Frío metal

Por Jhonny Carvajal Orozco 

Frío metal (México, 2025) es el segundo largometraje del cineasta mexicano Clemente Castor. Se estrenó en la pasada edición del FID de Marsella, uno de los festivales más relevantes respecto al cine documental contemporáneo. La película ganó el Premio Georges de Beauregard de la competencia internacional, premio que en 2024 también obtuvo la película argentina Todo documento de civilización, de Tatiana Mazú González (Antes Muerto Cine). Entrevistamos recientemente a Clemente Castor sobre Frío metal

Clemente ha participado en otras tres ocasiones en el festival de Marsella; con sus películas Príncipe de paz (2019) por la que obtuvo una mención especial en la competencia internacional, Fantasma, Animal (2021) y Atados los años engullen la tierra (2022). En este año estrenó en la sección de vanguardias cinematográficas del FICUNAM La sonrisa no cabe en mi rostro, sobre la cual escribí recientemente en este blog. 

Es interesante el contraste entre las dos últimas películas de Clemente, La sonrisa no cabe en mi rostro y Frío metal, cuyos planteamientos formales, narrativos y temáticos son ampliamente diferentes. Ambas conectan con uno de los intereses característicos de su obra: el espacio y el paisaje en continua transformación. En el caso de La sonrisa, se basa en preocupaciones distópicas-históricas relacionadas con los yacimientos arqueológicos Olmecas. Y en Frío metal moviliza la caracterización de sus personajes y sus pulsaciones interiores, en resonancia con el estremecimiento latente de su entorno. En ambos filmes es innegable el ejercicio de experimentación continuo del autor. 

Frío metal es una película particularmente radical, podría calificarse como “cine de flujo”, así llamó el crítico francés Stéphane Bouquet a una narración en donde cobran relevancia el azar y la abstracción como formas de conexión entre sus fragmentos, en contraposición a lo denominado “cine de plan”, que sigue, valga la redundancia, una forma planificada de construirse. El mismo Clemente nos contó en la mencionada entrevista sobre la abstracción y la intuición como elementos cruciales en su forma de tomar decisiones para construir la película, y cómo se iban tejiendo esas posibilidades desde el momento del montaje, al que considera esencial en la creación y dirección de sus películas. 

Otro elemento característico y radical es su hibridación en cuanto al género, combinando principios documentales con la propuesta de un argumento cercano a la fantasía y la ciencia ficción. Así, entonces, en esta película converge una premisa tan particular y cautivadora como la desarrollada. 

Mario y Óscar son dos adolescentes que viven en Iztapalapa, una ciudad ubicada en la periferia de la Ciudad de México. A lo largo de la película, ambos experimentan fragmentados episodios de reclusión y procesos de rehabilitación en un lugar llamado el Anexo (esto se refiere a los centros de rehabilitación en México para diversos tipos de consumo). Mario pierde la memoria, Óscar aparece y desaparece. La relación entre los dos hermanos se estrecha y distancia continuamente, así como sus nociones de sí mismos, que se desvanecen. La ubicación periférica de los personajes en tensión con sus identidades recuerda a Principe de paz (2019), pues también se plantea espacialmente de esa manera y centra su interés en la relación de los personajes con la lejanía del centro, además de la exploración de su contexto personal. Es preciso anotar que Mario y Óscar son dos personas que existen en lo real, son cercanas al director y también actúan brevemente en Príncipe

Lázaro (interpretado por Lázaro Gabino Rodríguez) enseña a Mario a entrar en el cuerpo de las otras personas a través de una coreografía ritual hecha con las manos. Los cuerpos humanos en los cuales se entra son simulados por paisajes subterráneos, que se recorren a lo largo de la película. Continuamente se entrelazan fragmentos documentales como sueños, recuerdos o el presente de los hermanos. Además, se suman escenas en donde es protagonista el espacio y las personas que lo integran: juegos de azar y sus jugadores, el baile, la fiesta y los sonideros mexicanos, niños haciendo teatro y los trabajadores de las minas, por mencionar algunos. Todos los elementos mencionados integran la geología ambigua de una película llena de derivas y caminos por transitar. 

Pensando en la fragmentación de la historia y su narración, considero un acierto que Frío metal se haya tallado de esta manera, en retrospectiva tan intuitiva. Un frágil vínculo de hermandad en donde prima la dispersión y la distensión es reconstruido por distantes estructuras sólidas de montaje; enganchadas unas con otras en algún punto bajo tierra. Los estados íntimos-interiores de los personajes y sus condiciones corporales cercanas al malestar y la enfermedad son interpretados por un ejercicio de iluminación de lo oscuro para atravesar progresiva y calmadamente la neblina de la mente y el polvo del cuerpo, como se atraviesan las minas. 

