista para el FICUNAM. Posteriormente, escuchamos una conversación del protagonista con su madre, quien le pregunta por el diagnóstico del médico, quien le recomendó tomar vitaminas y ponerse a trabajar, mientras un plano general nos muestra un paisaje urbano de la ciudad natal del director. Se trata de imágenes que buscan evocar los recuerdos perdidos del cineasta a partir de las cuales, al igual que en sus películas anteriores, Hernández pretendió ficcionalizar sus propias vivencias.

Y es que, como dijo el director en otra entrevista, para el Instituto Mexicano de Cinematografía: “Mi papá fue obrero toda su vida. Recuerdo que llegaba a casa, de noche, muy cansado. Falleció un día que llegó cansado. Era una persona que estaba en un eterno estar cansado y de pronto fallece”. A partir de este recuerdo, Hernández construyó una fábula en la que el agotamiento y el trabajo implican una contradicción constante. Incluso, pensando en términos de género, el sueño perturbado, como lo ha llamado el reconocido crítico de cine mexicano, Jorge Ayala Blanco, tiene una inscripción paradójica, pues el personaje masculino se muestra incapaz de hacer labores domésticas, académicas o profesionales, mientras que su contraparte femenina es incapaz de no realizarlas.


Todo ello está aderezado por algunas secuencias en las que vemos a la joven amiga del director intentando meditar para conciliar el sueño, así como por una tarotista que, sin saberlo, nos dará algunas pistas sobre el desenlace del filme. Solamente será la caja de recuerdos paternos lo que restituirá el orden, pues mientras Diego duerme, Liz, su coprotagonista, por invitación del joven (y en ausencia de su madre), no solo revisa cautelosamente los objetos contenidos en la caja, sino que ocupa el espacio doméstico de él para preparar la escenografía de su puesta en escena. Pareciera ser que, al ceder sus recuerdos, la película opera una especie de sanación catártica, tanto para Liz, que logra terminar su obra y conciliar el sueño, como para Diego, que consigue mantenerse despierto para asistir al performance de su amiga. Es una operación que el director lleva a cabo dos veces, la primera cuando invita a los espectadores a involucrarse con su pasado a partir de una serie de fotos de su infancia, que se introducen en el montaje sin relación alguna con el argumento, y la segunda cuando permite que Liz rearticule la relación entre lo contenido en la caja, para convertir dichos objetos en algo más que recuerdos.


Al igual que en El mirador, película sobre la que hemos escrito en Los Experimentos, la economía narrativa y formal desplegada en Un techo sin cielo pone en crisis el estatuto espectacular al que nos tiene acostumbrados el cine contemporáneo. La hibridación genérica, que también operaba en sus largometrajes anteriores, se consolida como una de las marcas distintivas del cine de Diego Hernández. Los límites entre la ficción y la realidad son puestos a prueba a través de la ensoñación y los estados afectivos perturbados de ambos protagonistas que, de la misma manera que en El mirador, llegan a rayar en el absurdo, sobre todo, cuando, gracias a la voz de la madre del director, conocemos la procedencia de la caja que contiene sus recuerdos: su función era envolver unas pantuflas que quería regalarle a su esposo para que pudiera descansar al llegar a casa, tras sus extenuantes jornadas laborales. Me pregunto, entonces, si es aquella vieja caja de cartón la que condiciona, en la forma como opera la narrativa de esta película, la renuencia del protagonista a la búsqueda de un empleo o de una ocupación que lo mantenga despierto.

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