Vino la noche

 

Por Pablo Gamba 

Vino la noche (Perú-España-México, 2024) es parte de la competencia de documentales latinoamericanos del Festival de Lima. La ópera prima como director de largometrajes de Paolo Tizón se estrenó el año pasado en el Festival de Karlovy Vary, donde recibió una mención especial y ganó el premio de la crítica internacional en la competencia Proxima, dedicada a los nuevos autores y las obras consideradas más audaces del cine contemporáneo. 

Se trata de una película que sigue el entrenamiento de un grupo de soldados en la Escuela de Comandos de la Fuerza Aérea del Perú (Escom). Se forman para actuar como fuerzas especiales en la región del VRAEM (Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro), zona productora de coca en la que operan el narcotráfico y guerrilleros, los llamados “remanentes de Sendero Luminoso”. 

Algo que distingue de buenas a primeras Vino la noche es su opción por descartar el drama. Se aparta así notablemente de la tradición de las películas sobre entrenamiento militar que tienen como una obra cumbre a Full Metal Jacket (1987), de Stanley Kubrick. También de los caminos recorridos por el cine peruano de esta temática, desde los conflictos en el microcosmos de la Academia Militar de La ciudad y los perros (1985), de Francisco Lombardi, basada en la novela homónima de Mario Vargas Llosa, hasta las huellas del conflicto armado con Sendero Luminoso en el excombatiente de Días de Santiago (2004), de Josué Méndez, inspirada en Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, incluyendo La boca del lobo (1988), también de Lombardi, con la que podría imaginarse un parecido por la invisibilidad que tiene allí el enemigo terrorista. 

Hay una escena en la que el dramatismo de películas como esas, conjugado con la espectacularidad del cine de acción, perfora el film de Paolo Tizón. Es un agujero hacia ese mundo de ficción, tan diferente y distante, que se abre en el teléfono celular de un aspirante a comando que ve Voces inocentes (México-El Salvador, 2004), de Luis Mandoki. Es una escena que podemos considerar como toma de posición y ruptura de Vino la noche, en tanto obra del cine contemporáneo, respecto al agotamiento de ese otro tipo de películas. 


Tizón se decantó, en cambio, por la vertiente del documentalismo sensorial. A esto añade sutilmente la primera persona, en una escena en la que un personaje se dirige al cineasta, fuera de cuadro, y revela así que las imágenes son el resultado de su trabajo con la cámara, de su manera de filmar a los soldados. La película se desarrolla formalmente como una inmersión. Va de arriba hacia abajo como un salto de trampolín, de lo seco hacia al agua y del día a la oscuridad de las noches. Comienza con los comandos lanzándose en paracaídas hacia un paisaje desértico, en una parte en al que el contraste entre el ruido del avión y el silencio que los rodea en el aire hace patente, para el espectador o espectadora, que se trata más de sentir que de seguir una trama. Llega a su clímax la película en la segunda de tres partes en un río. Allí, la fisicalidad del sonido se hace dominante hasta desplazar por completo a la imagen. El entrenamiento llega a percibirse como la locura de la guerra, que remueve, en la oscuridad total de esa noche, la luz de la razón. 

Se aparta Vino la noche de la tradición crítica humanista de lo militar en el modo como pone el foco en los cuerpos. No se trata trata solamente de un proceso de disciplinamiento que vence resistencias físicas y mentales para transformar a la persona humana en un comando. Tampoco solo de poner en tensión la humanidad de los vínculos entre compañeros, de las conversaciones sobre las novias y las llamadas a la familia, con el borramiento de la identidad individual de los nombres en el número que la Escom les asigna, la uniformación que también conlleva en los soldados el desarrollo físico y el raparse la cabeza o la retórica de los cantos que llaman a desestimar el dolor y a despreciar la vida frente a la eternidad que promete la gloria alcanzada en combate. Todo esto está, pero la película que hace Tizón detrás de la cámara busca algo nuevo. 

Vino la noche va más allá de ese humanismo. Lo más significativo no es la individualidad del ser humano único, dueño y moralmente responsable de su vida, sino la continuidad de la vida que atraviesa los cuerpos y los integra también a su entorno. Lo percibimos claramente en las acciones de grupo en el entrenamiento, y la fusión final de todos con el río y la noche, pero también fuera de esos contextos, en los momentos de descanso que pasan unos muy cerca de otros, abrazados, apoyando la cabeza en un compañero. Creo que esta es la mejor manera de entender lo que los soldados dicen de las novias de las que reiteradamente hablan, de la atracción física por ellas, así como los lazos de sangre que se sienten en las videoconversaciones telefónicas de uno de ellos con su madre y con el padre. Es revelador lo que otro dice de que no ha dejado de acostarse junto a su mamá. Hace sentir la fuerza vital de ese vínculo.

 

Creo que en esto hallamos también la clave para entender la tensión entre lo dentro y fuera de cuadro en los planos cerrados de Vino la noche. Una referencia podría ser El hijo de Saúl (2015), la película húngara sobre los sonderkomandos de un campo de concentración nazi dirigida por László Nemes. Pero es de un tipo diferente la relación que construye entre el cuerpo colectivo que forman estos hombres y el afuera en el que reiteradamente se ubican sonoramente los superiores que violentamente los entrenan. Lo que le interesa a Tizón no es reiterar lo que debe suponer que sabemos sobre la institución militar y el objetivo del entrenamiento que se presenta como deshumanizador, sino la preparación para el encuentro de la vida con la muerte, en el sobrevivir matando que es la guerra para estas personas, en la oscuridad demencial que tiene aquí. 

Es de este modo, sobre estas bases, que la película se nos presenta como novedosa. La tarea que asume es la de hacernos sentir para mover el piso de las formas de pensar habituales y llevar a plantearnos otras posibilidades. Encuentro en esto su mayor valor, sobre todo en la manera como propone la ruptura, porque los elementos que podrían sustentar la interpretación humanista no dejan de estar en el argumento. No solo se inscribe así Vino la noche en un cine y un horizonte de pensamiento diferentes, sino que, en vez de descartar aquello con lo que se confronta, plantea al respecto un debate. Sin embargo, los problemas políticos y de derechos humanos que surgen de la actuación en el propio país de grupos entrenados para matar como estos quedan fuera de campo con este enfoque. Es algo que también hay que considerar para tomar posición frente a una película sorprendente y técnicamente impecable como esta, aunque parezca lugar común.

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