Al principio de Frío metal, las imágenes de los lugares subterráneos invaden la mente de Mario sin razón aparente. Esto pudo ser fácilmente relacionable con una alteración de la percepción, según su relación con el anexo. Sin embargo, se da un giro interesante a una posible visión exotizante del delirio y la psicodelia en la que pudo caer la película. Allí entra el mencionado ritual enseñado por Lázaro a Mario. Esta coreografía tan particular para mí da cuenta de un ejercicio de contacto, confianza y autoconocimiento a partir del otro, como algo colectivo. También evoca diversas formas de comunicación que no radican únicamente en expresiones dominantes como la oral o la escrita. 

A través de un sonido extradiegético como rocas desprendiéndose, acompañando los últimos choques de puños y palmas del ritual, se otorgará acceso a los paisajes subterráneos. Mario vaga por las minas y le pregunta a su hermano “¿te hago cosquillas?”, mientras palpa sus cavidades telúricas. Luego, recorrerá también otros paisajes internos que son exteriores: ríos secos, ruinas y montañas. Las minas son entonces una representación espacial de los cuerpos de las otras personas; cuerpos que son caminados por dentro, con sus propios órganos y sentidos. El paisaje, a su vez, también es una manera de entender lo que conforma el tejido corpóreo de los personajes. La relación bidireccional entre el cuerpo, el paisaje, el espacio y el entorno es dominante en la película. 

Hay varias escenas en las que las cuevas son taladradas y perforadas por el frío metal de las máquinas de explotación minera; para mí estas son las imágenes que cohesionan en gran medida la mencionada relación cuerpo-paisaje de los jóvenes personajes, evocando su caracterización y contexto. También es interesante encontrarnos con los trabajadores de las minas, quienes operan estas máquinas y hacen parte de lo real en la película, profundizando su aspecto documental. 

Otra forma de entender la línea narrativa subterránea es pensarla como un proceso de excavación hacia adentro del ser de Mario y Óscar. Entrar en estos túneles implica la posibilidad de conectar con cualquier otro tiempo y espacio distinto transversal a sus vidas. Las cortezas y capas perforadas se convierten en portales de entrada y salida que nos impulsan en un vehículo dentro de su cuerpo, conduciendo a través de sus órganos en una cartografía propia. Es entonces cuando tiene sentido encontrarse con aquello que les conforma como los paisajes cercanos y las márgenes de su identidad, con su gente, vibración y sonido. 

En la multidimensionalidad del aparato subterráneo convergen dos ideas: ir hacia adentro también es ir hacia afuera y reconstruir la memoria propia también es atravesar la memoria de la tierra. Se conecta lo corpóreo-interno con la realidad exterior de Iztapalapa, en donde es relevante la incertidumbre por el futuro en la lectura de cartas, el sosiego en el movimiento sonidero y la esperanza en los juegos de azar. La película reluce por esta simbiosis visceral entre el cuerpo y el espacio le horada. Hay una imagen muy sugerente que para mí es clave en el planteamiento de esta geografía interior-exterior: cuando el ritual de las manos se refleja en sombras sobre un mapa geográfico pegado en la pared. 

También es interesante cómo se combinan momentos con planteamientos formales distintos en una película naturalmente híbrida. Esto es una tendencia creciente en el cine contemporáneo, se puede ver también en Punku (Perú-España, 2025) de Juan Daniel Fernández Molero, en donde se reconocen momentos formales relacionados con una línea narrativa específica. En Frío metal, por ejemplo, se alternan escenas filmadas a color en 16 mm más centradas en los movimientos, los espacios y los personajes, con secuencias filmadas a blanco y negro en 8 mm, donde hay mayor experimentación audiovisual, fragmentación espaciotemporal y una evidente intención de explorar lo sensorial.

Elementos como la variación en la velocidad de obturación para generar un efecto de barrido, la tensión y distensión del tiempo a través del cambio de velocidad de reproducción, los juegos de texturas fílmicas, el ruido, el fuera de foco y las variaciones lumínicas proponen una percepción agitada, difusa y volátil. Esta libertad más juguetona en el registro y el montaje curiosamente corresponde a escenas en donde obtenemos más información del entorno de los personajes, caracterizado también de esa forma frenética. 

Las dos primeras escenas de la película son climáticas en ese contrapunto del registro de la acción y la experimentación sensorial. La canción "Quiéreme siempre", de la Orquesta Aragón, que acompaña el segundo momento sonó en mí varios días después, con melancolía. El sonido de la película, en general, procura un tratamiento muy detallado para ambientar la oscuridad tectónica de lo subterráneo y la fragilidad de los límites corpóreos, representados como estremecimientos graves y vibraciones rugosas, profundas. Además, es un dispositivo que rompe bruscamente el aspecto documental y conecta nuevamente con dichas derivas fantásticas y de ciencia ficción planteadas desde la combinación de géneros y el argumento. La película va y viene entre todas sus capas, dimensiones, formas y aberturas de esta manera sinuosa, cautivadora y sensorial. 

Frío metal marca un hito relevante en la filmografía de Clemente Castor, tras varios años de trayectoria. Sus paisajes subterráneos abren nuevos portales para continuar imaginando y expandiendo el documentalismo latinoamericano, que parece seguir mutando y desarrollándose por medio de sus hibridaciones narrativas, exploraciones formales y abstracciones de lo real.

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