Elogio a la oscuridad

 

Por Pablo Gamba 

En la sección Humano/No Humano de los Encuentros del Otro Cine (EDOC), festival de documentales de Quito y Guayaquil, en Ecuador, se presenta Elogio a la oscuridad (Ecuador, 2025). Es un cortometraje del artista y cineasta Adrián Balseca que también tiene una versión instalativa. Se estrenó en Visions du Réel el año pasado y fue parte de Syncro, en Buenos Aires, pero es una de esas películas que no ha tenido aún el reconocimiento que merece, en mi opinión. 

Hay varias coordenadas del cine autoral contemporáneo que podemos identificar en Elogio a la oscuridad. Las más resaltantes son la búsqueda de un cine sensorial, y la narración y desarrollo formal mutantes correlativos. Por otra parte, es un cine que se apoya en el pensamiento académico en su aspiración a la legitimidad, de un modo que incluso agrega una bibliografía a los créditos, como hemos visto en películas comentadas en este blog, lo que no es el caso aquí, afortunadamente. Reconocemos, sin embrago, a Donna Haraway, de frecuente citación en la vertiente más radical de este cine y en el cine experimental también, en particular su pensamiento en torno al ciborg. 

Pero esto se conjuga con otra fuente que identifico, cinéfila y latinoamericana, el cine chamánico de Raúl Ruiz. También con una sutil referencia que encuentro, al comienzo, a Los hieleros del Chimborazo (Ecuador, 1980), de Gustavo e Igor Guayasamin, una de las obras mayores del documental etnográfico latinoamericano que creo que tampoco se aprecia hoy como es debido. 

Elogio a la oscuridad es un autorretrato de ciencia ficción en torno a la elaboración y colocación de una prótesis, hecha de obsidiana, en el artista. Remplaza su “ojo de vidrio” y es pretexto para desplegar lo sensorial en torno a las propiedades de esta roca. Fue utilizada por los pueblos originarios de mesoamérica y otras partes del continente tanto para fabricar armas como en calidad de adorno y espejo, a pesar de que su color dominante es el negro. Se le atribuyen cualidades mágicas y místicas relacionadas con la visión. 

En “Por un cine chamánico” Raúl Ruiz defiende las películas capaces de llevarnos a mundos como los de los animales o las plantas, e incluso los minerales, y es lo que ocurre en Elogio a la oscuridad, aunque en tensión con el estricto orden de la razón en el argumento, el homenaje de esa luz a la oscuridad mágica. A la roca nos lleva la primera parte, la que me recuerda Los hieleros del Chimborazo por el trabajo de extracción, en una mina de obsidiana en Mullumica, Ecuador. Encontramos en la técnica de excavación un motivo que, con sus indicadores clavados en la piedra, sus mediciones, aparatos e instrumental refieren al cine científico ‒otro camino que los autores del cine contemporáneo transitan en sus búsquedas, Jessica Sarah Rinland, por ejemplo‒. Pero también al transporte tradicional y a lo chamánico. De esto último hay un presagio en la diversidad cambiante de aspectos de la obsidiana y el ojo de una mula. 


El montaje fragmentario del corto y la ausencia de narración ponen de relieve desde el comienzo la sensorialidad, y le piden al espectador o espectadora una intensa participación para observar y entender sin ayuda ajena. La fotografía produce un efecto cuasitáctil, háptico, en su registro cercano de las texturas de la roca cristalina, una mutación a “3D” quizás también chamánica. En la versión instalativa de dos canales se añaden a esto las comparaciones sincrónicas, entre motivos y formales. Las segundas son reveladoras de parecidos entre el ojo del artista y los “ojos” que descubrimos en una pared de roca, por ejemplo. 

Todo eso explota a partir de la segunda parte del corto, en la que la película da un giro de contraste sensorial marcado de la naturaleza en exteriores hacia un ambiente de laboratorio de iluminación artificiosamente enrarecida. Allí la luz es reveladora experimental de las propiedades de la piedra por la manera como la vemos mutar en la película. Sometida al examen de los aparatos científicos, esto parece ocurrir mágicamente. Con su registro en Super 16 mm, que diversos detalles hacen perceptible también, hay en el film un correlato alquímico de esas mutaciones. Son las huellas en la película de una luz rara que en la tercera parte fija diseños abstractos que refieren a los de la piedra. 


En la sección final del corto hay otra mutación, al ambiente clínico en el que se desarrolla el proceso de creación e implantación de la prótesis de obsidiana, material que se emplea también en la fabricación de instrumentos quirúrgicos. Tiene un epílogo de retorno a lo experimental, al examen con imágenes producidas por resonancia magnética, del cráneo del ciborg. Las imágenes del interior del cuerpo, al final, responden a los exteriores de la mina al comienzo. 

Pero una limitación es la contextualización en la vida del protagonista. La que la establece es solo la prótesis, una pieza que se recambia en la máquina que parece su cuerpo entre otras máquinas. En lo chamánico está implícita otra trascendencia, cósmica, pero que no se relaciona con la memoria, con la identidad aquí, a pesar de la referencia etnográfica. Me pregunto, entonces, por la dimensión existencial de esta exploración, de la que no podemos desprendernos, por la conciencia asociada también con la luz de la razón y las consecuentes inquietudes e interrogantes de los personajes ciborgs del ya clásico Ghost in the Shell (Mamoru Oshii, 1995), por ejemplo. Al dejar esto de lado en un estricto orden conceptual, formal y sensorial impersonal en tensión con la magia, la tragedia vanguardista del cine es aquí buscar lo imposible: imaginarnos no humanos.

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