Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti

 

Por José Luis Salazar Gallardo 

Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, de Carlos San Juan y Pepe Gutiérrez, fue presentada en el pasado Festival Internacional de Cine de Guadalajara, y previamente en el Festival Márgenes en España. 

La vena punzante del cine experimental mexicano, o cine mexperimental, parece mantenerse constante desde los años sesenta: la búsqueda (y cuestionamiento) de una identidad nacional. Previo a la Época de Oro, la producción nacional era escasa, más aún la experimental. Apenas algunos cortometrajes extraviados del fotógrafo Emilio Amero, así como otros incompletos o igualmente perdidos de Manuel Álvarez Bravo y de Rosa y Miguel Covarrubias, revelan ese interés inaugural. 

A pesar de su fragmentariedad, estas obras mostraban ya una inquietud por el folclore mexicano y por la construcción de una estética nacional. Piezas como Tehuantepec o Los tigres de Coyoacán, aunque poco se sepa de ellas, reflejan un deseo de capturar la belleza indígena, especialmente de las tehuanas con flores, frutas y jicalpestles sobre la cabeza, transitando mercados coloridos. 

En esos años, el mayor referente vino del ruso Sergei Eisenstein, quien rodó el largometraje inacabado ¡Que viva México! que, desde su título, declara un gesto festivo y folclorizante hacia la identidad nacional. Visión que influiría en la Época de Oro, que mistificó y exotizó a las poblaciones rurales e indígenas del país. 

A contracorriente, Archibaldo Burns intentó, expresado en una carta a Nancy Cárdenas, “descubrir en qué consiste la falsificación ‘indiofernandezca’” a través de una trilogía de cortometrajes de la cual solo concluyó Perfecto Luna. Más allá de esfuerzos aislados del único Concurso de Cortometraje Experimental de 1953, como El despojo, de Antonio Reynoso, o La azotea, de Jorge Durán Chávez, la producción nacional continuó operando como maquinaria industrial. 

Décadas después, lo folclórico y nacionalista se acentuaría como crítica frente a un cine industrial que intentaba homologarse con el estadounidense para su exportación. 

En 1965, Rubén Gámez se da a conocer ganando el Primer Concurso de Cine Experimental con La fórmula secreta, la única película no narrativa en competencia. Esta retoma y amplía su cortometraje Magueyes (1962), donde los agaves “bailan” como símbolo visual cargado de asociaciones: el México prehispánico, la estética de Gabriel Figueroa, el cine de Emilio Fernández y la visión incompleta de Eisenstein. 


Los vínculos entre cineastas experimentales se estrechan. Jessie Lerner apunta: “Un elemento del trabajo de Gelsen Gas en Anticlímax que aparece en aquél de Jodorowsky, así como en La fórmula secreta de Gámez, es una apropiación cínica de la sintaxis del consumismo. Gámez transforma la botella de coca en un gotero. Los superhéroes astrológicos de Jodorowsky en La montaña sagrada comercializan la belleza y agresión mediante la promoción de auxiliares cosméticos, juguetes y armas”. 

Ya en el siglo XXI, vemos resonancias de esa apropiación simbólica en obras como ¡Aoquic iez in Mexico! ¡Ya México no existirá más!, de Annalisa D. Quagliata, donde los símbolos de lo mexicano aparecen como ráfagas críticas que interrogan lo identitario, mientras que las violencias coloniales, la sumisión, el despojo, siguen operando como hilos conductores. 

Gámez afirmaba: “Yo quería denunciar con ella al pueblo, no al gobierno ni al sistema, sino a nuestro pueblo ‘agachón’. Hay una escena en la que, filmando a un individuo, lo golpeo dos veces y le hiero la cara, y el tipo se queda impávido, sin hacer nada. Eso quise denunciar: a la masa informe que va a seguir comiendo raíces y yerbas y va a seguir subsistiendo, un pueblo dormido que tolera estos gobiernos déspotas, un pueblo que no solo no tiene conciencia política, sino que no tiene conciencia de nada”. Quagliata lo expresa de manera más sutil: a través de la narración de un indígena que busca su ombligo, enterrado, mientras suceden imágenes de una escuela primaria donde niños de escolta rinden honores al lábaro patrio. 

Leonardo Gutiérrez, en Maximiliano, otra vez, describe ese nacionalismo “blandengue y reaccionario”, en busca de validación externa, fácilmente seducido por el más ramplón contenido patriotero, como defecto de formación: “Lunes tras lunes amontonamos a nuestros niños y niñas bajo la excusa del performance cívico. Tratando de convencerlos de que son los soldados que el cielo le dio a su patria, los convertimos más bien en un ejército de linchadores acomplejados”. 

Ese gesto de volver al pasado y reformular símbolos también aparece en Mictlán o La casa de los que ya no son, de Raúl Kamffer, donde un aristócrata decimonónico cae en el inframundo mexica. Esta estructura, el descenso al inframundo, ha sido retomada en años recientes, especialmente en películas de Santiago Mohar Volkow, Una historia de amor y guerra y El buen salvaje

Aunque persiste la línea identitaria, el imaginario indigenista y el agravio colonial, sus directores han globalizado la experiencia. En el cortometraje El padre O’Why, de Enrique Escalona y Galo Carretero, se yuxtapone la vida de niños clasemedieros capitalinos con el genocidio en Biafra, las masacres en Vietnam y la propia de Tlatelolco. En Las águilas no cazan moscas, de Alfredo Gurrola, un chicano excombatiente de Vietnam participa en justas medievales, montando un Volkswagen en lugar de caballo. En Ah, verdá?, de Sergio García, un colectivo detona explosivos en el Monumento a la Revolución, en oficinas del PRI y colocan LSD en el suministro de agua de la ciudad. En Víctimas del pecado neoliberal, de Ximena Cuevas, el charro enjaulado del Zócalo de La fórmula secreta abandona su pasividad: aquí el pueblo crucifica a Salinas de Gortari, mientras se replican asesinatos en oficinas priistas, como el de Luis Donaldo Colosio. 

Incluso en trabajos del Colectivo Los Ingrávidos o de Unidad de Montaje Dialéctico, el tema indígena se desplaza hacia nuevas resonancias: lo astronómico, las desapariciones forzadas o la militarización. El cine ya no denuncia al pueblo dormido; interroga más bien los mecanismos que lo vigilan, exterminan y desplazan. 


Ese es el caso de Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, que se inscribe con naturalidad en esta genealogía del cine mexperimental, no como una obra que busca definir una identidad nacional, sino como una que asume su descomposición. San Juan y Gutiérrez articulan un ensayo poético en el que las imágenes y las voces, como ecos desplazados por siglos de comercio colonial, de evangelización, de violencia cultural, flotan sin centro, sin nación. 

Imágenes se entrelazan sin rumbo; Filipinas, China y México dejan de ser territorios identitarios y se transforman en bloques de tierra por los que el galeón de Manila cruzó transformando anatomías, dividiendo cosmovisiones y disolviendo sus raíces. En pantalla yacen los restos de lo que queda de una conquista prolongada y de la gran cruzada colonial que unió el Atlántico con el Pacifico. Indígenas que danzan, signos quiméricos, cuerpos sumergidos en agua: todo remite a un vínculo antiguo entre dos mundos y un mar. Todo habla de una historia compartida, pero también confusa, donde el trauma aún gotea. 

A diferencia de otros títulos del cine mexperimental, el documental de Gutiérrez y San Juan modifica muy poco el material de archivo y metraje que presenta. La resignificación, en cambio, es guiada por una narración que entrelaza historias de conquistadores perdidos en el Pacífico, misioneros en Filipinas e indígenas en las costas de Acapulco y Veracruz. Todos ellos parecen participar en una misma dinámica, una empresa colonial que no terminan de comprender: difusa, contradictoria, incomprensible tanto para quienes la emprendieron como para quienes la padecieron. Hoy, sin embargo, sus huellas persisten, no solo de manera geográfica, sino también corporal, en los pueblos que la vivieron. El cuerpo, más que el mapa, es donde el colonialismo sigue escribiéndose. 

Esa fidelidad al material en archivo no significa pasividad. La voz, al guiar, ironiza al contar como un conquistador arribado a Manila accidentalmente tras un naufragio y ser puesto bajo arresto, logra ser liberado años después solo tras comprobarse que, en efecto, su estadía fue un error. Ejemplos de este tipo se repiten a lo largo del documental argumentando lo ya dicho, un proceso colonial fragmentado, torpe, confuso, desorganizado pero no por ello menos doloroso. 

En las imágenes no existe una lógica causal evidente. Niños se bañan en las aguas del mar y juegan entre la vegetación; las danzas de grupos indígenas con sus máscaras y ritos reviven, por unos minutos, un pasado anterior a la hispanización americana; animales exóticos cruzan la selva como si se tratara de una tierra aún sin intervención humana; y jaulas con figuras del diablo colocadas en medio de las montañas operan como metáforas del pecado impuesto por la evangelización, que derrumbó y enterró el ritual indígena y nuestros templos en lo más profundo de la tierra, sean los mesoamericanos o los trasatlánticos del Índico. 


La voz de María Evoli no es la grave, sentenciosa, casi fatalista acostumbrada del documental político latinoamericano; es una voz herida, a veces infantil, a veces flotante, que se pregunta más de lo que afirma. No hay juicio moral directo, pero sí una profunda conciencia de pérdida, se vuelve cómplice del archivo sin poseer las imágenes ni intentar explicarlas sino compartir su extravío. 

La frase “miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti” que toma por título el documental es extraída de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, obra profundamente enraizada en la cultura popular mexicana. Más allá de la historia del hacendado macabro que atormenta a un pueblito rural para hacerse dueño de una mujer que no lo ama, a lo que la han reducido sus adaptaciones fílmicas, en especial la más reciente realizada por Netflix, Pedro Páramo es una historia del lenguaje, de fantasmas, de ausencias y de un dolor nauseabundo que impregna el alma. En el contexto especifico de la novela, la frase es pronunciada por el propio Pedro Páramo cuya mirada no alcanza la de Susana y a la que su ausencia desgarra. 

“A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras”. En una de las obras cumbres de la lengua y de nuestra región, simbólica, cultural y política, hay una ausencia y una orfandad que atraviesa a sus personajes, cuya desprotección termina invadiendo a Juan Preciado, y por extensión nos alcanza. El documental resignifica dicha orfandad que nos cruza culturalmente, que nos invade y a la vez nos emparenta a través de océanos y kilómetros de tierra sin que podamos reconocerla ni nombrarla. Aquella que el galeón de Manila dejó tras su paso. 

Aquí el documental se instala en el presente. Como los títulos que han formado parte de la genealogía y la filmografía nacional del cine mexperimental, como parte de una continuidad crítica, emocional y estética. Es la señal de que se sigue palpitando desde una misma vena. Es heredera de las imágenes de Gámez, del imaginario de Eisenstein, del montaje de los colectivos de los setenta y de las interrogaciones formales más recientes, en especial de la mejor lograda en años ¡Aoquic iez in Mexico! ¡Ya México no existirá más!, pues ambas al no conjurarse desde el pasado ni articular directamente del tema identitario permite bifurcar en distintas direcciones de la herida colonial más allá de las evidentes. 

El título tomado de Rulfo no es una cita decorativa. Es una consigna melancólica. Aquella lluvia iluminada por relámpagos que nos traslada al Comala literario, nos invita a pensarla sobre Manila, sobre Acapulco, sobre Veracruz. El suspiro remite al de Pedro por Susana, pero también al de quienes cruzaron océanos sin nombre, cargando mercancías, cuerpos, dioses. Esa ausencia indescriptible es la intuición de que esa historia desorganizada, remota y confusa que nos ha formado y nos ha hecho quienes somos, también nos ha abandonado. Nos ha dejado sin respuestas y con un dolor innombrable, presente más irreconocible.

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